Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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– Sí, a mí de pequeña me pasó una cosa así. Iba a un colegio de monjas y también el confesor nos hacía preguntas de ese tipo. Lo peor es que yo ni siquiera entendía lo que me preguntaba. Me decía «¿Te tocas?», y yo le decía «Pues no sé, a veces, al ducharme, con la esponja…», porque no entendía ni lo que me preguntaba. Supongo que el confesor debió de pensar que me masturbaba en la ducha, cosa que yo no hacía… ¡Si tenía once años!

Gabriel intentó desechar, como una mosca que se aparta a manotazos, la imagen que aquella frase había conjurado: la de Helena masturbándose en la ducha.

– Sí, es el problema de la confesión. Como te toque un confesor poco capacitado, se puede convertir en una tortura.

– Pero ¿tú todavía te confiesas?

– A veces. Lógicamente, al salir de La Firma tuve una gran crisis espiritual, pero sigo siendo creyente. Voy a misa, y me confieso, sí. Pero no con sacerdotes de La Firma, desde luego. Ya os hablaré de eso más adelante, porque no quiero perder el hilo del relato.

»Verás, te he hablado de tres métodos de control: control de conducta, de información y de pensamiento. Falta el cuarto, que quizá sea el más efectivo: el control emocional. Toda secta intenta manipular y limitar la amplitud de los sentimientos de una persona. Es decir, no te dejan albergar sentimientos por nadie que no sea el líder de la secta. La Firma es posesiva como la más insegura de las novias, y tan celosa como la peor de las guardianas, y se comporta en ese sentido con un furor obsesivo y demente.

»A nosotros no nos dejaban conservar fotografías de nuestros familiares, mucho menos tenerlas en la habitación. Pero, eso sí, había retratos y fotografías del padre fundador por toda la casa. Y también… de su padre, de su madre, de su hermana.

– ¿De su familia?

– Sí, por todos lados, ¡pero nosotros no podíamos conservar fotos de lo que ellos llamaban nuestra familia de sangre, porque se consideraba que nuestra verdadera familia era La Firma! Y tampoco nos dejaban mantener mucho contacto con ellos. Las cartas que recibíamos llegaban abiertas, era la norma, el responsable del centro leía de antemano el correo recibido por los discípulos. Más tarde me enteré de que dicha práctica estaba expresamente prohibida por el Código de Derecho Canónico, además de estarlo, por supuesto, por el Código Penal. Respecto a las que nosotros escribíamos, debían pasar antes por la censura de nuestro director. El teléfono estaba instalado en lugares donde solía haber más discípulos, el cuarto de estar, por ejemplo, y ahí no podía haber ningún tipo de intimidad porque alguien podía escucharte y contárselo al director. Aun así, no me dejaban llamar más que una vez por semana, y con el tiempo restringido. Si nuestros familiares nos llamaban, solían decirles que no podíamos ponernos al teléfono hasta que simplemente se hartaban de hacerlo. El teléfono, por cierto, estaba bajo llave. Alguna vez intenté llamar a mi familia un domingo desde una cabina telefónica, pero como tenía que justificar absolutamente cada peseta gastada y las conferencias salían muy caras, casi no pude hablar.

»No se nos permitía tener amistades particulares. Yo, al principio, desarrollé cierta afinidad (conste que digo afinidad, no amistad) con otro de los discípulos. Cuando él se marchó a uno de los retiros mensuales, todos los discípulos, reunidos, le recibimos al llegar..Al saludarle, le abracé. Al día siguiente me cayó una corrección fraterna. «Aquí no nos abrazamos», me recordaron. Y era así. Allí no eran lícitos ni los abrazos ni los besos. Ni cogernos de la mano ni ninguna otra manifestación física de cariño.

»El director me llamó poco después y me citó una frase de nuestro padre fundador que él repetía a menudo: «Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas.» Con esa frase entendí que debía cesar la intensidad de mi trato con aquel amigo. Hasta entonces, nosotros dos íbamos y volvíamos juntos a la facultad, y lo mismo hacíamos al marcharnos. Pero el director me explicó que Dios nos lo pedía todo, y dentro de ese todo estaban los amigos cuando pasan a ser nuestros hermanos en La Firma, momento en el que teníamos que cortar nuestro trato con ellos. También me aclaró que entre los de La Firma no podía haber lo que él calificaba de amistades particulares, por lo que las cosas íntimas las podía tratar sólo con el director, con nadie más. A partir de entonces, nosotros dos íbamos y veníamos a la facultad a la misma hora, pero o bien lo hacíamos acompañados por otro discípulo o bien sin hablarnos en absoluto, como si no nos conociéramos, porque habíamos asumido y aceptado, por el compromiso de obediencia a los directores, que no podíamos tener amistad. Yo estaba deshecho, pero simultáneamente le pedía perdón a Dios por ser tan poco generoso con Él al resistirme a entregarle esa amistad.

»A los tres años de estar en la casa, el marido de mi madre (mi padrastro, debería decir, pero siempre me he referido a él como a mi tío) enfermó gravemente. Para poder visitarle en el hospital, en Madrid, debía pedir permiso. Me lo negaron. Cuando la cosa se agravó hasta un punto crítico me concedieron que hiciera un viaje relámpago a Madrid. No me permitieron dormir siquiera en la casa de mi madre, sino que tuve que dormir en un centro de La Firma en la capital. Regresaba allí en una tarde gris y me parecía que las nubes formaban extraños mapas de imposibles países con los que yo, prisionero como estaba, ya no podía siquiera permitirme soñar. Me abrieron la puerta, saludé al portero, yo subía la escalera triste y torvo, con un nudo que me apretaba en la garganta para cerrarle el paso al llanto… Me topé de frente con el subdirector, que empezó a recriminarme porque había llegado diez minutos más tarde de la hora de la cena.

– Menudo hijo de puta.

– Gabriel, no hables así.

– Gabriel tiene razón, era un hijo de puta. Ese detalle me hizo abrir mucho los ojos. Quería irme. Deseaba irme de allí prácticamente desde que entré, pero no reunía el valor para hacerlo. Me crié sobreprotegido y me habían educado para respetar a las figuras de la autoridad, a los que sabían más que yo. Además, en mi grupo eran todos muy buenos estudiantes, algunos estudiaban dos carreras a la vez con excelentes calificaciones. Y esos chicos no hablaban de irse. Y yo pensaba «en algo debo de estar equivocándome, el que falla soy yo, no La Firma».

»Para quien no haya estado atrapado es muy difícil entender por qué resulta tan complicado marcharse, incluso cuando uno no está encerrado bajo llaves ni candados, cuando, en teoría, podrías, simplemente, abrir la puerta e irte. De la misma manera que nadie entiende por qué tantas mujeres maltratadas no denuncian nunca, y aguantan en silencio su calvario hasta el día final en que su marido las asesina. Los miembros de sectas se sienten así porque nadie dice nada, porque nadie puede hablar. El que lo hace se siente solo, y equivocado.

»Además, yo estaba agotado, como un minero atrapado que ha perdido la lámpara y sólo confía en racionar el aire, en moverse lo mínimo, para poder sobrevivir. En principio se suponía que debíamos dormir seis horas, pero dado que se esperaba de nosotros las mejores calificaciones y que allí la mayoría compaginaba, como yo, su carrera con un trabajo para La Firma y estaba además yo inmerso en labores de captación y obligado a una constante asistencia a meditaciones, círculos, charlas y tertulias, en época de exámenes casi todos nos quedábamos estudiando por las noches, previa consulta para solicitar permiso, por supuesto, y bajo control de un discípulo mayor. Podíamos pasarnos un mes entero durmiendo entre tres y cuatro horas diarias. Entendedlo: después de varios años de jornadas laborales de dieciséis a veinte horas, siete días por semana, sin vacaciones ni tiempo libre, ni diversiones, ni pasatiempos, se vive en un mundo brumoso. Resulta difícil pensar con lógica.

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