»A partir de ese día me asignaron un guardaespaldas. Los domingos había un discípulo que me seguía a todas partes y, si yo decidía salir, él salía conmigo. Y se acabó lo de probarme vaqueros en El Corte Inglés. Yo avanzaba por terreno minado y resultaba inútil que tratara de asegurar cada uno de mis pasos, que extremara la prudencia, que me mostrara evasivo o fingiera indiferencia, y absurdo que mintiera para ocultar faltas, porque siempre acababa por hacer una pregunta de más o por dar una respuesta inapropiada. Metía la pata, y ese error en seguida hacía saltar una mina.
»Todo mi dolor, de noche, se deshacía en llanto. Era un llanto amargo, con aridez de fiebre. Mis compañeros, que por fuerza oían los sollozos, no me decían nada, porque debían respetar escrupulosamente el tiempo de silencio. Pero al día siguiente me caía ineludible una corrección fraterna. Eso de llorar era «mal espíritu», «buscarse a uno mismo», «dar mal ambiente», o «causar un mal cierto a Dios»…
»Y me llevaron al psiquiatra. Porque he olvidado decir que un discípulo no podía ir al médico solo, sino siempre acompañado por otro discípulo, ya fuese al dentista, al oculista o al alergólogo. Y siempre debías acudir a un médico de La Firma. Así que primero entraba yo solo a la consulta de aquel señor psiquiatra, luego, solía entrar el discípulo que me acompañaba y el psiquiatra comentaba con los dos… y, en alguna ocasión, entró mi compañero, sin mí. Las consultas con aquel señor no diferían mucho de las charlas que yo mantenía con el director. Básicamente yo decía que quería marcharme y él me insistía en que debía perseverar, y no hacía sino culpabilizarme de mi propia depresión, achacándola a la falta de generosidad, a un conflicto personal. Me pedía una mayor entrega, un mayor olvido de mí mismo, y me aconsejó, por lo menos en una ocasión, que leyera y meditara cartas del padre como terapia. Me recetó pastillas para dormir y ansiolíticos para la vigilia. A partir de entonces muchísimos días no me acordaba al despertar de cómo y cuándo me había acostado el día anterior, porque me iba a la cama absolutamente drogado, en una nube química.
»El material del botiquín estaba cerrado con doble llave: la del botiquín y la del armario en el que se guardaba. Recuerdo que una vez me dio un cólico muy fuerte y tuve que ir a pedir, doblado de dolor y a tientas, que, por favor, buscaran las llaves y abriesen cerrojos. Me cayó una reprimenda horrible por haber roto el tiempo de silencio y luego me pareció que pasaban horas mientras el director decidía sobre la conveniencia o no de administrarme un simple antidiarreico. Desde que me empezaron a medicar comprendí el porqué de tanto misterio: porque en los armarios había droga suficiente como para abastecer a un ejército, porque casi todos los discípulos estábamos medicados. Las cuentas de farmacia de nuestro centro eran astronómicas. Se encargaban los medicamentos a un establecimiento cuyos propietarios eran de La Firma, y que semanalmente enviaban a una chica con el pedido al centro. Uno de los discípulos era el encargado de administrar píldoras de todos los tamaños y colores, y hacía un recorrido nocturno por las habitaciones para depositar en mano de cada uno la dosis correspondiente al día. Hasta que me medicaron a mí yo no había entendido el porqué de ese ritual, y tampoco había preguntado, porque allí no se preguntaba nada. Uno aprendía la mansedumbre solícita, a lamer las paredes que lo tenían preso, a no intentar buscar la luz que le habían robado, a avanzar a tientas y en silencio, y a dar por bueno todo lo que veía.
»No sabía qué sería de mí ni cuál sería mi futuro. Participar en las tertulias me suponía una verdadera tortura, por eso estaba callado todo el tiempo. Hasta que un compañero me hizo una corrección fraterna: «Quería decirte que deberías sonreír más e intervenir en las tertulias y en las charlas, que tu silencio no es de buen espíritu.» Me quedé sin palabras, no por quien me había hecho la corrección, sino por quien la había autorizado: el propio director, que sabía perfectamente el tipo de medicación que tomaba y el calvario por el que estaba atravesando.
»Así que allí estaba yo, tragando doce pastillas diarias, deprimido, enfermo, solo, dolido, avergonzado, débil, frustrado, desvalido, impotente, martirizado, ansioso…, víctima, en definitiva, y sin ser capaz de dar el paso al frente necesario. Llevaba casi cinco años incomunicado de mi familia, de mi ciudad de origen y, lo que es peor, incomunicado de mí mismo. Encenagado en un pozo de confusión, de sentir el mal mezclado con el bien, de ser incapaz de identificar la procedencia o la razón de unos aguijones que se me clavaban en el alma, de presentir que algo o acaso todo andaba mal, muy mal, en mí y en el mundo, o al menos en el mundo que me rodeaba, y por debajo de todo aquello, mucho más hondo, aunque ni yo mismo lo hubiera detectado todavía, un turbio y maloliente, avasallador, sentimiento de asco que sentía crecer y crecer, amenazando con romper las paredes de aquel pozo y desbordar y arrollarlo todo a su paso, y precipitarme a mí en lo más revuelto y proceloso de la corriente.
» Y podría haberme quedado mucho tiempo si no hubiera intervenido el marido de mi madre. Yo iba a cumplir veintitrés años y llegaba el momento de que jurara lo que ellos llaman La Fidelidad, la incorporación perpetua a La Firma. En ese caso hay que hacer entrega de todos los bienes patrimoniales. También hay que testar a favor de un miembro de la fundación. Normalmente de ese trámite se encarga un notario que también sea discípulo y, por lógica, no se avisa previamente a los familiares de quien testa. La Firma protege sus bienes a través de un sinfín de vericuetos fiscales y contables, evidentemente diseñados para evadir impuestos. La Firma no tiene bienes, algunos de sus miembros sí. Esos miembros a favor de los cuales se testa suelen ser discípulos muy mayores que han demostrado ser de total confianza para ellos.
»Pero mi tío, el marido de mi madre, ya había conocido a personas que habían estado en La Firma y que habían perdido todos sus bienes, y sabía bien que es imposible recuperarlos una vez has salido de allí porque, según se recoge en las constituciones, la salida o el cese llevan aparejado el cese de los derechos y deberes mutuos, y en ningún caso se devuelven los bienes o el dinero entregados durante la pertenencia a la fundación. Esas personas le habían contado a mi tío que en los centros se intervenía el correo y las llamadas (creo que tampoco hacía falta que se lo contasen, pues resultaba evidente), así que para poder hablar conmigo no se le ocurrió nada mejor que fingir que a mi madre la habían internado y que se encontraba entre la vida y la muerte. Llamó al centro, habló con el director y debió de interpretar una escena digna de un Oscar, porque el director accedió a concederme el permiso para ir a visitar a mi madre urgentemente a Madrid.
»No me permitieron viajar solo, por supuesto, un discípulo me acompañó. En la recepción del hospital me esperaba mi tío, presuntamente para acompañarme a la habitación de mi madre. El discípulo insistía en ir conmigo, pero mi tío le disuadió. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al llegar a planta, descubro que mi madre estaba perfectamente, pero que mi tío no había encontrado otra manera para que ellos dos pudieran hablar a solas conmigo sobre el patrimonio que yo iba a ceder. En él se incluía la antigua casa familiar de mi padre, que yo había heredado, y de la que mi madre disfrutaba en usufructo. Mi madre no quería que pasara a ser propiedad de La Firma. De hecho, la mayoría de los edificios de los centros de la organización pertenecieron antes a familias adineradas. Mi madre y mi tío habían venido a pedirme que le cediera la casa a ella antes de testar. En aquella casa habían vivido mis padres, allí había nacido yo, estaba llena de recuerdos familiares, imborrables como cicatrices, impresos a fuego vivo en la memoria… Las mismas paredes le recordaban a mi madre que una vez fue feliz, que yo también lo fui, que lo fuimos los tres. Y ese motivo movió mi corazón, como el mismo cariño que nos habíamos tenido, que se había quedado adherido a las paredes de aquella casa que querían que cediera, impreso en la cal para que pudiéramos tener la certeza de que alguna vez fuimos familia. No familia de sangre, como decían en La Firma, sino familia de amor. Cuando me plantearon esa cuestión, empecé a llorar a sollozo partido. De repente sentí que me ahogaba, que no podía respirar, que me recorrían escalofríos por todo el cuerpo…, y empecé a sudar frío. El corazón se me desbocó y el pecho me dolía de tal manera que me doblé en dos, hasta tal punto que mi tío pensó que me había dado un ataque al corazón. Como estábamos en un hospital, llamaron a un enfermero. Me llevaron en camilla a la planta de urgencias, convencidos de que se trataba de un infarto. Resultó ser una crisis de ansiedad.
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