Ya te he dicho que me acosté contigo cuando la creí muerta en un intento desesperado por revivirla, pero no fue sólo por eso. Gabriel, no quiero que pienses que te utilicé. Amaba y arno a tu hermana, pero eso no me impidió amarte a ti; es más, te amé y te amo a ti porque amaba a tu hermana, he amado todo lo que de ella hay en ti, e incluso he llegado a amaren ti cualidades que ella no tiene. Creo que las personas complejas vivimos historias complejas y que somos capaces de amar en muchas dimensiones. Yo entendí esto de la misma manera que Martin lo entendió, así que, como ves, los rumores tenían su fundamento, pero lo que vivimos no tenía nada que ver con la historia de un donjuán otoñal y decadente que se agencia a dos jovencitas para que le animen la vida, sino con t res personas independientes, libres y respetuosas que habían decidido convivir bajo un mismo techo y compartir cierto trecho del camino de sus vidas. El sexo era lo menos importante de nuestro pacto, lo sustancial era lo mágico, el luminoso punto de contacto, el vértice imposible que habíamos encontrado entre la amistad, el deseo y el amor. De una manera indecisa y singular, la personalidad de Cordelia nos había sugerido un modo completamente nuevo de expresión del amor. Veíamos las cosas de modo diferente, las pensábamos de modo diferente.
Cuando recibí tu carta hablando de la cancelación de tu boda, por supuesto entendí que yo tenía algo que ver en todo aquello. Pero ¿qué esperabas, Gabriel? ¿Volver a Canarias y empezar una vida conmigo"? Es cierto que ya no mantengo con tu hermana la misma relación que entonces. Ella no podía volver a mí tras lo que había pasado con Heidi, por supuesto, pero aun así el vínculo que nos une sigue vivo. No me imagino iniciando ahora una historia con el hermano de Cordelia, no puedo. No, al menos, el tipo de historia que creo que tú quieres vivir.
He vuelto a Puerto de la Cruz. De momento trabajo en un hotel, pero estoy pensando en ir a Barcelona con Cordelia y estudiar traducción e interpretación, no quiero ser camarera toda mi vida. Tú me convenciste de ello. De momento, creo que ella necesita estar sola una temporada. Yo también necesito estar un tiempo sin ella. Pero seguimos siendo hermanas, siempre lo seremos. Y yo siempre seré tu amiga si sabes aceptar lo que puedo dar.
Pe envío muchos besos y los mejores deseos desde Tenerife,
Helena
EL SECRETO DE GABRIEL
Mi muy querida Cordelia, mi hermana, mi amor, mi némesis:
Te escribo por fin la carta que debería haberte escrito hace diez años. La respuesta a las dos cartas que tú me enviaste y que nunca respondí. La explicación que reclamabas, las disculpas que te debía.
Realmente, no sé por dónde empezar.
Por el principio, por supuesto.
Tenía cuatro años cuando naciste, y aún recuerdo cuando mamá llegó del hospital, lo feliz que estaba papá. Yo también lo estaba. Eras muy pequeña, y olías bien, como todos los bebés. Mamá me dejaba ayudar a cuidarte. Traía los pañales, el talco, esas cosas, y me sentía útil y muy ufano. Realmente pensaba que mi mamá me necesitaba para cambiarte, que no podría hacerlo sin mí. Incluso, alguna vez, te di el biberón, convenientemente vigilado, supongo. Después de a mamá, yo fui, la primera persona a la que sonreíste, antes incluso que a papá. Mamá solía repetírmelo para hacerme sentir querido e importante, y yo me esponjaba de orgullo.
Cuando te hiciste un poco más mayor… ¿qué imágenes conservo? Mientras mamá compraba en la tienda, yo me quedaba agarrando muy fuerte el cochecito, pensando que así te protegía. Cuando el cochecito se quedó pequeño, te tomaba de la mano y nos íbamos a mirar las máquinas que había delante de la tienda. Dentro había bolas de plástico con premios. Para conseguir uno había que meter una moneda en la máquina. Yo decía los premios que me gustaría que salieran si tuviéramos dinero, y tú, que casi no sabías hablar, siempre elegías lo mismo que yo.
Cuando te fuiste haciendo mayor, todos estaban impresionados contigo. A los tres años hablabas tan bien como si tuvieras cinco y sabías montar unos rompecabezas de madera que me habían regalado a mí y no a ti. Además, siempre fuiste muy alta, y no parecías tan pequeña, tanto que en tu primer día de escuela -fui yo el que te enseñó cómo funcionaba todo y el que te acompañó a clase de primero- la maestra dijo: «Pero qué alta es… ¿De verdad sólo tiene cinco años?», y tú respondiste: «¡El año que viene cumpliré seis!», como si trataras de ayudar. Siempre fuiste buena estudiante. En tercero te hicieron monitora de lectura avanzada, ¿recuerdas? Eras una niña tranquila y aplicada. En el colegio pensaban que eras feliz. No lo eras.
No lo éramos ni tú ni yo. Oíamos discusiones todas las noches, todas, en el cuarto de nuestros padres. Discusiones pronunciadas en susurros pero claramente audibles. Casi nunca entendíamos bien las palabras que se decían pero captábamos el tono, la cólera, e imaginábamos el contenido: ira, celos, frustración, recriminaciones, reproches, amenazas. Una noche de tantas, nuestros padres salieron a una fiesta. La chica que venía a cuidarnos en ocasiones como aquéllas nos hizo la cena y vio la tele un rato con nosotros. En mitad de la noche sonó el teléfono. Me desperté. Oí un grito agudo. No me atreví a bajar. Luego conversaciones, gente que vino a casa. Nuestros padres no regresaron nunca.
No sé si tía Pam aceptó quedarse con nosotros sólo por el dinero que eso le suponía. Desde luego, no le gustaban los niños, eso tú y yo lo hemos notado siempre. El albacea del testamento era Richard, y nuestra herencia no podía tocarse hasta que ambos cumpliéramos los veintiuno, eso ya lo sabes. (Por cierto, ¿por qué, Cordelia, por qué tuviste que liarte con Richard? ¿Un intento de recuperar al padre que perdiste seduciendo al que fue su mejor amigo? Me dio un vuelco el corazón al enterarme, no podía comprenderlo, me daban arcadas sólo de imaginaros juntos en la cama.) Aunque quizá no sepas es que tía Pam recibía una cantidad at mes para ocuparse de nuestros gastos. Una cantidad muy alta. Quizá soy injusto con la pobre mujer, no sé. No he mantenido mucho trato con ella desde que dejé Aberdeen. La veo una o dos veces al ario. Ella vive ahora con su compañera, puede que sepas quién es, la señorita Hanlan, daba clases de literatura en nuestro colegio. Ambas están retiradas. No sé si son amantes o si han decidido vivir juntas para hacerse compañía. Tía Pam es muy mayor ya como para meterse en líos amorosos, pero nunca se sabe.
Una noche nuestra tía estaba hablando por teléfono en el salón. Creía que los dos estábamos dormidos, pero yo no lo estaba. Me deslicé hasta el primer peldaño de la escalera y me senté allí. No podía verme, pero yo sí podía oírla. Hablaba de mamá. No decía de ella nada agradable: la acusaba de haber provocado el accidente. En la fiesta a la que nuestros padres habían acudido, había bebido mucho y había discutido con nuestro padre (te darás cuenta de que no escribo «papá», pero ¿acaso nos acordamos tanto de él, o te acuerdas tú?). Cuando abandonaron la reunión, iba visiblemente borracha. Y ella conducía.
Nuestra madre despeñó el coche por un puente y se llevó por delante una barandilla. Se precipitaron unos treinta metros hasta caer al rio. La tía Pam decía que el conductor que la seguía aseguraba que nuestra madre había dado un volantazo deliberadamente, que no se trataba de que los neumáticos hubieran resbalado ni de que al coche le hubieran fallado los frenos. «Muy propio de Anna -decía tía Pam-, esa mujer estaba loca. Se suicidó y se llevó a mi hermano por delante, y todo porque él tenía otra amante. Pero cuando ella se casó ya sabía cómo era él, todo Edimburgo lo sabía…»¿Te lo conté alguna vez, Cordelia? ¿Había llegado a tus oídos? ¿Sabías tú de esa historia sórdida? ¿Llegaste a odiar a nuestros padres tanto como yo los odié esa noche? ¿Tanto como yo llegué a odiara tía Pam por hablar así de ellos? No sé, Cordelia, no sé cómo te sentiste tú. Sólo puedo decirte que yo estaba resentido y amargado. Representa un gran esfuerzo recordar los detalles de ese dolor, sólo me queda el eco del sufrimiento, las huellas que ha dejado en mí. Recuerdo más su ausencia que su presencia, porque el hueco que habían dejado en mi vida se hacía casi palpable, como una herida supurante. Yo ya apenas recuerdo a nuestros padres y su aspecto, que sólo puedo reconstruir a partir de las fotografías. Me resulta imposible describirlos como realmente eran, no consigo enfocarlos con precisión, los veo difuminados. Incluso cuando vivía con ellos, los vi siempre ampliados, desde la perspectiva de mi visión de niño y, como todo niño, esperé demasiado de ellos, así que, como siempre sucede, mis padres me decepcionaron. Pero a mí me decepcionaron más que a otros, ahí estriba la diferencia.
Читать дальше