Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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Se encontró con dos policías uniformados y con un par de hombres más: un agente especial de la brigada de extranjería, que le mostró su acreditación, y el portero del edificio en batín. Al verlos, Lloris no se asustó, no era un hombre regido por temores, pero instintivamente pensó en Rafi, quizá por el agente de extranjería o porque las relaciones con individuos como él siempre acababan trayendo problemas. De hecho, también pensó en su asesor: Oriol se lo había advertido. El funcionario le enseñó la orden de un juez que autorizaba su detención. El cargo: estar implicado en una red de trata de blancas, junto a ocho personas más. Como primer punto de una estrategia improvisada, Lloris se sorprendió, pero al acto se indignó. Intentó persuadirles de que estaban en un error que pagarían caro. Él era empresario de la construcción. El más importante, añadió en un tono altivo que, aunque autoritario, carecía de la convicción de un actor que representa una comedia. El agente respondió que lo sabía, pero que tenía que cumplir la orden que llevaba. La mujer se acercó a la puerta y preguntó qué pasaba. Entonces el agente le dijo que no estaba detenida, pero que, también por orden del juez, tenía que presentarse hoy en los juzgados. Tenía que responder del local alquilado al club Jennifer, implicado en la red, cuya propietaria era ella.

– ¿Qué está pasando, Juan?

Con los nervios a flor de piel, estuvo a punto de mandar a su mujer a la cocina, pero prefirió tranquilizarla intentando hacerle entender que era un lamentable error. El agente le dijo que se vistiese. Lloris pidió permiso para usar el teléfono. Llamó a Oriol, que con una breve explicación se hizo una idea prácticamente exacta del problema. El asesor llamó a un abogado.

En una cafetería de la Estación del Norte, Ana tomaba un café con leche. Estaba sentada en la barra; a sus pies tenía dos maletas. Leía el reportaje de El Liberal. Jesús Miralles la buscó con la mirada entre la numerosa concurrencia del local, a través del caos de clientes que se empujaban y se dispersaban al entrar y al salir. Ella le hizo una señal levantando una mano.

– Buenos días -la saludó.

– Buenos días -sonrió Ana-. Tienes mala cara.

Su barba era espesa y visible, su aspecto fatigado.

– Hace días que apenas duermo.

Ana le cedió el taburete. Le pidió un desayuno completo.

– ¿Qué te ha parecido el reportaje?

– Has hecho un magnífico trabajo. Te estoy muy agradecida. ¿Por qué no lo has firmado?

– Prefiero mantener mi anonimato. Me siento más cómodo así.

Le sirvieron el almuerzo. Comió ávidamente.

– ¿Adónde vas? -le preguntó.

– Vuelvo a Barcelona.

– Ana, la policía está investigando a fondo. Si sé algo de tu hermana te lo haré saber.

– Has hecho mucho por mí. Será mejor que me vaya a otra ciudad. Una de las mujeres de Rafi me conoce. No parecía mala persona, pero a veces las necesidades cambian a la gente.

El Euromed a Barcelona fue anunciado por megafonía.

– Tengo que irme.

– Te acompaño.

Se bebió de un trago el zumo de naranja y sacó dinero para pagar la consumición de ambos, pero Ana se le adelantó. Entonces cogió una de las maletas y fue con ella hasta la cola de pasajeros que esperaban el tren.

– Ojalá lo que he hecho sirva para que encuentres a tu hermana.

Ana no respondió. Miralles creyó que el recuerdo de su hermana la había entristecido e hizo un gesto para dar a entender que lo sentía.

– Jesús, no tengo ninguna hermana.

Miralles hizo un gesto de incredulidad; después, una cara como de no entender nada y acto seguido una mirada que exigía una explicación.

– Te mentí para que me ayudaras.

– ¿Crees que no lo hubiera hecho?

– Cuando Antonio me explicó lo que te había pasado, pensé que serías más sensible a mis problemas si te contaba la desaparición de una hermana.

– ¿Todo ha sido mentira?

– No. Mataron a mi padre y destruyeron nuestra vida. También tengo que decirte algo más.

– Ya lo sé, hablaste con el inspector para implicar a Lloris en el caso. No confiabas en que el diario sacara a relucir su nombre.

– No. Lo siento. En mi país he visto demasiado.

– Pues ya ves, lo hemos hecho.

– Te pido disculpas. Quiero hacerte un regalo -sacó un libro del bolso-. Toma, me gustaría que te lo leyeras.

El autor del libro era un alemán llamado Jürgen Roth. El título, Mafias de Estado, de la editorial Salvat. Miralles hojeó el índice.

– Te recomiendo especialmente el segundo capítulo.

Miralles lo buscó: «La continuación de la guerra fría con otros métodos».

– Explica con todo detalle la conexión entre la cúpula criminal y los políticos más poderosos de Moscú. El autor afirma que Rusia es un ejemplo de Estado criminal. La mafia rusa, la organización criminal mejor organizada, domina la industria del aluminio, la tapadera legal de un conglomerado de narcotráfico, el tráfico de armas, inversiones fraudulentas en bolsa, prostitución, contrabando de arte… Acusa a políticos, a militares de alta graduación, a grandes empresarios y a antiguos agentes del KGB. Mueven nueve billones de euros al año, un veinticinco por ciento proviene del narcotráfico y de la trata de blancas.

– Has querido vengarte.

– Sólo soy un grano de arena, pero lo haré siempre que pueda.

– ¿Y cómo sabes que lo has conseguido?

– Están en todas partes. Dentro y fuera de Rusia. Los tentáculos de la organización afectan a muchísima gente. Tienen mucho capital para especular: compran inmuebles sin que importen sus precios, para blanquear dinero, y eso hace que sean más caros. Al menos la policía ha detenido a dos individuos de nacionalidad rusa.

– En algo tenías razón, la implicación de Lloris ha movilizado a las autoridades.

– Espero que lo saquen todo a la luz.

– No creo, pero les harán daño. Bueno -suspiró Miralles visiblemente fatigado-, quizá en Barcelona encuentres otra persona sensible a tus problemas.

Ana notó en sus palabras un deje de ironía.

– No sé qué decirte -titubeó y frunció el ceño-. Yo sola no hubiera podido hacer nada. Necesitaba… a alguien especial. Alguien como tú. Siento haberte utilizado.

– Yo no. Por lo menos me he sentido útil, pero no quiero ser un héroe. Ese traje me sentaría fatal. Venga, vete, ya no hay nadie en la cola.

Ana suspiró y miró intensamente a Miralles. El periodista hizo un gesto con la cabeza, conminándola a irse. No tenía un concepto muy poético de las despedidas. Pero la rusa seguía mirándolo. Entonces el periodista le dio dos golpecitos en la cara y se marchó.

– Cuídate -le dijo Ana.

El tumulto de la estación evitó que Miralles, camino de la salida, llegara a oírlo. La rusa no subió al tren hasta haberle perdido de vista.

* * *

Oriol Martí contrató al mejor bufete de abogados de Valencia. Después compró los periódicos y volvió a casa para leerlos. El nombre de Juan Lloris ocupaba el subtitular. La información decía que agentes de la brigada de extranjería habían puesto en marcha, durante la pasada madrugada, una investigación para desmantelar una importante red de trata de blancas en la que, presuntamente, estaban implicados el conocido empresario de la construcción Juan Lloris y ocho personas más, entre ellas un abogado, un gestor y dos rusos con pasaportes falsos. Los demás detenidos eran propietarios y gerentes de clubes. Además, los agentes estaban llevando a cabo inspecciones en prostíbulos y en pisos a fin de reunir pruebas para demostrar, por una parte, que allí se ejercía la prostitución, y por otra que las mujeres eran llevadas allí ilegalmente y explotadas a la fuerza. La batida en los clubes había empezado de forma simultánea, pero al cierre de la edición aún no se sabía cuántas mujeres habían sido detectadas, aunque fuentes consultadas indicaban que eran más de un centenar. La implicación de Juan Lloris, cuya actividad empresarial se detallaba en un breve despiece, aún no había sido del todo investigada, pero la policía ya había descubierto que en algunas de las propiedades inmobiliarias del constructor vivían mujeres ilegales. Además, el club Jennifer, uno de los locales investigados, era propiedad de la esposa del empresario, cuyo nombre no publicaba el diario.

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