Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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– No lo puede reclamar, claro.

– No -Oriol le sirvió una taza de té-. Pero cuando llegue la campaña electoral se puede demostrar que la inversión que ha hecho el Front no se corresponde con su capacidad económica.

En efecto, se podría demostrar si no fuera porque también tenían un crédito de doscientos millones de pesetas, con el que justificarían los gastos. Por razones obvias, Júlia no se lo dijo. En ningún caso debía salir a la luz pública, pues su metedura de pata había sido monumental, inexplicable y, sobre todo, intolerable. Sin embargo, tendría que informar al President de ello. Así pues, le rogó a Oriol que no dijera nada de la donación de Lloris al Front. No le explicó sus motivos. De todas formas, cuatrocientos millones en manos del Front eran más perjudiciales para los socialistas que para ellos, observó Oriol. Ella asintió, sólo tenía parte de razón. Con seiscientos millones también tenían la posibilidad de un mayor porcentaje de votos, podían decidir el Govern como partido bisagra. Y entonces ya no estaría tan claro quién saldría más perjudicado. Se bebió el té. Mientras bebía, hasta que se marchó, no hizo nada que no fuera pensar en Francesc Petit.

21

Juan Lloris y el tío Granero -con una gorra de la marca Gramoxín- fumaban en la terraza de la casa del empresario en el coto. Gram y Junça estaban tendidos en el suelo. Gram, el favorito del patrón, dormía a sus pies. Era un día magnífico, claro y con un poco de levante, apenas una brisa. Por primera vez, Granero fumaba un Cohibas que le había dado Lloris. Acostumbrado a las intermitencias del caliquenyo, que se apagaba continuamente, el Cohibas se le quemaba con rapidez. No le parecía ni bueno ni malo, que es lo peor que le puede pasar a un fumador de puros. Los miles de caliquenyos que impregnaban su boca le impedían saborear cualquier otro tabaco. Lloris le explicaba cómo había que fumárselo, a caladas cortas y poco a poco. Desde que el empresario vivía en el coto, hacía ya tres días, los paseos, la caza y las conversaciones ocupaban las horas. El tío no sabía nada del caso Lloris. Las únicas noticias que leía eran las hojas de periódico sueltas con las que los labradores se envolvían el almuerzo y que él se encontraba por los márgenes de los campos. Aun así hacía tiempo que no recibía noticias de ningún tipo, ya que en la actualidad el papel de aluminio había sustituido al habitual de los diarios.

Desde la terraza, la vista abarcaba el ángulo norte del coto, la parte que daba a la Albufera. Se contemplaban los campos de arroz, algunos aún anegados. Al fondo, la visión ocasional de rascacielos indicaba la proximidad del mar. Pero los campos y la Albufera estilizaban el paisaje. Por uno de los callejones que iban a desembocar al lago venían Joaquim Cordill y Tito en una barca. Recogían muestras de agua de varios campos del empresario para analizarla. Era una tarea más bien protocolaria, porque de todos modos se utilizaría el producto Gramarròs. No obstante, al administrador, ante un cliente tan importante, le gustaba dar imagen de rigor. Cuando estuvieron cerca de la casa, Cordill le dijo a Tito que dejara de remar. Con la barca quieta, Cordill se levantó y llamó la atención de Juan Lloris:

– ¡Ey, señor Lloris!

El empresario fue a una punta de la terraza para oírle mejor.

– Señor Lloris, soy Joaquim Cordill, el administrador de Gramoxín.

Al constructor, Gramoxín le sonaba. De repente se volvió hacia Granero y leyó la inscripción que había en su gorra.

– Buenos días -saludó el empresario.

– Buenos días -contestaron ambos con una cortesía algo enfática.

– ¿Qué, pican?

– No, señor, no -Cordill le enseñó un par de botellas-. Estamos recogiendo agua de sus campos para analizarla en el laboratorio.

– Ah, muy bien.

– Quería darle las gracias por su confianza.

– De nada -contestó Lloris sin saber cuál era el motivo de su confianza.

– Tiene un recinto precioso y muy bien cuidado. Aquí da gusto trabajar. Una maravilla, ecológicamente hablando. Hace un rato se lo comentaba a mi ayudante -Tito asintió con la cabeza-. Es un modelo de cómo se deben llevar estas reservas.

Lloris se sintió muy satisfecho. El criterio profesional del administrador de una empresa dedicada a los productos agrícolas era de gran valor. Para contrastar la opinión de Cordill miró a Granero, pero el tío se estaba peleando con el Cohibas, que sólo ardía por la parte inferior.

– Le haremos un trabajo excelente, usted y el coto se lo merecen.

– Gracias.

Cordill se despidió con cierta solemnidad. Se sentó en medio de la barca. Tito empezó a remar de nuevo. Con las manos en la barandilla de la terraza, el empresario esparció su mirada por el recinto, tratando de captar todas las virtudes que atesoraba.

Tito no dejaba de pensar dónde había visto la cara del empresario. Como el tío Granero, tampoco disponía de una versión actualizada de la prensa. Se acordó justo cuando empezaban a dejar atrás la casa.

– Señor Cordill, ¿ese tío es el mismo que ha salido en los diarios por irse de putas?

– Sí.

¡ Mecaguend é u, qué familia! El padre de putas, el hijo un crápula colgado. Me gustaría saber cómo es la madre.

– Seguramente una santa.

Después de escuchar a Cordill, Juan Lloris volvió junto al tío Granero con algo más de autoestima. Le hacía falta una inyección de moral. Decidió intimar con el tío.

Hacía tres días que estaba en el coto porque estaba harto de todo y de todos: de su mujer, de su hijo, de sus negocios, de sus presuntas amistades. Incluso había acabado hasta los mismísimos de las mujeres, de todas, confesión que sorprendió al tío y que sirvió para afilar su inspiración:

D é u ens guarde de la mula queja « hi, hi » i de la dona que sap llat í [5]

Su generosidad, su buena fe -continuó el empresario-, le había llevado a su situación actual. Intentaban echar por los suelos el prestigio ganado tras años de trabajo, de sacrificio y de esfuerzos. Su mujer, tantos años juntos, ahora le dejaba. No había tenido en cuenta que si en Valencia era una señora respetada se lo debía a él; no había tenido en cuenta los recuerdos de una vida compartida, su abnegación en el trabajo desde su adolescencia, siempre con el objetivo de convertirse en un buen empresario para que ella y su familia se sintieran orgullosas. Nacidos en el mismo pueblo, ella de familia acomodada y él una persona humilde, tuvo que espabilarse para que no perdiera el nivel de vida que estaba acostumbrada a llevar. Granero aprovechó su racha creativa:

La dona i el porc, malament si son del mateix lloc [6]

¿Y sus amigos? ¿Dónde se habían metido todos los lameculos que lo rodeaban, todos los que le habían ayudado?

L'amic, provat; el mel ó , encetat [7] -había días en que lo bordaba.

Pero lo llevaban claro si pensaban que le hundirían. Un hombre como él, que había nacido con una mano delante y otra detrás, tenía recursos necesarios para enfrentarse a todos los problemas que se presentaran. Cuando las aguas se calmaran, volvería a poner las cosas en su sitio. Volvería con la lección aprendida.

– Granero, al final la historia hace justicia.

– Ya lo creo, sinyoret. Mi padre, que en gloria esté, siempre ponía el ejemplo de Sacco y Vanzetti.

– ¿También de la construcción?

– No, éstos eran anarquistas.

Lloris y el tío Granero bajaron a pasear por el margen del callejón. Gram y Junça los siguieron. Los perros estaban de lo más entusiasmados con lo de tener a su amo cerca tan a menudo. Para los animales, la presencia de Lloris era sinónimo de fiesta. Aprovechando que el empresario iba delante, el tío lanzó el Cohibas al agua y se encendió un caliquenyo. Pronto se plantaría el arroz y el color del paisaje cambiaría. El móvil interrumpió el inicio del monólogo del empresario. Al otro lado, Sebastià Aisval, su corredor de confianza, le informó de las operaciones de compra en marcha: en el futuro polígono de Picassent tenía tres prácticamente cerradas. Estaba dejándose la piel para conseguirle un buen precio. Muy bien, se animó Lloris, les daremos por saco a todos. ¿Por qué querrá darles por saco, a los pobres labradores? A Aisval le sorprendió la vehemencia del empresario. Sólo leía el Superdeporte, si ganaba el Valencia, y no sabía nada del asunto. Pero daba igual, si el señor Lloris mandaba dar por saco, se daba y punto. Lloris se sintió tan entusiasmado al comprobar que aún le quedaba gente fiel que le contó a Granero las dificultades de toda índole que, en su época, habían tenido que sufrir casi todos los grandes personajes de la historia. Le gustaba leer biografías. El tío también debería leer alguna. Unos metros por detrás, Granero le escuchaba con desgana. Hacía tres días que le escuchaba, cazaba o paseaba con él. A veces con el silencio impuesto por lo que parecían ser ataques de melancolía del empresario, otras con el incontenible cotorreo de su euforia. Según el día. Granero ignoraba cuánto duraría aquello. Trastocaba su ritmo de vida, incluso su dieta: como comían juntos, hacía tres días que no había probado una llisa. Lloris la detestaba, pero él pagaba las consecuencias. Arroz para comer, carne asada para cenar. La comida se le atragantaba.

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