Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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»Cuando no se puede pensar, cuando uno siente que apenas sobrevive cada día, no piensa en salir o en rebelarse, sólo en dormir. Uno sigue y sigue y sigue, como un muñeco de cuerda, sin más voluntad ni propósito que el de seguir avanzando en círculos. Y uno se encuentra increíblemente perdido pero no tiene el hilo para salir del laberinto. Yo flotaba como en una noche perpetua, como si se me hubiera confundido el curso del tiempo en una red de tinieblas incansables, y todo cuanto deseaba era concluir el día, descansar un poco.

»Otra razón por la que me quedaba era que no tenía dónde volver, ¿adónde regresar cuando te has escapado como un gato nocturno, como un pájaro que huye entre las ramas? En La Firma, el punto de partida era el olvido, a través de aquellas reglas dementes que promovían el abandono y asesinaban la esperanza. Yo entendía muy bien que el pasado no volvía y que ya no sería nunca más el que fui. Era como un surco vacío, un aliento mudo, un río seco. Ya mí me devoraba la nostalgia de los lugares y los afectos perdidos, por más que sabía bien que no serían como los recordaba, porque la nostalgia no es más que una mentira. En casi todos los grupos, en el curso del tiempo, uno rompe con el propio pasado. Ya no ve a la familia ni a los amigos. En muchos casos, ya no se tiene contacto con el mundo exterior. Yo con mi madre apenas hablaba, más allá de una llamada cortísima e intervenida por semana y de un cruce aséptico de cartas impersonales. Ya os he explicado que en La Firma se insiste mucho en que hay que cortar los lazos con los que ellos llaman la familia de sangre porque si no se incumplen los compromisos para con la organización, que se convierte en la verdadera familia. El que entraba en La Firma, por ejemplo, se comprometía a no asistir a bodas o bautizos y no podía ser padrino de ningún niño, porque eso habría supuesto adquirir un vínculo fuera de la familia espiritual.

– Lo veo tan claro… Desde que Cordelia entró en la casa de Heidi, no volví a saber de ella, ni siquiera una llamada.

– Da por hecho que le insistieron para que cortara todo contacto contigo. Siempre lo hacen. Y, como no tienes amigos ni familia, el universo entero pasa a ser el grupo. Después de vivir en un ambiente donde todos piensan y actúan de la misma manera, se reduce la perspectiva y se atrofia la capacidad para comunicarse. Yo, por ejemplo, pensaba a menudo en marcharme, pero ¿adónde iría?, ¿qué haría?, ¿quién me aceptaría? Mi vida había quedado limitada entre dos signos de paréntesis que sólo contenían a La Firma. No tenía amigos, no sabía realizar la más mínima tarea doméstica, no había trabajado nunca fuera del entorno de La Firma… ¿Iba a salir solo a enfrentarme a la corriente, al oleaje, en una balsa medio hundida? Quieras que no, durante esos años me habían ido convenciendo de que quien se marchaba no era feliz fuera porque arrastraba la carga de la deserción, de la infidelidad, de la traición…, y yo pensaba que no podría sobrevivir en un mundo que, sin el cobijo de La Firma, se me volvería hostil y desconocido.

»Me había entregado a La Firma, había invertido en ella mi adolescencia y mi juventud, no podía dejarla así como así. Me abrumaban la vergüenza y la culpa. «La gente honorable y decente -solía decir mi madre- no abandona con facilidad los compromisos.» Y, para colmo, en muchos sentidos, yo no era un adulto, no sabía valerme por mí mismo, nadie me había enseñado, toda mi vida estaba reglada por las decisiones de otros, no había un solo minuto de mi vida, ni una parcela mínima de mi tiempo, en la que me desenvolviera como autónomo. Bajo la poderosa combinación de fe, lealtad, dependencia, culpa, miedo, cansancio, presión de los pares y falta de información en la que vivía, todo pensamiento de acción independiente me parecía impensable. Había asumido mi condena y mi cárcel como parte de mi destino, no buscaba ni limas ni llaves ni túneles ni planes de salida, sólo dejaba el tiempo pasar e intentaba pensar lo menos posible en que allá fuera, más allá de mi cárcel, había vida, alegría, amor, placer.

»Pero aquello era como una fiebre que no remitía. Poco a poco empecé a cometer pequeños actos de rebelión. Una rebelión ínfima de pensamientos peregrinos, de tonterías que os sonarán infantiles pero que para mí resultaban grandes proezas. Porque, cuanto más se torcían mis pasos, más sentía yo que avanzaba por el único camino posible. Dejé de ponerme el cilicio, por ejemplo, y por supuesto mentía y decía que lo utilizaba sin saber entonces como sé ahora, una vez he salido, que semejante mentira era práctica común. En La Firma no se merienda los sábados, pero yo me compraba una palmera de chocolate a la salida de la facultad, la escondía en la cartera, y luego la engullía en el cuarto de baño, no porque tuviera hambre en realidad, sino sólo porque no me permitían hacerlo. Otras veces me iba a El Corte Inglés, escogía cuatro o cinco pantalones vaqueros, me iba al probador, me calzaba un pantalón tras otro y me miraba al espejo durante largo rato, disfrutando de aquella imagen que sentía tan mía: aquel chico del espejo, en jeans, era mi verdadero yo.

»Lo que sí era verdad es que desaparecía gente y más gente. Y cada vez entraban menos. A las clases de filosofía del primer año asistíamos veinte alumnos. En segundo, diez. En tercero, cinco… Pero yo me crecía. «¡Soy de los buenos! -me decía-, ¡me mantengo en la barca!» Es cierto que la escasez de alumnos de filosofía en la última década en la universidad ha sido notable. Cuando yo me fui, no creo que llegaran a cinco los alumnos matriculados en primer curso. Era lo lógico, los alumnos se ahogaban. La filosofía sin libertad carece de sentido.

»Con el paso del tiempo comencé a vivir dos vidas: una real, mi vida como discípulo en un centro, y otra ilusoria, donde me veía fuera de aquel mundo: el hombre imaginario que yo era, libre y feliz. Y viajaba, y amaba, y sentía…, y subsistía alimentándome de sueños. En alguna charla con mi director decía lo que sentía, que aquello me venía grande, que no quería seguir, que La Firma no era para mí, pero la única respuesta que obtenía siempre era la misma: «Si te vas, prepárate, porque a un discípulo que se fue a la semana lo atropello un autobús, otro que se casó con una discípula muy mona falleció de un ataque fulminante y quedó viudo, y a otro se le paró el corazón cuando compraba El Pais en el quiosco. A otro lo encontraron con la cara comida por los gusanos dentro de un plato de sopa a la semana de morir de un infarto, solo, en la habitación de la casa en la que vivía.» Dios, se me repetía, no perdona a los traidores.

»Suenan a historias infantiles, que es lo que eran; cuentos de viejas. Y dice mucho de mi condición infantilizada el hecho de que yo las creyera. «Estás pasando una mala temporada, todo se arreglará. Hay mucha gente rezando por ti, para que sigas adelante», me decía mi director. «La vocación es para siempre; si la abandonas, no serás feliz. Si la abandonas, te condenarás», me decía mi director. «Si no has sido fiel a tu vocación, tampoco serás fiel a un amor humano», me decía mi director. «La fidelidad de muchos depende de tu fidelidad», me decía mi director. «Dejar La Firma no arreglará tus problemas, te los llevarás completos», me decía mi director. «Quien pone su mano en el arado y mira atrás no es apto para el reino de Dios», me decía mi director. «Si luchas y te dejas ayudar, la luz volverá a tus ojos», me decía mi director. «El tesoro más grande que Dios te ha dado es el de la vocación», me decía mi director… Esas ideas, repetidas una y otra vez, las escuchaba no sólo de boca de mi director, sino también en círculos, retiros, meditaciones, lecturas y charlas. Y, como yo amaba a Dios, me comía una angustia desgarradora y constante, fruto de la contradicción entre el deseo de marcharme y el temor a cometer un gravísimo error. Pero un día el director que tanto pontificaba y que tantas frases tenía a mano cruzó la raya: me dijo que, al dudar de mi vocación, había incurrido en un pecado mortal. Establecer a la ligera que determinada acción no contenida en los mandamientos ni en el catecismo de la doctrina cristiana constituye un pecado mortal es crear mandamientos que jamás ha puesto la Santa Madre Iglesia. Y así se lo dije: el hombre imaginario se había materializado. El borrego sumiso quería abandonar el rebaño.

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