»Nosotros no podíamos leer lo que leían los demás… Y viceversa. Ninguna publicación de La Firma, exclusiva para los que ya eran discípulos, debía ser leída por ojos ajenos. Por la noche se contaban lo que llamábamos escritos internos para ser depositados luego bajo llave. Y, si faltaba alguno, todos arriba, fuera de la cama, a hacer memoria, a buscar el escrito desaparecido. ¡Nadie podía volver a acostarse hasta que apareciera! Podía leer en los ojos del director el pánico de que algún papel hubiera caído en las manos indebidas, que eran las de quienes no pertenecían a La Firma.
– ¿Por qué? ¿Nadie podía leer los papeles de la organización?
– No, ni las constituciones, ni los reglamentos ni las cartas del padre fundador ni nada por el estilo. Incluso muchos discípulos tampoco tenían acceso a ellos, desconocían de su existencia, y esos documentos especiales se guardaban bajo llave en la habitación del director. La Firma controla la información en ambos sentidos. Y, tal y como controlan la información, controlan el pensamiento.
– Eso es imposible. El pensamiento es el último reducto. Nadie puede entrar en tu cabeza, nadie puede pensar por ti.
– Sí, querida mía, sí se puede. Lo consiguen. Acabas como preso de un hechizo, como un ciego que ya no busca la luz que le robaron y se limita a tantear paredes en silencio. Sencillamente, sólo podías pensar en cosas de La Firma. Meditación, misa, recitación del rosario, oraciones en latín, lectura espiritual, examen de conciencia al final del día, confesión, confidencia fraternal con un director, el círculo o charla sobre una virtud… También había un día de retiro mensual y un curso anual, fuera de nuestro centro y de la ciudad. Nunca había tiempo libre, nunca. Y, cuando íbamos en el autobús o caminábamos en grupo, se nos animaba a rezar todos juntos el rosario u otras oraciones para que tuviéramos la mente entretenida. La cuestión es que no nos quedara tiempo para pensar ni, mucho menos, para conversar entre nosotros. Esto último estaba severamente prohibido, sólo podías hablar desahogadamente con quien estaba establecido por la dirección, con quien normalmente tenías poca o nula afinidad. Entre aquella gente mezquina y triste, no podías decir jamás yo sino nosotros.
»Nos suministraban el impreso de una hoja de normas con treinta y una columnas verticales (una para cada día del mes), cada columna dividida con sus correspondientes líneas horizontales, para ir anotando si habíamos cumplido o no cada una de las normas, los rezos o mortificaciones que debe vivir un discípulo. Por eso, en cuanto te saltabas un solo rezo y veías esa columna vacía te sentías tú mismo vacío, como el cauce de un río seco, y amargamente culpable: sentías que habías fallado a La Firma, como si hubieras cometido un pecado grave. Ahora lo pienso y veo las tonterías que hacía, pero entonces, creedme, estaba completamente entregado a la causa, hipnotizado, uncido al yugo de sus obligaciones.
»Aparte del impreso de normas que se debía rellenar, había un encargado de escribir un diario. Era un diario del centro que redactaba el discípulo al que se le designaba tal encargo pero, como la gente se iba o cambiaban de casa, no era difícil que te tocara escribirlo durante una temporada. Cuando me dieron ese encargo, muy pronto aprendí a escribir lo que mi director quería leer, y aprendí a callar parte importante de la verdad: el lado oscuro pero real… Jamás hablé de mis dudas secretas, de mis angustias ni de las que veía en los que me rodeaban, del miedo de haberme convertido en poco más que un cuerpo vacío, en una mera concha de caracol… No, sólo de la felicidad de estar en La Firma y de mi encendida entrega y de la de los demás a la causa. De una alegría enferma y envenenada, que nada tiene que ver con la alegría pura de los niños.
»Mentí a sabiendas, pero a sabiendas de que no engañaba a nadie. Ni al director, ni a mí mismo. Eso no importaba. Lo único importante es que quedaran los papeles bien guardados en los archivos, diciendo lo que tenían que decir. Ese diario lo leía el director, por supuesto, pero también lo leían y lo supervisaban otros, los de arriba. Y cuando acababa el cuaderno, no podía quedármelo. Lo archivaban y me daban otro en blanco.
– Rayco nos contó que Heidi también obligaba a sus acólitos a llevar un diario.
– No me extraña nada. Se trata de una práctica habitual en cualquier secta.
– Pero uno de sus discípulos escribió dos diarios, uno para Heidi y otro real. El real lo escondía debajo del colchón, la policía lo encontró y los ayudó mucho a reconstruir los últimos chas en casa de Heidi.
– Sí, alguna vez llegué a pensar en escribir otro cuaderno, pero en aquel centro había demasiado control, y ningún lugar para esconderlo. Además, no sólo el cuaderno servía de instrumento de control. Estaba la confesión, sin ir más lejos. Un día el director del centro me llamó a su despacho para reprenderme porque yo, en mi tiempo libre del domingo, había ido a una feria del libro y había estado hojeando libros prohibidos por La Firma, El capital de Marx entre ellos. Me dijo que se trataba de un acto gravísimo. Me quedé atónito, porque eso yo sólo se lo había contado al sacerdote que me confesaba. Estupefacto, en la siguiente confesión le planteé esta cuestión al cura. Y, sí, me admitió tranquilamente que se lo había contado al director. «¿Ha violado el secreto de confesión?», pregunté escandalizado. «No, en realidad, no», respondió él. Y me explicó por qué. Veréis, siempre había que confesarse con el sacerdote de La Firma asignado bajo amenaza de expulsión. No te permitían la confesión con ningún otro. Pero la confesión propiamente dicha era muy breve, en seguida recibías la absolución. Ya continuación el sacerdote empezaba a hacerte preguntas. Para La Firma, esas preguntas y respuestas ya no forman parte del secreto confesional. Pero hasta entonces, yo daba por hecho que sí, porque nadie me había explicado la diferencia. Es decir, que todo lo que había revelado durante los tres años que llevaba en aquel centro, creyendo que me amparaba el secreto de confesión, todas mis inquietudes más íntimas y profundas, se divulgaban. Desde entonces, aprendí a mentir, no me quedó más remedio. No en la confesión, sino en la charla posterior. No hablaba de mis dudas, ni de lo mucho que echaba de menos a mi madre, ni de las mentiras que contaba en los diarios. Sólo decía lo que querían escuchar: que me arrepentía de no haberme mortificado absteniéndome de tomar postre o de no haber sido más amable con un compañero, cosas así. Tonterías, en realidad. Mentiras que zumbaban en el vacío como los moscardones ante un vidrio. Como si tuviera seis años. Fue una hazaña heroica la de no ser sincero, porque mentía con la conciencia de que esos engaños salvaban mi integridad. La mentira, en realidad, fue un túnel, por donde permití cruzar a la verdad.
»A partir de entonces el director del centro y mi confesor ya no guardaban siquiera las apariencias. Si yo contaba al sacerdote, por ejemplo, que echaba mucho de menos a mi madre, ya sabía que pocos días después el director me aleccionaría sobre las diferencias entre la verdadera familia, La Firma, y la familia de sangre, la biológica.
»El confesor me preguntaba a menudo si yo tenía pensamientos impuros, y cuáles eran y con quién. Si albergaba deseos sexuales, si me masturbaba, cómo lo hacía, cada cuánto tiempo, en qué pensaba mientras lo hacía, cuánto tardaba en conseguir placer. Las preguntas eran tan precisas que sospecho que el director extraía algún placer perverso de las respuestas. Yo al principio decía que jamás pensaba en eso. Y era la pura verdad. Estaba tan cansado que había perdido por completo la libido. Pero el cura no me creía, así que me inventaba fantasías muy edulcoradas. Y le aseguraba que no me masturbaba, que sólo tenía sueños eróticos y poluciones nocturnas. Me daba asco contarle cosas tan privadas a aquel señor, mucho más sabiendo que luego las divulgaría, pero muchos de mis compañeros eran más ingenuos que yo, confiaban y lo contaban todo.
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