Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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En cuanto regresamos a Tenerife me trasladé a vivir a la casa. No me llevé nada conmigo, Heidi me aseguró que no necesitaría de posesiones terrenales. Yo era su favorita, pese a que Ulrike siguiera siendo su mano derecha, de modo que me adjudicaron un dormitorio individual, un gesto que entrañaba un enorme privilegio desde el momento en que en la casa sólo Ulrike y Heidi disponían de uno y, aunque nadie lo explicité, se daba por hecho que gozaba de un estatus especial en la jerarquía de la casa.

La vida allí era aburrida y monótona, todo estaba reglado. Despertarse, estudiar, trabajar en el huerto, estudiar la interpretación de las runas, almorzar en el refectorio, meditar, charlas y comentarios sobre la historia de Thule, meditar, tertulia guiada por Heidi, estudiar las gestas de los antiguos guerreros germanos, estudiar gnosis, meditar… La vida era aburrida y lo que estudiábamos, absurdo. Pero para mí, en cambio, la vida estaba llena de emociones, me dispensaban un trato especial y pasaba mucho tiempo encerrada en mi dormitorio, meditando con los ojos cerrados mientras veía con tanta evidencia una dimensión superior que, cuando volvía en mí, me costaba trabajo reconocer la realidad.

Habíamos acordado que me quedaría a vivir en la casa unos meses antes de tramitar el matrimonio e iniciar el viaje a Estados Unidos. Ulrike quería que en la casa me conocieran y me aceptaran antes de anunciar el cambio de gobierno, por así decirlo. Creo que, sobre todo, deseaba que fuera Ulrike la que me aceptara.

Pero Ulrike estaba furiosa de celos, la competencia silbaba en su interior saltando como una serpiente, y para colmo tenía que sufrir el tormento de disimular sus furores delante de todo el mundo. Me espiaba, vigilaba mis acciones y mis pasos, interpretaba mis sonrisas y mis silencios. Dondequiera que fuera me seguían sus miradas como cuchilladas, miradas que se convertían en un desafío, miradas de esas que daban bofetadas. Esas miradas de soslayo me revelaban con muda insolencia la envidia más desnuda en sus carnes amarillas.

Alguna noche escuchaba las discusiones de aquellas dos, largas conversaciones en alemán, disputas frías, articuladas en susurros, para que nadie se enterara. Sabía queHeidi hubiera deseado librarse de Ulrike, pero no podía, conocía demasiado, sabía de su refugio secreto, de su pasado, de su vida, manejaba además las cuentas de Thule en complicadas ingenierías financieras y jurídicas, y no iba a dejar comerse el terreno así como así. Yo, que dormía en el cuarto contiguo al de Heidi y que escuchaba aquellas riñas cada noche, era la única que tenía asido el cabo de aquella madeja de discordia, pero no estaba dispuesta a soltarlo.

En el grupo tampoco aceptaron precisamente con alegría mi ingreso en la casa, pese a que Heidi hubiera tenido favoritas antes. El esquema había sido siempre el mismo: Ulrike era su gestora, su mano derecha, su lugarteniente, pero había una mujer joven que recibía atenciones especiales y a la que Heidi trataba con particular consideración. Cuando se cansaba de una, la reemplazaba por otra, y así las favoritas iban rotando como cultivos. Pero mi caso era diferente. Yo era la primera a la que se concedía el privilegio de disponer de una habitación contigua a la suya, y la primera a la que permitía sentarse a comer a su derecha en el refectorio. Pese al supuesto espíritu de armonía, concordia, paz y hermandad que presidía aquella comunidad, las envidias y los celos crecían como en cualquier otro grupo humano, y por tanto hablaban mal de mí muchas mujeres y me despellejaban también muchos hombres. Mi nombre pasaba de boca en boca como una golosina que lamían todos, saboreando el placer pegajoso de la maledicencia. En los cuchicheos que dejaba tras de mí, como una estela, incluso en la manera de bajar los ojos a mi paso, notaba aspereza, espinas, una sorda enemistad, una insolencia mal disfrazada de respeto. Yo sentía el hielo en el ambiente y paladeaba la amargura de sentirme odiada, pero a la vez temida. En ese odio había también admiración, lo sabía, odiar exige energía, y esa energía sólo se emplea contra algo que brilla mucho. Me sabía poderosa y protegida porHeidi, no tenía nada que temer, o eso creía, y ni siquiera me tomaba la molestia de despreciar a las que tanto me odiaban. Sentía que tenía una misión más elevada y noble que la de hacer caso a aquellos miserables dignos de lástima.

Había pasado algo más de un mes desde que me había instalado en la casa, pero parecía que llevaba allí años. Cuando estás encerrada y sometida a rutinas, la vida pierde sus contornos y se hace mucho más larga. Empecé a sentirme mal. Al principio fueron náuseas, ganas de vomitar, mareos. Después llegaron unos calambres en el vientre que me hacían doblarme en dos. Más tarde, una diarrea ligera, soportable. Y de repente una mañana me desperté con la sábana manchada de un líquido parduzco, en medio de unos dolores que parecían desgarrarme el estómago. El dolor quemaba y me abría en canal, crecía dentro de mí como un ser que poseyera vida propia dentro de la mía y que jugueteaba con mi cuerpo como un gato con su presa. A veces se callaba, se recogía y se escondía, y yo experimentaba instantes de paz, pero luego volvía con renovado ardor, de forma inesperada, con una crueldad imprevista, hacía incursiones inesperadas en los intestinos y me obligaba a vomitar.

Nadie habló, por supuesto, de llamar a un médico. Eso se daba por sentado. La medicina occidental se consideraba herética en el grupo, un ataque frontal e invasivo a las energías primigenias. Heidi me impuso las manos, algunas mujeres me dieron friegas con aceites esenciales y la expeditiva Ulrike me traía tisanas y se esforzaba porque las bebiera. Mientras me introducía el líquido en la boca, sorbito a sorbito con paciencia y una cucharilla, ladeaba la cabeza y me miraba con reproche, como si yo no fuera inocente de lo que me ocurría. Me preguntaba solícita por mi estado, pero yo intuía algo malicioso en el fondo de su mirada, una ironía mal disimulada, una ausencia absoluta de compasión, un regocijo en mi desgracia y mi dolor. Después, Ulrike enjugaba el líquido que me rebosaba por la comisura de los labios y, sin decir nada y con gesto severo, salía de la habitación llevándose la taza vacía mientras la sentía irse triunfante y satisfecha.

En los días siguientes el dolor creció y se apoderó de mí, atacando nuevas zonas de mi organismo y avanzando con el arrojo de un descubridor. Empezaron a hormiguearme los brazos y las piernas y a dolerme la cabeza. Me sentía cada vez más cansada, pasaba la mayor parte del tiempo semiinconsciente, en un estado difuso entre el sueño y la vigilia. Todo mi cuerpo parecía haberse rendido de pronto como tras una larga marcha, y empecé a presentir que la muerte se acercaba. Y de pronto percibí una energía que irradiaba desde algún punto dentro de la casa. La señal tenía mucha fuerza, era estridente, quemaba, desde alguna emisora que enviaba un mensaje de odio y destrucción hacia mi cuerpo, cuyas ondas fluían y se esparcían con implacable uniformidad. Era una fuerza femenina, lo sentía, su aura era tan inconfundible como la diferencia que existe entre la suavidad y el tacto de la mejilla de una mujer en comparación con la de un hombre. Y entonces lo supe. No estaba enferma: estaba envenenada. Ulrike, probablemente en connivencia con alguna de las cocineras, había puesto algo en mi comida, y más tarde en las tisanas que me daba. Una parte de mí me decía que aquellas ideas no eran más que imaginaciones, e intentaba buscar en mi interior fervor, convicción, acendrada fe, pero la voluntad no me obedecía y dejaba al pensamiento obsesionarse con las sospechas que me asediaban. La devoción antigua se desvaneció, la fe se desmoronaba, las protestas y las censuras llegaban en tropel. Algo dentro de mí se rebelaba y se revelaba, y amenazaba con estallar.

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