»Tardé una semana en llamar, una semana. Dejé pasar siete días, pero durante cada uno de los siete pensaba en cómo marcaría las cifras y qué le diría, deseando que el tiempo se deslizase veloz y fluido hasta el momento en que encontrara finalmente el valor necesario para llamarla. Y te juro que, cuando finalmente lo hice, tartamudeaba. Ansioso, temblando, marqué las nueve cifras, y fue una suerte que ella no pudiera ver lo sonrojado que estaba, aunque seguro que percibió el nerviosismo de mi voz. Nunca me había palpitado el corazón de semejante manera, acelerado pero a la vez estático, ni me había sentido nunca hasta entonces enrojecer, ni me habían flaqueado así las piernas, ni me había fallado la voz de aquel modo lamentable. Así de tímido, así de frágil, así de vulnerable era.
– Pero… ¿no habías estado con nadie desde que saliste de La Firma?
– Sólo había estado con la coreana y, gracias a ella, tenía cierta experiencia, no mucha, en lo relativo a los preliminares del amor, pero no sabía nada del sexo propiamente dicho. En fin, cuando me reencontré con aquella mujer fue una experiencia… arrasadora. Me volví loco. Supongo que como no había vivido el amor adolescente en su momento, lo viví tarde, con toda la ingenuidad y la intensidad del primer amor, con todo su desgarro. Me ahogué en una densidad de emoción y sentimientos como nunca antes había experimentado, la certidumbre repentina y total de que aquello era el amor, de que aquello era la entrega, algo que cortaba el aliento, que daba escalofríos, que hacía llorar y reír, una especie de bosque oscuro y peligroso pero fragante y acogedor a la vez desde cuyo centro una fuerza misteriosa me atraía, y a mí no me quedaba más remedio que adentrarme hacia el corazón del bosque a sabiendas de que probablemente nunca encontraría el camino de salida. Y, claro, ella quizá me amaba, incluso puede que me amase con un amor más profundo y más sereno que el mío, pero no podía corresponder a mi intensidad. Porque ya no hubo en mi vida, desde que la conocí, otro pensamiento ni otra ocupación que Luisa y mi amor por Luisa. Pensaba en ella obsesivamente a cada hora de cada día y con ella soñaba cada noche, y los acontecimientos del mundo alcanzaban a llamarme sólo en la medida en que podía relacionarlos con ella, no me interesaban otras noticias ni otros libros ni otras canciones ni otras películas que no tuvieran que ver con los que a ella pudieran interesarle o que no me recordaran de alguna manera a ella, y era como si a través de Luisa estuviera aprendiendo una clave hasta entonces ignorada y una nueva manera de entender el mundo. Eso era el amor: tina nueva manera de percibir el mundo.
– Exactamente, así lo siento yo -dijo Gabriel.
Helena se le quedó mirando con los ojos desmesurados pero no articuló palabra.
– Pero yo no sabía cómo expresar aquello -prosiguió Virgilio-. Veréis, en La Firma uno de los gestos de amor que más se inculcan se basa en la repetición constante de jaculatorias a la Virgen María, una forma como cualquier otra de control mental. Y yo, pobre infeliz, convertí a la buena de Luisa en el objeto de mis saetas amorosas. Podía decirle que la quería setenta veces en dos horas. Pero de la Virgen no esperas que conteste, y de tu novia sí. Y mi novia no estaba para esos juegos de niño. Ni para mis escenas de celos. Porque yo era muy celoso, mucho. Me convertí en el hombre más celoso de Madrid. Tal era mi inseguridad y mi inexperiencia que llegué a seguirla a la salida del trabajo, a leerle los mensajes del móvil, a interceptarle la cuenta de correo. Y el mensaje más inocente adquiría a mis ojos la contundencia de una declaración y me sumía en un estado de furia espeso y silencioso. No os voy a contar toda la historia porque sería demasiado larga, pero se resume en una frase muy simple: no duró porque no podía durar, porque mis años en La Firma me habían infantilizado emocionalmente. Y, cuando ella por fin tuvo el valor para decirme que no quería seguir conmigo, me hundió. O, mejor dicho, me hundí, me hundí yo solito. Luisa no tenía la culpa de nada. Y de nuevo vino mi tío, el novio de mi madre, al rescate. Fue a él al que se le ocurrió que los tres, mi madre, él y yo, podíamos venir a la isla a pasar quince días de vacaciones.
– Pero… yo había entendido que tú eras el sobrino de Chayo.
– Bueno, es una forma de hablar… En realidad ella es la prima de mi tío, mi tío nació aquí, en Tenerife, pero fue a estudiar a Madrid y allí se quedó. Mi tía se enamoró de un señor de Fuerteventura, o se enamoró de la isla y después de un señor, no sé… El caso es que vinimos de vacaciones y entonces Chayo, cuando me vio tan perdido y tan desorientado, me ofreció una habitación en su casa por si quería quedarme más tiempo. Dije que sí con la idea de quedarme un mes y, entre unas cosas y otras, me he quedado aquí casi tres años.
– ¿Llevas tres años aquí?
– Pues sí. Voy y vengo bastante a Madrid, no creas. Justo cuando llegué mi tía estaba preparando un libro sobre Cofete, un libro que ha editado el Cabildo, y yo, que tenía experiencia en investigación, me convertí en su asistente extraoficial. No tenía nada mejor que hacer y así me entretenía. Ella me lo ha agradecido siempre mucho. Y pronto me encontré tan fascinado con el tema como mi tía. Después, desde el Cabildo, alguien me propuso si quería hacer de guía, por aquello de que hablo alemán, para sacarme un dinero. No necesitaba el dinero, como sabéis, pero quien me lo ofreció no lo sabía, creía que yo era el pobre sobrino desorientado de Chayo, e imaginaba que venía de la capital huyendo de algo, muchos vienen aquí huyendo de algo, esta isla tiene mucha población flotante, gente que se queda un mes, seis meses, un año, italianos, alemanes, escandinavos… Un día se van tal como vinieron, cuando ya se han cansado de hacer surf o se les han acabado los ahorros o se han hartado de vivir en una isla. No necesitaba el dinero, ya os digo, pero sí quería entretener el tiempo. Así que empecé a trabajar como guía, sobre todo para alemanes, hay muchos que vienen a la isla. Lo hago a veces pero no vivo de ello. Básicamente aquí, en la isla, hago surf y leo. Escribo mucho, mucho. Y espero.
– ¿Esperas?
– Sí. Espero el día en que acabe mi novela y, quién sabe, incluso la publique. Espero el día en que me encuentre con más de cuarenta años, solo, sin oficio conocido, sin novia, y no me importe. Espero el día en el que me enamore de nuevo. Espero el día en que me apetezca volver. Espero. Precisamente aquí, en la isla, he aprendido el valor de la calma, de la espera. Después de vivir años sometido a las exigencias de un dios tiránico y caprichoso, después de haber conseguido huir de aquel estridente planteamiento de perfección, después de haber dudado tantas veces a mi salida de la misma existencia de un dios, lo encontré aquí, en la isla. En el silencio. Es imposible cruzar esta isla de norte a sur sin acabar encontrándote con Dios en cualquier parte. En las arenas blancas de El Cotillo, en las arenas negras de la playa de Ugán, en el milagro de los cultivos en medio del desierto, cuando de repente vas por la carretera y de la planicie surge Tindaya en su enormidad, en el silencio absoluto de las noches, en los kilómetros y kilómetros de playas solitarias y doradas… Todo lo que deberían haberme provocado los cálices de oro y los sagrarios refulgentes, los vahos del incienso y el barroquismo del mármol, todo está aquí. Aquí está Dios, y no me pide nada a cambio de mostrarse tal v como es, sin mármoles ni maderas nobles ni barroquismos ni ornatos. Aquí está Dios en toda su sencillez y en toda su magnificencia. Aquí está Dios para quien quiera encontrarlo o incluso para quien ya no lo buscaba y de pronto se dio de bruces con él, como me sucedió a mí. La perfección no se centra ahora en cumplir escrupulosamente unas normas prefijadas, cuando has visto Fuerteventura le das cuenta de que la perfección está ahí fuera y no en tus oraciones. Durante estos tres años no le he pedido nada a Dios. Aquí, simplemente, me siento en sus manos.
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