Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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»Los problemas llegaron con la adolescencia. Mis compañeros empezaron a reírse de mí cuando mi madre venía a buscarme al colegio. Yo me sentía muy avergonzado, pero por otra parte no me atrevía a enfrentarme a ella por miedo a herirla. Mis excelentes notas, que hasta entonces habían sido motivo de orgullo, me convirtieron en el blanco de las burlas y los desaires de muchos. Yo era el empollón, el rarito, el serio… los otros chicos no confiaban en mí. Hasta entonces había tenido amigos o había creído tenerlos, pero cuando empezaron a formarse las típicas pandillas de adolescentes, de alguna forma me sentí excluido. No me invitaban a sus fiestas ni a sus salidas, nadie me llamaba los fines de semana, y los días sin colegio se convirtieron en auténticas torturas.

»Recuerdo particularmente que cuando tenía quince años, en Nochevieja, me puse muy mal, no tenía con quién salir, con quién pasarla. Encerrado en mi habitación, imaginaba fiestas a las que no había sido invitado, chicas que estarían coqueteando con otros, risas que no compartiría.

»Poco después, mi madre se enamoró de un hombre. Él era católico como ella, de hecho se conocieron en la parroquia. Para mí, aquello fue un golpe enorme. Sentía unos celos espantosos y a la vez me sentía muy culpable por sentirlos. A los dieciséis me enamoré de una chica. Ella era muy parecida a mí: muy estudiosa, muy retraída. Muy dulce. Parecíamos destinados a acabar juntos. Después de un tiempo me dejó por otro chico. Supongo que todo el mundo ha pasado por algo así y a nadie le afecta tanto, pero a mí aquellos dos abandonos, el de mi madre y el de mi primera novia, me marcaron profundamente, y a veces creo que en cierta manera precipitaron lo que vendría después.

»Para resumir, era un muchacho de buena familia y mejor apellido (compuesto, por supuesto), serio, con excelentes calificaciones, con inquietudes interiores, sin ningún defecto físico evidente. Claramente encajaba en la categoría de valioso de acuerdo con los parámetros de La Firma, pero eso yo no lo sabía. Sin embargo, lo importante, lo que quiero que tengáis claro, sobre todo tú, Gabriel, es que la gente que ingresa en un grupo sectario no siempre es problemática ni vulnerable ni tonta ni está medio loca ¿Crees que Madonna es tonta? ¿Que lo es Tom Cruise, John Travolta? La Firma, al igual que la iglesia de la Cienciología, o ese extraño grupo que se basa en una poco ortodoxa interpretación de la cábala judía por parte del rabino Berg, no está reconocida como secta, pero sin duda lo es. Nadie ha reconocido que La Firma sea una secta, más bien todo lo contrario, es una institución religiosa muy peculiar; de puertas para fuera es una organización católica. Lo importante, repito, lo que quiero que tengáis en la cabeza es qué cualquiera, cualquiera, puede ser captado. La diferencia es que, si destacas, eres llamativo, inteligente, rico, si tienes algo que ofrecer, harán lo que sea por captarte, desplegarán estrategias de seducción que no imaginaría ni el hombre más enamorado y, una vez estás dentro, los métodos de programación y lavado de cerebro son muy efectivos, creedme. Por favor, Gabriel, quiero que entiendas que tu hermana no era una loca ni una tonta. No la conocí pero imagino que era una mujer muy inteligente y valiosa que tuvo la mala suerte de estar en el lugar equivocado en el momento menos propicio. Es decir, de estar cerca de la secta cuando más vulnerable se sentía, eso es lodo. ¿Lo entiendes?

– Sí, creo que sí.

– Del mismo modo que estuve yo: en el lugar equivocado, en el peor de los momentos, extremadamente vulnerable y con las inseguridades propias de la adolescencia. Me había hecho amigo de otro chico de mi clase, no tan tímido como yo, pero serio también él. Un día, ese chico me dijo que si quería acompañarle a una charla a la que él iba a asistir, impartida por un sacerdote que hablaba muy bien en una casa por la que iban jóvenes católicos. Yo me había educado en la fe católica, mi madre era creyente, y estaba destrozado tras la ruptura con mi novia. Me pareció que me ofrecía una tabla de salvación.

»A esa edad me consideraba bastante maduro intelectualmente, y quizá lo fuera. Era un ávido lector. Con cierta frecuencia, los discípulos de La Firma tienen un cociente intelectual alto. Es criterio de selección, sobre todo para los hombres. Al menos en lo que se refiere a la inteligencia racional, no emocional. Yo, desde luego, carecía de inteligencia emocional, pese a que todo el mundo me consideraba un superdotado. Como había sido un niño tan sobreprotegido, era extraordinariamente tímido, y la chica que me dejó se había llevado la poca autoestima que tenía, conviniéndome en un negado para las relaciones sociales.

»En fin, acudí a esa charla y a la salida se acercó un chico que vivía allí y me preguntó si me había gustado. Le dije que sí y me pidió el teléfono para avisarme de más actividades. A la semana siguiente me llamó para una meditación que tenía lugar todos los viernes, y empecé a asistir regularmente. No habían pasado ni cuatro semanas cuando se añadieron los retiros del tercer sábado de mes, que se dividían en una charla, dos meditaciones y la confesión.

– Sí, lo de Cordelia también empezó así. Antes de ingresar en la casa, acudía a meditaciones… al menos tres veces por semana.

– Pues te explico cómo era lo nuestro, porque muy probablemente el sistema que conoció Cordelia fuera similar. Para la meditación, entrábamos en una habitación oscura, apenas iluminada por una lámpara situada sobre una mesa cubierta por un paño aterciopelado oscuro para que pudiéramos ver al sacerdote, que, vestido con sotana, nos leía un fragmento del evangelio sobre el que él mismo iba reflexionando en alto. Había también unas velas muy cerca del sagrario, de tal manera que parecía que desde allí emanara una luz celestial. Aquel ambiente denso, misterioso y ligeramente tétrico que se creaba no era casual. Todo estaba reglado por La Firma (el tamaño de la mesa, de la lámpara, el tipo de paño oscuro…), según me enteré más tarde, para conseguir un efecto semihipnótico, mesmérico. Y todas las consignas del sacerdote se emitían en segunda persona: TÚ estás llamado a hacer cosas grandes, TÚ puedes ser santo si haces lo que Dios te pide, TÚ no puedes ser como el joven rico del evangelio que fue un cobarde cuando Jesús le dijo que lo siguiera… Para colmo, en aquel espacio reducido nos agolpábamos varias personas, las ventanas estaban cerradas y, en las bendiciones, quemaban incienso. Es decir, todo adquiría una dimensión mágica y, además, estabas siempre medio mareado por la escasez de oxígeno, que, como sabéis, a veces provoca una especie de semitrance. El truco funcionaba. Funcionó en un adolescente impresionable como yo era.

– Sí, Cordelia también era una chica muy impresionable, pero no sé… Me cuesta creer que se rindiera ante un truco tan burdo.

– Eso es sólo el principio. No se trata únicamente de las meditaciones. Normalmente actúa alguien que hace las veces de un seductor, de un captador…

– ¿Heidi?

– Probablemente, o quizá alguien elegido por ella. En mi caso se trató de un sacerdote joven, excepcionalmente atractivo, de personalidad arrolladora. Era un orador magnífico, y sus meditaciones estaban plagadas de anécdotas heroicas, de las que él era protagonista, lo que engrandecía aún más su imagen. Luego, ya siendo discípulo de La Firma, me di cuenta de que la mayoría de las historias eran inventadas, y que casi todos los sacerdotes relataban las mismas anécdotas, con ligeras variaciones. La de cómo convenció a una joven de que no abortara y más tarde a su seductor para que se casara con ella la oí protagonizada por lo menos por veinte sacerdotes diferentes.

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