»A los veintiséis años se me presentó la oportunidad de conseguir un lectorado en Oxford. Y ¿sabéis lo que me decidió a marcharme allí, por qué fui? Porque sabía que la capellanía católica de Oxford se había opuesto a la implantación de La Firma en Londres, que incluso el capellán había hecho llegar una advertencia a los estudiantes para que se mostrasen alertas ante posibles maniobras de reclutamiento de La Firma y se ofrecía para charlar al respecto con cualquier estudiante. Durante el año que estuve en Oxford mantuve una estrechísima relación con el capellán y también con muchos profesores católicos, y descubrí una manera de entender la religión que ya mi psicólogo me había indicado: menos artificial, menos impuesta, más auténtica. Con sencillez desnuda, de vuelo de pájaro, de pan y de sal. Con la limpieza necesaria para no sufrir innecesariamente ni hacer sufrir a los demás. Mi fe se mantenía erguida, a pesar de todos los vientos de duda que parecían a punto de derribarla.
»Regresé a España. Veintisiete años. Doctorado con premio extraordinario. Excelente curriculum. Tres idiomas (lo único que le agradezco a la universidad de La Firma es que allí aprendí alemán). Y, sin embargo, yo sentía que en el mundo real, fuera de la cómoda endogamia del sistema universitario, sería incapaz de desenvolverme. Me costaba hablar con mujeres, seguía siendo extraordinariamente tímido, envarado y formalista, carecía de amigos de mi edad, nunca me había emborrachado…
– Disculpa que te pregunte esto y, por supuesto, puedes no responderme, pero ¿habías mantenido alguna relación? Relación amorosa, quiero decir.
– No, nunca. Seguía siendo virgen, si es eso lo que me estás preguntando.
– Pero… ¿por qué? Si eres un hombre muy guapo, e imagino que serías un joven guapísimo…
A Gabriel apenas cinco días antes se le habrían llevado los diablos con semejante comentario. Ahora no le importaba.
– Supongo que te parece raro, pero allí, en Oxford, había mucho estudiante chino, pakistani, británico, pero de familia india… muchos que creían que debían casarse vírgenes o al menos aparentarlo. Así pues, yo no destacaba por eso. Te sorprendería saber cuántos estudiantes se mantienen célibes. Incluso en España, en los años cincuenta, mi situación no habría sorprendido a nadie. Verás, el caso es que, cuando hice la terapia con aquel psicólogo, él me explicó que la mayoría de los discípulos, en cuanto salen, buscan una pareja, y que los resultados suelen ser catastróficos a no ser que encuentren a alguien cercano a La Firma que pueda entenderlos. Tienes que pensar que ingresas muy joven en la organización, con apenas quince años, y que te mantienes como congelado, fuera del mundo, en una vitrina. Cuando yo salí, a los veintitrés, tenía la experiencia sentimental de un preadolescente, y un gran miedo a las mujeres, a las que casi no había tratado. Además, ya sabes lo que les dicen a los alcohólicos en rehabilitación: no pueden empezar una relación hasta que hayan pasado un año exacto sobrios, sin probar una gota. En realidad, tienes que haber aprendido a estar solo, a valorarte a ti mismo antes de iniciar una relación porque, de lo contrario, existe un enorme riesgo de que transfieras la dependencia que tenías del alcohol o de La Firma o de las drogas o lo de que fuera a la nueva relación amorosa.
»Eso lo entendí muy bien y, además, tampoco lo tenía muy fácil para conocer mujeres. En los cursos de doctorado o en los grupos de investigación había muchas, de hecho había más mujeres que hombres, pero todas tenían novio o estaban casadas. Y en Oxford la verdad es que me encerré mucho y apenas salía. Además, yo seguía siendo creyente, buscaba una mujer para casarme, no quería tener tina simple aventura sexual, pero por otra parte tenía verdadero pánico al matrimonio, a equivocarme en mi decisión y a acabar atado de por vida a alguien que no me conviniera, como me pasó con La Firma. En Oxford, salí con una chica coreana, católica. No sé si lo sabes, pero Corea del Sur es el tercer país católico de Asia, ha batido el récord de países en conversiones anuales al catolicismo. Y como suele suceder entre los nuevos conversos, se trata del catolicismo en su versión más estricta. Aquella chica era virgen y quería seguir siéndolo hasta el matrimonio. Yo me mentía a mí mismo y me decía que la respetaba. En el fondo había encontrado la excusa perfecta para esconder bajo una capa de respeto el miedo que tenía al sexo. O, mejor dicho, al fracaso, a no saber comportarme. Así que podría decir que había tenido una novia, pero mentiría. Se trataba simplemente de una amistad romántica. Además, no estaba enamorado de ella. En cualquier caso, aquello no podía durar mucho. Sé que esto resulta difícil de entender, pero cuando pasas tanto tiempo célibe no echas de menos el sexo, no sé por qué, pero de alguna manera desaparece la necesidad. «Deja la lujuria un mes y ella te deja tres», dicen. Pienso que yo, que siempre fui retraído, tras aquellos siete años secuestrado por La Firma (dos fuera de la casa y cinco y pico en ella), tras tantos años de recelos medrosos, condicionado para pensar que las mujeres eran peligrosas, no sabía, no podía acercarme a ellas con naturalidad, y mi propia cobardía me mantenía encerrado en mí mismo, acorazado en mis libros.
»Regresé a Madrid, como os decía, completamente perdido. Como una mariposa torpe y desorientada, no hacía más que estrellarme una y otra vez contra el cristal de mi propio miedo, que me impedía salir al mundo. Tenía claro que no quería seguir en la universidad, que aquélla había sido una fase de mi vida, pero que no iba con mi carácter. Me planteé buscar un trabajo, pero antes me dije que podía tomarme un tiempo de descanso. Por primera vez desde que ingresé en La Firma no me sentía impelido a llenar mi vida de ocupaciones, podía estar a solas conmigo mismo, sin trabajo, sin libros, sin rosarios, sin jaculatorias, sin horarios que cumplir ni obligaciones que satisfacer, simplemente no haciendo nada, disfrutando del placer de ser y estar. Decidí darme unos meses antes de ponerme a buscar trabajo en serio para darme la oportunidad de recuperar el tiempo perdido y hacer las cosas que no había hecho durante todos aquellos años. Por las mañanas me iba a cualquier exposición gratuita que hubiera en la ciudad, que hay muchas, os lo juro, y por las tardes me iba al cine. Me saqué el abono de la Filmoteca Nacional y muchas veces veía dos o tres películas en una misma tarde. ¿Sabéis lo increíble que me parecía poder ver escenas de sexo sin sentirme culpable ni avergonzado? No iba a bares porque nunca había fumado ni bebido, y no me sentía cómodo allí. Pero iba a muchos cafés, cafés antiguos de los de velador de mármol (ahora no quedan muchos, algunos quizá en el barrio de las letras, entonces había más), me compraba cuatro periódicos, cuatro, y los leía los cuatro, encantado, disfrutando hasta de la más mínima noticia, incluso leía las necrológicas, lo juro, ávido de información después de tantos años en los que sólo pude leer el ABC de cuando en cuando, y con las noticias recortadas. Y entonces, en un café, me topé con ella.
– ¿Con quién?
– Con ella. Con la mujer que siempre acaba por aparecer en este tipo de historias. Ya la conocía, de hecho. Había coincidido con ella en el grupo de investigación, y ya entonces me gustaba. Pero en aquel tiempo ella tenía novio, a pesar de que yo creía notar cierto matiz amistoso en su sonrisa, unos segundos de más al mantenerla y una forma de clavarme la mirada que me desligaba del resto del grupo. Estaba sola, en la mesa de enfrente, leyendo un periódico también. Acababa de salir de la consulta del médico, una revisión de rutina, y había decidido tomarse un café. La reconocí inmediatamente, pero fue ella la que se acercó a saludarme, yo aún era demasiado tímido y no sé si habría tenido valor para levantarme y cruzar la distancia que nos separaba. Estuvo encantadora, me preguntó por mi vida, qué tal me iba, esas cosas, y entonces escribió su número en una servilleta y me dijo que algún día tendríamos que quedar. Y no tuvo que explicarme que ya no tenía novio, resultaba evidente.
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