»Tengo que explicaros cuál era la función de las mujeres en el centro. Según nos decían, allí vivíamos como una familia numerosa y pobre. Sin embargo, teníamos criadas, discípulas auxiliares, pero jamás intercambiábamos palabra con ellas. Si necesitábamos que trajeran el agua, el pan o la sal, se lo pedíamos al director. El hacía sonar una campanilla y ellas acudían prontas y diligentes. No podíamos siquiera mirarlas a los ojos porque lo teníamos expresamente prohibido. Creo que en total había tres mujeres que limpiaban y cocinaban. Nos referíamos a ellas como a las chicas de la administración, en plural, porque a nivel individual era imposible, ya que no conocíamos siquiera sus nombres, pero cuando se caía un vaso o había cualquier tipo de incidente, se nos decía: «No limpiéis eso, que lo hagan las de la administración, que ¡para eso están!»Aquellas discípulas que dedicaban su vida a lavar, planchar, fregar y cocinar, por supuesto, no tenían contrato alguno ni cotizaban a la Seguridad Social. Estaban allí por entrega a Dios, es decir, por entrega a La Firma. Habían sido captadas de igual manera que nosotros, por su estatus social, con argumentos similares pero adaptados a sus circunstancias: Dios les pedía una vocación de servicio doméstico, algo impensable en alguien que esté en su sano juicio. Nosotros no hacíamos absolutamente nada, ellas se encargaban de todo, porque La Firma considera que los discípulos varones no deben realizar ninguna tarea propia del hogar. Según ellos, la mujer ha nacido para servir porque son las culpables de que los hombres pequen. Eva es el ejemplo: la manzana, la tentación, el pecado, la caída. Esta separación entre varones y hembras también es propia de las sectas y los sistemas totalitarios. Se aplica prácticamente siempre. Porque si controlas el sexo, controlas la mente.
»A esas mujeres prácticamente ni se las veía ni se las oía, pero sí que se las sentía. Se habría dicho que eran hadas que mágicamente pasaban por las habitaciones y las dejaban limpias al toque de una varita. Trabajaban de nueve a doce de la mañana en nuestras habitaciones, y en ese horario estaba tajantemente prohibido acceder a esa zona.
»¿Cómo conseguían ese efecto mágico? ¿Qué cantidad de pasillos, pasadizos, escaleras, túneles, etc., se requerían para que las muchachas de la administración llegaran a la zona de residentes varones sin ser vistas ni oídas? Me las imagino como ratas caminando entre paredes, escondidas, cargando los baldes, los trapos y las escobas para no cruzarse nunca con nosotros, no encuentro otra explicación. Ese tipo de diferencias suelen ser comunes en los grupos sectarios: a los ricos se los capta para que donen su dinero, y a los pobres para que donen su trabajo. Creo que en casa de Heidi también existía un sistema parecido. Por lo visto, gente rica como tu hermana accedía en calidad de estudiante y pagaba cuotas, y la gente que no podía pagar acababa limpiando o trabajando en el huerto.
– No lo sé, la verdad, cuando estuve allí no me dejaron pasar más allá del umbral -repuso Helena-, pero sí es cierto que vi a mucha gente rastrillando en el huerto. Y desde luego, te puedo asegurar que Cordelia había hecho muchas transferencias, pero que muchas, de dinero a Heidi.
– Y algo más que no sabéis -añadió Gabriel-: Cordelia había hecho testamento a favor de Heidi.
– ¿Qué?
– Richard me llamó, pero no quería decírtelo aún, Helena. El caso es que, tras lo ocurrido, el testamento puede ser fácilmente invalidado, desde el momento en que se puede probar que hay una más que razonable sospecha de que se escribiera bajo coacción.
– Lo dicho: los ricos aportan el dinero y los pobres el trabajo -dijo Helena-. Probablemente en casa de Heidi existía también un sistema parecido porque allí no había gente ajena a ella, eso seguro, y alguien debía ocuparse de las tareas domésticas, ¿no? No me imagino a Heidi cocinando o haciendo su cama…
– Probablemente, porque todos los grupos sectarios utilizan patrones similares. Y desde luego, utilizan el mismo patrón de control mental para conseguir la sumisión y la obediencia ciega de sus acólitos: controlan la conducta, controlan la información, controlan el pensamiento y controlan la emoción. Es importante que recordéis el sistema: conducta, información, pensamiento, emoción, porque sólo así entenderéis cómo pudieron conseguir que Cordelia y todos los demás siguieran a Heidi hasta la muerte, literalmente hablando. En síntesis, ése es el sistema de cualquier secta, sistema totalitario u orden religiosa.
»Empieza por el control de la conducta. Todas las sectas, todas, controlan qué ropa usan sus fieles, qué comida consumen, cuándo duermen, y qué trabajos, rituales y acciones realizan. Lo mismo ocurre en un sistema dictatorial, cuanto más cerrado sea el sistema, más intervendrá en la vida privada de sus dominados.
»En mi caso, de la noche a la mañana mi vida se convirtió en un papel pautado donde había algo que hacer a todas las horas del día, todos los días de la semana, todos los días del mes, todos los días del año. Sin descanso. Todo estaba reglado: horario de normas en familia, horario de comedor, horario de limpieza de la administración y horario de entrega de ropa para lavar, que aparecía planchada y limpia a los tres días exactos, encima de tu cama, como por arte de magia, como va os he dicho antes. Imposible encontrar siquiera un pliegue para esconderte en aquella corriente inmóvil, imposible respirar a tus anchas cuando vives bajo el yugo del vulgar agobio de la rutina diaria, como una muerte sin rostro, cada día abriéndose no como una posibilidad, sino como una arcada.
»Cada mañana nos levantábamos a las seis y media y nos dábamos una ducha fría porque se suponía que el agua fría templaría nuestro espíritu. A las siete, meditación en absoluto silencio o meditación con un sacerdote; siete y media, misa en una capilla privada que había en el centro, cuyo aspecto poco tenía que ver con el voto de pobreza que presuntamente habíamos hecho. El suelo y las paredes eran de mármol, el techo de madera y pátina de oro, los bancos y reclinatorios de madera noble y tapizados en cuero. Los refulgentes brillos de los cálices, de los sagrarios, de la pátina de oro, la atmósfera cargada del anhídrido carbónico de los fíeles allí apiñados, el aroma de las numerosas velas, y el hecho de que asistieras a esa misa en ayunas, todo te inducía a un estado de trance, de mareo.
A las ocho desayunábamos. Después yo iba a la universidad.
– Al menos salías de la casa, no como Cordelia.
– Pero se trataba de una universidad controlada por La Firma, con profesores de La Firma. Y además, de entre los veinte estudiantes de primer curso de filosofía, seis éramos discípulos. No fue casualidad que mi director espiritual me indujera a estudiar allí. Los discípulos teníamos prohibido hablar con nuestras compañeras mujeres, y cumplíamos ese voto, cada uno convertido en el vigilante del otro. Por las mañanas tenía las clases y, por la tarde, después de comer y de la tertulia, rezábamos el rosario, y me marchaba al centro de investigaciones de historia moderna y contemporánea de la universidad, donde trabajaba como secretario. Firmaba una nómina pero todo lo que ganaba iba directamente al centro en el que vivía porque ya me habían hecho firmar, junto a la rúbrica de otro discípulo al que no conocía, que mi sueldo recibido en el banco se reenviara a la cuenta del centro. Nunca vi un céntimo de mi salario. Después, hacia las siete o las ocho, regresaba al centro. Estaba muy cerca de la universidad, y no tenía problema con el trayecto. Tenía que hacer quince minutos de lectura espiritual y tres minutos de lectura del evangelio. Después hacía la oración de la tarde, otra media hora. A las nueve y media nos sentábamos a cenar. En la cena, al igual que en el almuerzo, se daba por supuesto que teníamos que comer todo lo que había en el plato, nos gustase o no. A las diez teníamos una tertulia con el director, luego nos íbamos al oratorio a hacer examen de conciencia antes de ir a dormir y, a continuación, a la cama. Todos los días eran idénticos. Menos los sábados. Los sábados la rutina variaba ligeramente. En lugar de ir a la universidad, nos encargaban más labores de apostolado. Es decir, debía acudir a un club de niños escolares regido por La Firma y asistir a charlas, meditaciones, confesión y demás, e intentar convencer a algún chico que ya tuviera catorce años para que escribiera la famosa carta de petición de admisión que yo escribí en su momento. Era un verdadero agobio, ya que se suponía que los discípulos debíamos funcionar como captadores, de ahí que fuera importante que tuviéramos buen aspecto y buen apellido. Esto quiere decir que yo no iba al club a hacer de monitor de chicos, sino con la única y explícitamente encomendada misión de conseguir que alguno de los adolescentes que allí iban se sintiera atraído por La Firma. Así pues, tenía que estar dándoles charlas al respecto constantemente, seduciéndoles en nombre del Amor Divino. También se me exhortaba a que en la facultad captara a otros chicos y los imitara a las meditaciones del centro. Algunos domingos teníamos un poco de tiempo libre por la mañana, que aprovechaba para ponerme al día con mis estudios y, por la tarde, si no había emisión de vídeo de recuerdos del fundador, volvía a disponer de unas horas libres (¡mis únicas horas libres a lo largo de toda la semana!), que yo empleaba en seguir estudiando porque durante la semana no sacaba suficiente tiempo para hacerlo. Sin embargo, aunque fuera domingo, a las diez y media nos íbamos a dormir y comenzaba de nuevo el tiempo de silencio.
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