Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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Las constantes interferencias de Liz, por ejemplo. Cada vez que Gabriel cedía a las súplicas de Patricia y salía con aquella insoportable señora a cenar o a ver una exposición, se veía atrapado. Si decía que se sentía incómodo con Liz, Patricia inmediatamente le tildaba de egoísta o le decía que el hecho de que él no tuviera familia no significaba que debiera obligar a Patricia a actuar como si ella no la tuviera. Si cedía, si no decía nada y aguantaba todas las impertinencias de su futura suegra, entonces acababa por sentirse débil y tonto. Poco a poco fue perdiendo el respeto por sí mismo, sobrepasando sus propios límites. Pero no sabía expresar directamente la ira y ni siquiera sabía si tenía derecho a estar furioso. Empezó a tener miedo a expresar sus sentimientos, perdió la confianza y la disposición y su relación se convirtió en un acuerdo superficial de convivencia. No, jamás hubo discusiones, ni gritos, ni malas caras, pero tampoco hubo verdadera felicidad ni pasión. Como si existiera de prestado, como si aquella vida en la que avanzaba de puntillas para no hacer ruido no fuera sino un burdo simulacro de una vida real que existía fuera de su jaula, una vida real en la que había ruido, estrépito y furia. No había intimidad, excepto en lo sexual, o quizá ni tan siquiera eso, porque, comparada con Helena o con Ada, Patricia era mecánica, contenida, como si actuara movida por un mecanismo de relojería y no por el deseo. La intimidad desapareció desde el momento en que Gabriel aprendió a medir cada palabra que pronunciaba para evitar a toda costa los conflictos y enterrarlos bajo una capa de compostura y silencio. No hablar nunca de cuánto le molestaba Liz porque Patricia le acusaría de egoísta o de posesivo, e interpretaría su resistencia como indicio de su falta de compromiso. No hablar de su infancia porque la utilizaría como prueba de su inestabilidad sentimental. No hablar de sus esperanzas, sueños, planes, metas, fantasías, por si acaso veía en ellos un deseo de Gabriel de alejarse de ella. No hablar de Cordelia. Nunca hablar de Cordelia, porque Patricia no habría entendido jamás la naturaleza de su relación ni las razones de su distanciamiento. El silencio que había ocupado el lugar de la confianza se había convertido en una forma peculiar de comunicación. Aquel silencio en suspenso sobre sus cabezas contenía muchas preguntas y ninguna respuesta concreta. Las emociones que podrían haberse expresado con palabras reconocibles -miedo, traición, deslealtad, presión, asedio, culpa- habían quedado bajo sospecha, convertidas en una apolillada colección de antigüedades.

Si lo pensaba, el método de captación de La Firma, el proceso mediante el cual Virgilio había sido atraído y anulado, presentaba paralelismos sorprendentes -o quizá no tanto- con su propia historia. Virgilio, Cordelia y Gabriel, los tres compartían muchas características. Una infancia complicada, un carácter muy inseguro, mucho atractivo físico -Gabriel era consciente de ello, sin falsas modestias-, dinero y posición social, lo que los convertía en presas tan deseables como vulnerables. Los tres habían sido seducidos tras la pérdida de un ser querido (en el caso de Cordelia, su novio había fallecido; Virgilio y Gabriel habían sido abandonados por sus amadas). A los tres se los había cautivado desde la vanidad. A los tres se les había hecho sentir especiales, elegidos, llamados. Porque cuando Gabriel lo recordaba… Oh, sí, qué encendidas fueron, al principio de su relación, las declaraciones de Patricia, qué halagadores sus cumplidos, que subyugadores sus comentarios. Qué arrebatador el torrente de atención que le dedicaba, qué románticos sus mensajes, qué largas sus cartas, qué inspiradas sus frases. Nunca en su vida había recibido tanta consideración y afecto y se llegó a tener, es cierto, por un hombre distinto, un hombre especial, muy inteligente, con unas capacidades de espiritualidad, entrega y sacrificio por encima de la media, así se había sentido en brazos de Patricia cuando ella no dejaba de decirle y repetirle lo maravilloso que él era. Pero, al igual que le sucedió a Virgilio, cuando a Gabriel se le propuso un compromiso para toda la vida, dudó. Como a él, sentía que le venía grande la propuesta que se le hacía, que no estaba seguro de ser capaz de semejante renuncia, de olvidarse de otras mujeres o de otras posibilidades de vida sin Patricia. Temía que su vida de pareja se convirtiera en un simple zoo glorificado en el que se le encerrara junto a ella en una jaula y se le sirviera pienso a horas fijas. Y Patricia, ante sus dudas, vino a utilizar los mismos argumentos que el sacerdote había utilizado con Virgilio: que las dudas eran normales, que sólo probaban que Gabriel estaba enamorado -pues todos los hombres muy enamorados se asustan ante la magnitud de sus sentimientos-, que ella veía claramente que él la quería, que aquello era evidente, que Gabriel no podía cerrar los ojos ante algo así, que aquel tipo de amor sólo se vivía una vez en la vida y que dejarlo pasar sería arruinarse la existencia, que supondría una enorme traición tanto a Patricia como a sí mismo, como a la idea y al espíritu mismos del amor. ¿Y si perdía la Gran Oportunidad? ¿Y si destrozaba su futuro? ¿Y si arruinaba sus opciones? ¿Y si acababa solo? Cualquiera diría, escuchando a Patricia, que los solos, los solitarios, eran personas extrañas, criaturas nocturnas enfundadas en gabardinas de cuello alzado que proyectaban largas y amenazantes sombras, hostiles como lobos merodeando por las lindes del bosque, o personas que a menudo escondían en la nevera un cadáver descuartizado. No amaban a nadie y nadie los amaba. Desde la distancia, Gabriel recordaba cómo cada noche Patricia, con aquella voz de miel y aquellas caricias de seda, con aquel timbre perfectamente modulado que se estremecía íntimo en la confidencia y el susurro y se elevaba cuando hacía falta en vibrantes tonos apasionados aunque, eso sí, siempre contenido, siempre cadencioso, con aquel sonsonete musical e hipnótico, iba desplegando su calculada estrategia, desgranando argumentos para convencerle, porque una fortaleza asediada siempre acaba por ceder. Noche a noche, como una gota que va horadando la piedra, las mismas consignas, como la araña que teje la red, las mismas palabras melosas, como el domador que amansa a la fiera, las mismas frases persuasivas, como el flautista que arrastra a los niños, los mismos besos envolventes, hasta que Gabriel dijo sí.

Y luego, poco a poco, cómo Patricia había ido estrechando cada vez más el círculo de sus amistades, restringiendo sus movimientos, controlando sus entradas y salidas. Siempre desde el amor, o desde su reflejo, con seductora dulzura, con sutilidad, sin prisa y sin pausa, con esa insólita capacidad que tenía para tornarse repentinamente débil y pequeña, para lograr que se deseara tanto protegerla y que hubiera forzosamente que amarla, como si rigiera para ella un código especial. «¿Vas a salir hoy, de verdad? A mí no ine apetece y no me gustaría estar sola, ¿no podemos quedarnos los dos juntos? ¿No te gustaría más estar conmigo?» Gabriel nunca había sido hombre de muchos amigos, y Patricia se ocupó de que poco a poco perdiera el contacto con los pocos que tenía. A ella, aquél le parecía demasiado grosero, y el otro un borracho, y el de más allá no tenía conversación, y el de más cerca nunca pagaba sus rondas, y nunca quería quedar con ellos y sus novias. Su prometida era, además, una experta en sembrar la desconfianza y el recelo. Siempre daba la impresión de saber más que Gabriel, de que, por alguna extraña lotería genética -porque ella le había convencido de que era la mujer más intuitiva, más perspicaz o más lista del mundo- le asistía toda la razón cuando emitía juicios sobre alguien. Por ejemplo, en lugar de decir «No me gusta tu amigo dive», decía -Gabriel no podía recordar con claridad la voz de Patricia, no su color, su timbre ni su matiz; era aniñada y despaciosa, eso sí lo recordaba. Gabriel sólo podía aproximarse en la cabeza a su forma de hablar, pero hay palabras que nunca se olvidan, ya que se repiten con intensidad, una y otra vez, después de ser pronunciadas-, decía: «dive es un arribista, cariño, sólo se acerca a ti por tu posición y lus contactos; todo el mundo lo sabe, y tú ni siquiera lo sospechas; te lo digo por tu bien, ten cuidado.» Y establecía semejante presunción con tanta autoridad que Gabriel pensaba: «Debe de tener razón, da la impresión de saber de qué habla.» Parecía que nada escapaba a la mirada estática y mineral de Patricia, que lo controlaba todo desde las profundidades de sus acerados ojos, demasiado azules, demasiado grandes en su rostro de porcelana. Poco a poco, Gabriel fue reduciendo su contacto social a cenas de trabajo y salidas con Patricia y su madre. Se sentía como si socialmente se hubiera acomodado en una zona de penumbra, un lugar parecido a la sala de espera de una estación de autobuses en una ciudad perdida del norte, gélido y silencioso. Reduciendo su superficie de sustentación, aprendió a replegarse. Mes tras mes, se sumergía en un estado de retracción afectiva, de embotamiento generalizado. Sus amigos parecían cada vez más lejanos, sus antiguas amantes, su hermana, figuras borrosas en la distancia. Recordaba haberlos querido, haber amado a algunas, pero ya no trataba de tener noticias de ellos ni de darles las suyas, no sentía por ellos ni inquietud ni entusiasmo. Dejó de salir y de relacionarse, y no mantenía otra relación profunda más que la de Patricia, todas las demás eran acquaintances , situaciones obligadas y fórmulas de cortesía. Gabriel ocultaba su dolor para preservar su dignidad, no se participa en las conjuras de los demás sin herirse uno mismo. De modo que mantenía las distancias, los gestos eran dulces pero las palabras escaseaban, y la mirada, cada vez más distraída, se cargaba de condescendencia. Había algo forzado, algo que olía a falso en el helado dominio de sí misma que Patricia mostraba. Sin duda, siempre era mejor mantener una distancia, no perder la calma ni los papeles, pero eso significaba que también había que separar los cuerpos para que no chocaran, enfriar los sentimientos para que no fueran demasiado ardientes, para que nadie se inflamase. En realidad, Patricia se convirtió en la misma guadaña que segó el amor que había crecido por ella. Con sus engaños sutiles, con sus veladas humillaciones, ella había colaborado activamente en la destrucción de las últimas ilusiones de Gabriel, y su acoso acabó por imponerse contra la cobardía de él. El mejor recurso de Gabriel contra Patricia acabó por ser la propia Patricia.

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