Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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14

GABRIEL TOMA UNA DECISIÓN

En el fondo de la maleta de Gabriel había un jersey negro que no se había puesto en todo el viaje. Era un jersey de cachemira que Patricia le cogía prestado a veces. A ella le llegaba por encima de las rodillas, como si fuera un vestido, y cuando se lo ponía con unos leggins y unas zapatillas de baile, parecía una especie de Audrey Hepburn rubia. La propia Patricia lavaba a mano el jersey en el lavamanos, con un jabón especial para prendas delicadas, y lo dejaba secar entre dos toallas, extendido sobre la cama de la habitación de invitados, tal era la devoción que le tenía a aquella prenda, que había sido un regalo de cumpleaños para Gabriel pero que en realidad había acabado usando ella más que él. Aquélla era una noche fría, Helena dormía y él había salido de la casa para contemplar el increíble espectáculo del cielo estrellado reflejándose sobre la plana superficie del mar de Punta Teno. Gabriel sentía la presencia de Patricia. Más exactamente, la olía. De alguna manera, pese a que el jersey había sido lavado, había retenido el penetrante olor de su carísimo perfume, una nota de madera oriental y exótica, una fragancia que Gabriel, al principio, había encontrado irresistiblemente sensual. Pero en aquella noche canaria el aroma del jersey le hacía pensar en un campo de amapolas, denso y soporífero, estupefaciente.

En realidad, a primera vista, su prometida parecía un encanto de chica, tan suave, tan melosa, tan tranquila, y Gabriel había ido cediendo una por una a todas sus exigencias porque no le habían enseñado a comportarse de otra manera y porque Patricia actuaba siempre con la mayor de las dulzuras, sin levantar la voz ni perder los estribos. A veces lloraba, pero calmadamente, como una lluvia ligera. No gritaba jamás. No, la voz de Patricia tenía una modulación que siempre sugería intimidad y secreto, pero de alguna forma resultaba también dominante: las presiones de Patricia activaban respuestas programadas, reacciones automáticas.

Hasta que llegó a Canarias, Gabriel no había tenido tiempo para detenerse a reflexionar. Pero, lejos de Londres, entendía. Gabriel empezaba a percibir Canarias y a Helena como un todo, como una forma ilimitada, una voz que le llamaba y después huía y se escondía para incitarle a perseguirla. Cada calle de Buenavista, cada ola en Punta Teno, cada hibisco, cada cardón, no eran sino una conexión más en una espiral autorreferente en la que no le importaba perderse. Porque, lejos de Londres, podía verse a sí mismo en Londres, con una claridad que allí no podía tener, perdido como estaba entre dos nieblas, la de la ciudad y la emocional. Entendía por fin, desde la claridad que otorga la distancia, desde la luz seca de Canarias contrapuesta a la niebla de Londres, que si Patricia lo había manipulado de tal manera era porque él, al igual que Virgilio, mostraba demasiados puntos débiles que ella había sabido aprovechar, como la necesidad exagerada de aprobación, las enormes dudas sobre sí mismo, el miedo cerval a la cólera -ya fuera la de los demás o la suya propia-, el ansia por vivir en un ambiente pacífico al precio que fuera… Y podía incluso entender cómo se habían ido creando todos esos puntos débiles, a partir de la culpabilidad absurda que sentía respecto a la muerte de sus padres, como si de alguna manera le hubieran abandonado porque él no estaba a la altura, porque el Gabriel niño creyó siempre que, si hubiera sido más bueno, sus padres no se habrían peleado tanto, y que si no hubiesen peleado aquella noche no habría pasado lo que pasó. Y el Gabriel adulto había tratado de enterrar esa creencia pero seguía allí, en el subsuelo, y la semilla germinó en forma de una frondosa planta con la inseguridad grabada en la nervadura de cada hoja, abonada por toda la soledad y la falta de cariño que había vivido en casa de la tía Pam, por el miedo que tenía también a los enfados de su tía, de la que dependía. Pam siempre fue crítica y difícil. «A Dios no le gustan los niños ruidosos y perezosos, y a veces se los lleva», solía decir. Y entonces Gabriel imaginaba que aquel dios justiciero podría llevárselo también, como se había llevado a sus padres, y como él no quería que nadie le llevara, y mucho menos un dios colérico y tremebundo, hacía cualquier cosa que Pam le pidiese. Si se comportaba tal y como su tía quería, sería un buen chico y, por tanto, estaría a salvo. Pero en realidad ni Gabriel ni Cordelia estuvieron nunca a la altura de las exigencias perfeccionistas de Pam, a la que, en el fondo, nunca le habían gustado los niños v sólo los aceptó llevada por su sentido calvinista de la responsabilidad y, por qué no decirlo, por el dinero extra, mucho, que cuidarlos le supondría. Gabriel siempre lo supo, y a pesar de ello llegó a admirar mucho a Pam -su inteligencia, su perspicacia, su clase- y a desarrollar un deseo compulsivo de satisfacerla. Su tía no daba el afecto o la aprobación de forma incondicional, lo prestaba o lo retiraba según pensara que Gabriel se había comportado o no de acuerdo con los patrones que ella imponía, v ese fantasma de necesidad de afecto, esa convicción de que el cariño había que pagarlo de alguna manera, echó a perder la voluntad de Gabriel y enterró bajo una losa de miedo su creatividad, su sensibilidad y su capacidad de rebelarse. Cuando creció, la aceptación y el amor de los otros se convirtió en una especie de droga que necesitaba desesperadamente. Gabriel no era sino un adicto que necesitaba su provisión constante de aprobación y que estaba dispuesto a pagarla a cualquier precio. Esa droga destruyó su relación con Cordelia. Esa droga le hizo dependiente de Ada y de Patricia, y permitió, al apuntar con un reflector tan poderoso a su necesidad, que ellas dos se aprovecharan de él, porque Ada no le quiso nunca más allá de verle como un juguete sexual y Patricia no le respetó jamás, en busca como iba de un salvavidas y no de un amante.

Por esta razón, para Gabriel resultaba tan importante, esencial, la disciplina. No se salía jamás de las normas convenidas ni de los formalismos. Nunca perdía la calma, ni siquiera en los momentos de mayor tensión. Había perfeccionado un estilo de relacionarse con los demás que consistía en mostrarse educado y cortés y refrenar la cólera, si ésta aparecía, bajo una protocolaria máscara de sofisticada ironía. Por tanto, nunca se enfadaba con Patricia, y si ella lloraba, manipulaba o mentía, él acababa por darle la razón porque quería evitar los conflictos. Convencido de que siempre le tocaba a él sofocar la depresión o la llantina de Patricia para mantener la paz al precio que fuera, su capacidad de maniobra se limitó hasta que abarcó tan sólo los pocos centímetros de grosor de la cuerda floja sobre la que avanzaba. ¿Cuántas veces, cuántas, antes de llegar a Canarias, Gabriel se había dicho «no puedo dejar a Patricia porque me da mucha pena», «no puedo dejarla porque ella no podría vivir sin mí», «realmente lo de su madre no es para tanto, soy yo el que no cede», etcétera, etcétera? No se había tratado de una actuación en solitario, sino de un dueto. El había sido parte de esa pareja y había participado en aquel chantaje sentimental desde el momento en que había permitido que la coacción ocurriera y, al tolerarla, la había legitimado y había reafirmado a Patricia. Recordó las palabras del sacerdote psicólogo que había ayudado a Virgilio: los ex discípulos tienen mucha prisa por casarse, y se equivocan. Gabriel tenía mucha prisa también, prisa por dejar de estar solo, prisa por sentirse querido, prisa por huir de sí mismo y de sus recuerdos. Entre Ada y Patricia había vagado sin rumbo. O no. Le guiaba la necesidad o el destino, tenía que seguir avanzando como si lo hiciese en medio de una tormenta. Y creyó que Patricia era puerto, refugio seguro. Se equivocó. Era más que posible, ya de paso, que su obsesión por Helena tuviese más de huida de Patricia que de sentimiento real. Porque Gabriel no podría haber dejado a Patricia si no hubiera existido una Helena y, desde luego, no podría haberla dejado si hubiese permanecido en Londres. Ante los lloros, las presiones o las exigencias de su prometida, Gabriel lo había intentado todo: disculparse (incluso si no tenía por qué), razonar (incluso si estaba claro que no iba a mover un milímetro su postura), cambiar citas, anular planes, posponer compromisos, revocar promesas, cortar lazos, descuidar amistades, renunciar a aspiraciones, dinamitar fantasías, aguantar, ceder y rendirse. Nunca había fijado un límite, nunca se había negado, nunca habría tenido valor para marcharse. Y Patricia aprendió hasta dónde podía llegar porque observó hasta dónde Gabriel le permitía hacerlo. En ese sentido, la desaparición de Cordelia había sido providencial, como si ese Destino prefijado en el que su hermana creía tanto hubiese movido hilos para salvarle, para sacarle de una trampa segura.

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