Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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De noche, el mar era azul oscuro, casi negro, extrañamente fluorescente allá donde rielaba la luna, y ambos se dormían escuchando el rumor de las olas que se sucedían en Punta Teno.

Esa mañana se habían levantado tarde y el baño se había alargado casi hasta la hora de comer. El mar había envuelto a Gabriel en un abrazo total, le lamía la espalda, el vientre, el antebrazo, las piernas, y le cortaba el aliento de frío y de placer. Regresaban felices y cansados, en traje de baño y chanclas, con las toallas al hombro, cuando se fijaron en un todoterreno aparcado frente a la casa. De lejos, Gabriel reconoció primero el coche y, a partir de ahí, la silueta del hombre que se apoyaba en el capó. Era Virgilio. A Gabriel le gustó verle allí. No estaba tan seguro de que Helena pensara lo mismo, así que se tranquilizó al ver que ella le dirigía al hombre rubio una amplia aunque algo tímida sonrisa de bienvenida.

– ¿Cómo nos has encontrado?

– Ha sido complicadísimo: hay tantas casas en Punta Teno… -ironizó Virgilio-. Pero para un guía como yo, no ha resultado difícil. ¿Me invitáis a pasar?

– Sí, claro. Entra. -Gabriel la notaba indecisa, cohibida, asintiendo con un ademán ambiguo, tal vez remotamente asustada o desconfiada-. ¿Qué quieres tomar?

– Un vaso de agua. Me estoy deshidratando, llevaba un rato esperándoos.

– ¿No prefieres una cerveza? -preguntó cortés Helena.

– Si tienes…

– Claro. Sentaos en el porche si queréis. Ahora vuelvo.

Gabriel y Virgilio se sentaron en el porche. Al poco, Helena regresaba con tres cervezas.

– Realmente es un sitio excepcional. ¿Cómo habéis conseguido que os dejaran edificar aquí?

– La casa llevaba aquí siglos. Es una antigua casa de aparcero rehabilitada. Es alquilada -explicó Helena-. Hay otra parte en la que se instalan los propietarios.

– Pues es un sitio maravilloso. Merecía la pena venir a buscaros, incluso si no os hubiese encontrado en casa.

– ¿Por qué no has llamado antes?

– Porque quiero invitaros a comer, y pensé que cara a cara no me podríais dar nunca una negativa.

Helena sonrió. No sonreía mucho en aquellos días, y esa sonrisa convenció a Gabriel de que debían aceptar la invitación.

– Y… ¿por qué quieres invitarnos a comer? -preguntó ella.

– La respuesta fácil sería porque me gustáis, o porque liemos compartido mucho juntos. Y sería verdad, ambas respuestas serían sinceras pero no del todo, porque en realidad estaría ocultando la verdadera razón por la que he venido a veros. Que coexiste, por supuesto, con las otras dos razones. Verás, Gabriel, después de nuestra conversación en el hotel, no pude dormir. No pude dormir dándole vueltas a algo que tú me habías dicho: que no podías entender cómo tu hermana se había metido en una secta. Y que necesitabas entenderlo. Entonces, esa noche, en la soledad del hotel, estuve dando vueltas en la cama mientras pensaba que quizá sí que existe un orden, un plan divino, pero que nosotros no podemos entenderlo…

– Es curioso: eso es exactamente lo que pensaba Cordelia -dijo Helena.

– Sí, una persona con inquietudes espirituales, como lo era tu amiga, suele pensar así, es lo normal. Quizá las casualidades sean simplemente eso, casualidades, o quizá no. Y, si te paras a pensarlo, resulta una extraña coincidencia que fuera precisamente yo quien os condujo hasta Heidi.

– Y ¿por qué?

– Porque es raro. Estadísticamente, no tan probable. Si fuerais creyentes, diríais que es casi un milagro.

– ¿El qué? ¿Qué nos quieres decir?

– Que puedo explicarte perfectamente cómo entró tu hermana a formar parte de esa secta, cómo la captaron, cómo le lavaron el cerebro, por qué perdió la voluntad…

– ¿Conociste a Cordelia? ¿Es eso lo que quieres decirnos?

– No, pero estuve en una secta. -Y, tras una pausa en la que ni Gabriel ni Helena acertaron a decir nada, Virgilio añadió-: Y ahora, ¿queréis venir a comer conmigo y os lo cuento?

13

VIRGILIO

– Como quizá hayáis supuesto ya, provengo de una más que buena familia. Mi padre falleció cuando yo tenía cinco años. Un tumor. Soy hijo único. Mi madre era, y es, una mujer encantadora pero muy tímida, muy discreta, callada y grave. Mi padre fue su primer amor. Se conocieron muy jóvenes, las familias eran amigas… Con eso quiero deciros que mi madre no tuvo que seducirlo, porque no habría sabido hacerlo. Es una mujer exageradamente tímida. Cualquier interacción le creaba un considerable estrés. Recuerdo, por ejemplo, que si íbamos al mercado y el carnicero la estafaba con el cambio, ella no se quejaba; sencillamente, no volvía a comprar en aquel puesto. No era una madre de perlas y pieles, sino de delantal y cazuelas, de dedal y tijeras, de mecedora y regaños, de termómetro y cuentos, una madre que habría querido tener más niños. Tras enviudar de mi padre, contaba con un par de amigas a las que conocía desde la infancia, pero no volvió a hacer nuevas amistades. Su mundo era yo. Se levantaba, preparaba mi desayuno, me vestía, me acompañaba al colegio, regresaba a casa, hacía la compra, preparaba la comida, hacía las tareas del hogar, me iba a buscar al colegio, se sentaba a mi lado, hacíamos juntos los deberes, preparaba la cena, cenábamos juntos, me bañaba, me acostaba, me leía un cuento y después ella misma se iba a dormir. Como veis, toda su vida giraba en torno a mí. Yo la adoraba y la consideraba la mejor madre del mundo. Estábamos tan unidos que sentía en mi sangre el pulso de la suya. Os cuento esto porque creo que parte de la razón por la que fue fácil captarme es que fui un niño sobreprotegido, aunque lo cierto es que cualquiera puede ser captado. Es verdad que aquellos con carencias afectivas o que no tienen muchas habilidades sociales son más vulnerables, pero el perfil de un acólito no es uniforme excepto por una cosa: si la secta te capta es porque le pareces valioso. A Ea Firma, por ejemplo, le interesaban más los que tenían dinero o lo tendrían en un futuro por ser hijos de familias adineradas; así pues, activaban todos los mecanismos posibles para captarlos como discípulos, como una especie de socios de honor que se entregarían en cuerpo y alma a la institución, y ésta dispondría dónde vivirían, incluso enviándolos a otros países y siempre residiendo en los centros de la secta. Se decía que para ser discípulo había que ser inteligente o aceptablemente pudiente, y yo era ambas cosas. Los que eran más del montón, bien por su condición social, por su educación menos esmerada e incluso por un físico poco agraciado, solían captarse bien como socios agregados, que vivían fuera de los centros pero se mantenían célibes, o bien como socios colaboradores, es decir, que podían casarse y tener hijos pero entregaban el diezmo, el diez por ciento de lo que ganaran, a La Firma. Tu hermana, según tengo entendido, era inteligente y rica…

– Y también vulnerable.

– Y guapa, ¿no?

– Mucho.

– Hay otro aspecto que no solía mencionarse pero del que me di cuenta con el tiempo. Los discípulos, los socios de honor de La Firma, casi nunca eran feos, o si algunos, muy pocos, lo eran, se debía a que merecía la pena captarlos por su patrimonio y no se les exponía mucho cara al público. El atractivo físico contaba, dado que los socios discípulos son el escaparate de La Firma. Hace tiempo que dejé atrás la falsa modestia, y sé que a aquella edad yo era el clásico chico guapo: alto, rubio y atlético… En mi colegio, la instrucción religiosa era aburrida y decepcionante. Se hablaba mucho de tenderle la mano al hermano necesitado, pero el tal hermano necesitado nunca nos fue presentado formalmente. Tampoco se enseñaba doctrina. Yo fuí siempre el mejor de los estudiantes. Gran parte del mérito se lo debo no a mi cabeza, sino al esfuerzo de mi madre, que durante todos y cada uno de los días de mi época escolar hizo los deberes conmigo, aprendiendo a medida que aprendía yo. Y podría decir que fui un niño feliz, o al menos creía serlo.

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