Ferran Torrent - Sociedad limitada

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Es la disección novelada de una ciudad, Valencia, donde un elenco de personajes ha convertido la traición, la inquina y la intriga pérfida en el modelo de conducta cotidiana. Julia Aleixandre, además de ostentar un importante cargo público, es una experta manipuladora de marionetas humanas de todos los colores y tamaños. Francesc Petit, Secretario General de un partido político sin representación parlamentaria, quiere escapar del ostracismo humillante a cualquier precio. Juan Lloris, otrora exitoso empresario de la construcción, ha caído en desgracia ante las autoridades y mendiga rastreramente una presidencia, una secretaría o al menos una vocalía. Y entre todos ellos y sus respectivas trifulcas, un periodista sin futuro aparente encontrará la manera de purgar sus abundantes culpas, cómo no, a costa de los demás.
Sociedad Limitada es una instantánea irónica y mordaz que se adentra en la corrupción política, la especulación inmobiliaria, la miseria cotidiana de los inmigrantes, la destrucción sistemática del medio ambiente… y, en definitiva, las infames maniobras que ejerce el poder desde la sombra para conseguir perpetuarse.

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Miralles trataba de proporcionarle a la policía elementos para que, a partir de ellos, investigaran más a fondo. Si los redactores estaban cada uno en un club, ¿dónde estaría él? En casa, con el móvil encendido. Rafi le conocía, ya había hablado con quien tenía que hablar y no era oportuno que lo vieran haciendo movimientos extraños en el Jennifer. El director aprobó su planteamiento. Ahora sólo faltaba elegir a los cuatro redactores. ¿Tenían que ser necesariamente redactores? ¿Por qué no contratar los servicios de una agencia de detectives? No, Miralles quería trabajar con periodistas. Al fin y al cabo era un trabajo periodístico. Y otra cosa: no quería que los redactores fueran demasiado jóvenes. Los jóvenes quizá se lo tomaran como una aventura. Si alguno de los lugares en los que vivían prostitutas inmigrantes era propiedad de Lloris, entonces sería el momento de publicarlo.

* * *

Excepto Vicent Marimon, y alguna militante o simpatizante del Front a quien Francesc Petit le parecía de lo más carismático, prácticamente nadie sabía dónde vivía el secretario general. El piso, con vistas al mar y al paseo de la Malvarrosa, era de dimensiones reducidas, y Petit lo utilizaba para dormir y poco más. Le gustaba la cocina, pero no le apetecía cocinar. En general, detestaba las tareas de la casa. Una vez a la semana, una asistenta le limpiaba el piso, ponía la lavadora y planchaba. Él no se preparaba ni el desayuno. No le gustaba comer solo. Tampoco le gustaba estar allí, pero se había acostumbrado. Años atrás, tuvo que elegir entre una mujer y la política. Entonces la decisión le supuso un trauma considerable, pero con el tiempo se había dado cuenta de que utilizó la excusa de su irrenunciable vocación política para evitar formar una pareja. También con el paso del tiempo ella lo agradeció, ya que hubiera sido insoportable aguantar a un hombre dedicado a recorrer de cabo a rabo un país de gloria política tan incierta.

En las épocas más difíciles, cuando no veía la luz al final del túnel, Petit reflexionaba sobre el que quizá era su principal error: el inmenso error de dejarlo todo para sumergirse en una aventura. Porque eso era el nacionalismo valenciano, una aventura cuyo final no se llegaba a distinguir. Un buen final, no hace falta decirlo. Ahora sería profesor universitario de Historia, con sueldo fijo y un futuro sin sobresaltos. Pero era demasiado inquieto para tanta quietud. No era como su apreciado Marimon, que controlaba las aventuras políticas. Aunque también era cierto que el secretario de finanzas, siempre con la misma mujer, había planificado un futuro distinto. ¿Hijos? No, gracias. Petit pertenecía a una familia numerosa y conocía al dedillo todas las renuncias que implicaba. Él sólo tenía un hijo, el País Valenciano, un hijo tonto que exigía atención especial y exclusiva. Pero la criatura estaba madurando; quizá el destino, que, como había leído en un libro de la Yourcenar, necesita un poco de locura para ser edificado, había puesto en sus manos la posibilidad de enderezarla. Si lo conseguía, el éxito sería de él, de su inexpugnable obstinación, que mantenía un equilibrio difuso entre lo personal y lo político. Pero lo cierto es que el empeño de Petit había llevado al Front a su estado actual: un paso y punto. Trabajo hecho, prestigio consolidado. ¿Para siempre? No, pero al menos ya dejaría hechos los cimientos del edificio. Era consciente de que si el Front entraba al Parlament la opción política que representaba se consolidaría. Había más valencianistas, muchos más, que votantes del Front. Sólo había que hacerles ver que ellos representaban una opción útil. Los votantes habían pragmatizado sus ideales. Era un proceso también biológico, a medida que se hacían mayores sustituían el altruismo ideológico por el pragmatismo político.

Petit estaba de buen humor. Últimamente todo eran alegrías. Todo iba bien. Todo le compensaba por su pasado. Se acababa el puro en el balcón de su piso. De repente recordó el famoso poema de Estellés: « Assumir à s la veu d'un pobl é» [4] . Con cuatrocientos millones, y con la posibilidad de añadir doscientos al lote, él ya podía empezar a asumir algo más. La inmensidad del mar, el aire puro, le sumían en una inmensa satisfacción. Pero los acontecimientos también le preocupaban. Para que se le pasara la preocupación aspiró profundamente, varias veces. Dejó el puro en un cenicero y volvió al balcón. Júlia Aleixandre aparcó en la calle.

Conducía un Golf. Llevaba un vestido que la hacía aún más encantadora. Petit pensó que necesitaría algo más que su encanto para convencerle. Él tenía las mejores cartas de esta nueva partida. Volvió a respirar a fondo varias veces. Antes de que Júlia llamara al timbre, aún tuvo tiempo de hacer unos estiramientos de brazos.

Se oyó el timbre. Abrió la puerta relajado, con un rostro pletórico, jovial y dinámico. Sin embargo, Júlia no podía esconder su preocupación.

– Pasa.

Cuando se lo dijo, la subsecretaría ya estaba a media altura del pasillo, camino del comedor. Ni siquiera le saludó. La típica reacción de las personas que, acostumbradas a controlarlo todo, pierden los nervios y las formas cuando cualquier elemento se les escapa.

– Tienes un pisito encantador, las vistas son preciosas y no quiero tomar nada.

– Pareces enfadada -Petit se sentó. Lo hizo tranquilo, incluso con algo de chulería.

Júlia siguió de pie:

– Ya te dije que no me fiaba de ti.

– Mira, obviaré que eres una mujer elegante, educada en un buen colegio y de derechas: me importa una mierda lo que pienses -encendió la colilla del puro. Júlia le miraba sorprendida. No se imaginaba aquella reacción, circunstancia que la forzó a replanteárselo todo-. Estoy hasta los huevos de que me puteéis. Lo tuyo, tu entrada, no es forma de abrir una negociación. Porque has venido a negociar, ¿no?

– No.

– Pues ya te puedes ir. No tenemos nada que decirnos.

– Escucha…

– Calla y escúchame tú. Nos falta un pelo, un pelillo, para llegar a un acuerdo importante con los socialistas. De modo que podrías ser un poco más humilde y servicial. O sea, un poco más diplomáticamente política. Pero no, la señora entra como Pedro por su casa y no hace más que soltar impertinencias.

– ¿En qué consiste el pelillo?

– En que lo apruebe la ejecutiva.

– ¿Puedo saber cuáles son los detalles del acuerdo?

– Siéntate. No me gusta hablar mirando al techo.

Júlia se sentó. Petit dejó el puro en el cenicero. Al chupar, la colilla le quemaba los labios. Encendió otro que sacó de un humedecedor minúsculo que tenía en el pequeño centro de mesa. Se tomó su tiempo para encenderlo. Podía ver de reojo los incesantes golpecitos que ella iba dando con un pie. Júlia le observaba no sólo impaciente, sino también molesta por el humo que iba esparciendo. Puso una pierna sobre la otra e hizo que ambas -bien perfiladas, bien depiladas- llamaran la atención de Petit. No dejó de mantenerlas cruzadas.

– He tenido que aceptar cinco puestos en la candidatura socialista.

– ¿Te han ofrecido cinco puestos de salida?

– Están necesitados.

– ¿Y dices que lo has tenido que aceptar?

– Sí, por tu culpa. ¿Qué podía hacer? No tenemos ni un duro, sólo tenemos deudas. Con el crédito que nos habéis denegado, por lo menos hubiéramos afrontado la campaña con ciertas posibilidades, no muchas, te seré franco, pero por lo menos no hubiéramos hecho el ridículo.

– Ya veremos si la ejecutiva te aprueba eso. Llevas mucho tiempo predicando el tercer espacio y la guerra al bipartidismo. ¿Qué ha sido de la opción estrictamente valencianista?

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