Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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– … la paranoia.

– Por supuesto, te vuelves paranoico. Hiciera lo que hiciese, las correcciones fraternas, como las llamaban, me llegaban por todos lados y por auténticas nimiedades: «Has llegado tarde a la oración esta mañana», «En la misa cabeceabas y te ha faltado sobriedad en la comida», «Te has reído durante el tiempo de silencio», «Has cruzado las piernas en la tertulia»… Y siempre efectuadas con la misma sonrisa, ni dulce ni cruel. La sonrisa estirada, que se congelaba a medida que pasaban los segundos, la sonrisa del justiciero, de la superioridad sin benevolencia, de la cortesía despreciativa. Así conseguían hacerte sentir a la vez vigilado e inútil, poca cosa, como si nunca estuvieras a la altura de la excelsa tarea que se te exigía. Pero sobre todo pensabas que siempre había alguien al acecho, vigilando, que siempre te seguían aquellas retinas reticentes, clandestinas y fijas. Se trata de otra maniobra típica: divide y vencerás. ¿Sabéis que en tiempos del nazismo existía la policía judía? En la Polonia rural, por ejemplo, eran los propios judíos los que acompañaban a los miembros de la Gestapo a la hora de localizar a otros judíos, bajo la falsa promesa de que, a cambio, ellos y sus familias conservarían la vida.

– ¿Eso es verdad?

– Tristemente, sí.

– Y evidentemente, esas promesas no se cumplían.

– No. Siempre habrá informadores y correctores, siempre se intentará que unos individuos se controlen a otros, para que todo el mundo se sienta vigilado y entonces sea muy complicado que se formen alianzas contra el poder establecido. En La Firma, sin ir más lejos, estabas constantemente supervisado y siempre había mil y un permisos que consultar en dirección: que si te comprabas un paraguas, que si te cortabas el pelo, que si hacías una corrección fraterna… Todo estaba prohibido, no podías ir en coche con una mujer, no podías ser padrino de boda o bautizo, no podías celebrar el cumpleaños de familiares, no podías pedir apuntes a compañeras de facultad, no podías hacer llamadas telefónicas de larga duración, no podías excusar tu asistencia a una charla aunque estuvieras enfermo si no tenías el visto bueno de tu director, no podías quedarte en la cama si la fiebre no era muy alta, no podías dejar restos de comida que te habías servido en el plato, no podías tener amistades particulares, no podías ser tan gracioso, no podías ser tan serio, no podías dormir sin pijama, no podías ir sin calcetines, no podías usar pantalón corto, no podías ir a misa sin chaqueta y corbata y sin afeitar, no podías echar una cabezadita por la tarde, no podías no tener sueño una noche, no podías leer ese libro, no podías elegir temas de la oración, no podías, no podías, no podías, no podías… Tenéis que entenderlo: acababas dudando de ti mismo, inexorablemente, porque la imposición de culpas de todo tipo y género, incluso en personas adultas, es un formidable mecanismo de dependencia psicológica, afectiva y espiritual. Es como si un niño sádico te estuviera manejando por control remoto con el único interés de acabar desgastándote. Y un día estás tan fuera de ti que haces cualquier cosa, cualquier cosa que te pidan. Ponerte un cilicio, por ejemplo.

– ¿Un cilicio?

– Sí, un cilicio.

– ¿Existen de verdad? Yo pensaba que se trataba de leyendas urbanas, de cuentos que la gente contaba para dar mala imagen de los ultracatólicos…

– Pues sí, un día, como a los tres meses de estar en la casa, mi director me sale con «¿Estás siendo generoso con la mortificación corporal?». Le dije que no entendía lo que me decía. Me pasó un cilicio y me enseñó a usarlo. Lo probé aquella misma tarde y a los veinte minutos me lo quité pensando que volverían a pasar meses hasta que volviera a salir el tema en la charla, pero no. Esa misma semana me preguntó. A eso siguió una conversación con argumentos por las dos partes. El mío era: «¿Qué sentido tiene esto?» La mortificación corporal, el daño físico, «nos evitan horas del purgatorio», decían. El argumento del director, si seguías preguntando, si no estabas de acuerdo con el razonamiento, era que no había que buscarle el sentido, que si yo había entregado mi vida a Dios y a La Firma, no debía cuestionar decisiones. A partir de ahí, dos horas diarias de autotortura.

– Pero ¿por qué obedecías?

– Te lo he explicado, porque estaba alienado, agotado, confuso, paranoico. Y ahora le veo perfectamente la utilidad al cilicio: se trata de otro mecanismo de control, de asegurarse la sumisión, de humillarte de tal manera como para que pierdas toda la autoestima, porque si no te valoras a ti mismo te parecerá normal que otros hagan contigo lo que a ellos les parezca.

»Al año y pico de estar en La Firma, el director me propuso otra mortificación corporal, la disciplina, un látigo de cuerda que termina en varias puntas. Se usa sólo los sábados. Entras al cuarto de baño, te bajas la ropa interior y, de rodillas, te azotas las nalgas durante el tiempo que tarda en rezarse una salve…

– Estoy a punto de vomitar, es realmente asqueroso.

– Lo sé, a mí me avergüenza todavía contarlo y, creedme, no se lo cuento a casi nadie. Pero, con todo, la mortificación no era lo más humillante de ese tipo de vida.

»Había humillaciones que no eran físicas y que te laceraban igualmente. Por ejemplo, yo, que había sido siempre un inmenso lector, sufría al no poder escoger mis lecturas. Los libros se guardaban bajo llave y el director decidía cuáles podías leer. Existía el Índice de Libros Prohibidos, algo que en la Iglesia fue tradición pero que abolió Pablo VI. La Firma no quiso seguir las indicaciones del pontífice, al que consideraban culpable de muchos males de la Iglesia debido a lo que ellos consideran las liberalidades del Concilio Vaticano II, y mantuvo el índice a nivel interno, e incluso lo aumentó bajo su propio criterio. No te digo más que tal era la paranoia de las lecturas prohibidas que, para leer Mafalda, había que consultar al director espiritual. ¿Por qué ese control? Porque la información es el combustible que usan nuestras mentes para trabajar adecuadamente. Si una persona no cuenta con la información que se requiere para hacer juicios correctos, será incapaz de hacerlos. Por eso, en el centro teníamos que pedir permiso para leer cualquier libro, artículo, periódico o revista. Uno de mis compañeros de la residencia, uno de los pocos que estudiaban medicina, no podía leer la mayoría de los libros de su programa de estudios. Decía que rezaba al Espíritu Santo para que le trasmitiese el conocimiento. El pobre, en tercer curso, empezó a desarrollar hábitos nerviosos, tenía tics, guiñaba los ojos y la boca. Y nosotros fingíamos que no veíamos nada. Tampoco podíamos ni siquiera ver televisión solos, sin otro discípulo al lado, pero la verdad, casi nunca lo hacíamos, porque apenas disponíamos de tiempo.

»Cualquier secta o sistema totalitario impide a los suyos informarse, leer y escribir sobre determinados temas, especialmente los que dan una versión distinta de la que ellos presentan como verdadera. Un hombre es esclavo -y a la vez ignorante de su esclavitud- cuando sólo puede ver los puntos de vista que le impone un tercero. Por eso, en el sur de Estados Unidos se prohibía por ley que los esclavos leyeran. Y, por la misma razón, en muchas culturas a las mujeres se les ha prohibido escribir y aún en gran parte del mundo sus familias no quieren que vayan a la escuela, porque las educan para ser criadas y esclavas de sus maridos. En el régimen nazi, en el franquista, en el estalinista, en la China de Mao…, en cualquier dictadura los periódicos y los libros se someten a una estricta censura y se queman o se destruyen los considerados perniciosos. Un libro prohibido te puede costar la libertad, precisamente porque te la ofrece, porque te abre una ventana al mundo. Y, por eso, en aquella casa, el director decidía lo que podías o no leer. Te permitían leer los evangelios, los libros publicados por La Firma y las recensiones de los necesarios para tus estudios, es decir, el comentario o crítica que otro de La Firma, que, con licencia para ello, había leído y enjuiciado, pero incluso si insistías en leer esos libros porque lo exigía tu profesor para aprobar la asignatura, habías de pedir permiso con antelación y la mayoría de las veces la respuesta era un no tajante. No leíamos periódicos o, si había alguno, que solía ser el ABC, ya se habían recortado las noticias o anuncios publicitarios que el director consideraba pecaminosos o perjudiciales. Y, evidentemente, no podíamos tener radio ni equipo de música en la habitación.

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