Porque eso es lo que eras, una amante despechada.
Se trata de una historia tanto tiempo negada, pero tan definitoria de mí mismo como el recorrido de mi sangre. ¿Quién en el mundo se iba a interponer entre tú y yo si no ha habido un alma en todo este tiempo a la que pudiera contarle lo que pasó entre nosotros? No ha servido de nada que cerrase los ojos a la realidad, de alguna manera allí estabas tú, entre el párpado y el globo ocular.
Verás, Cordelia, siempre supe lo que había pasado, y, a la vez, no lo supe. Tu recuerdo era presente y molesto, como las evoluciones de un mosquito al que uno no consigue espantar por mucho que lo intente, pero mi obstinada desmemoria se negaba a proporcionarme la clave de aquel misterio oscuro. Pienso que lo que nos unió fue que lo nuestro fuera imposible. Tú siempre deseaste lo inalcanzable, ¿no es cierto? Quizá precisamente porque no podía ser, fue. Fue porque de aquella manera sentíamos más intensidad en el deseo, en el amor, en la seguridad misma de que la rutina y la costumbre nunca asesinarían nuestra historia. Desearte, amarte, fue un suicidio emocional, una adicción de vértigo a una rara y exquisita droga humana a la que me fui enganchando en pequeñas dosis y en viajes de diferente placer, pero de la que huí porque sabía que podía ser letal.
Desde luego, sé que durante años tuvimos un asunto, pero no sé cuándo empezó. La memoria rememora de forma imperfecta, la impresión es borrosa, sujeta a la adición y la sustracción de escenas dictadas por anhelos y egoísmos, por no hablar de los deseos, lagunas y retrocesos que transforman cualquier intento de rememoración en horas de soñar despierto. Me exprimo la cabeza intentando recordar y de verdad no lo consigo. Sé que yo tenía al menos dieciséis años, porque recuerdo que u n compañero de mi clase dijo que estaba enamorado de ti y yo me sentí muy celoso, traicionado, emborrachado de una mezcla de indignación y lástima de mí mismo, y tanto más agudo era mi, dolor cuanto que no podía reconocer que lo sentía. Mi primer impulso fue descargar el puño contra la cabeza de aquel idiota, pero me contuve por multitud de consideraciones. Recuerdo también que una vez te cruzaste conmigo por Princess Street y yo iba de la mano con Vicky Chase, aquella medio novia que tuve, una morena pequeñita, seguro que la recuerdas, y recuerdo tu mirada de odio, clavada en nosotros dos, ajena por completo a la sospecha que podía despertar tu ceño, tus pupilas dilatadas y fijas, todo lo que delataba a gritos tu pasión, tu indignación de esposa ultrajada. Recuerdo perfectamente que nos besamos en el parque que hay detrás del cementerio que está cerca de la universidad una mañana de verano, cerca del río. Hacía un calor excesivo y la humedad nos envolvía en una niebla invisible, la luz como de mantequilla fundida y bajo nosotros la hierba, besándonos abrazados. Los mosquitos te cubrieron el cuerpo de picaduras pero a mí ni me tocaron. Y entre los destellos de recuerdo que llegan atropelladamente, que toman vida y respiran en un universo abierto, uno, sobre todo uno, se ve con mucha más claridad que los demás y llega para acosarme y retenerme: una escena que no se me va a borrar nunca. Estábamos viendo la televisión, en el sofá del salón. Tía Pam no estaba, habría salido con cualquiera de sus in numerables amigas. Tú llevabas una falda corta, roja y azul. No sé cómo empezó todo. Sólo recuerdo que me masturbaste, el chorro de semen blanco destellando sobre los colores brillantes de tu falda. Saliste corriendo hacia el piso de arriba. Estoy casi seguro de que era la primera vez en tu vida que veías una eyaculación. Sé que era la primera vez en la vida que a mí me masturbaba una mujer.
Pero no recuerdo nada más, Cordelia. He sepultado los recuerdos en la ignorancia, en la lenta, cotidiana, glaciación del pasado. Sé, que aquélla era una historia larga, sé que volvía una y otra vez a ti, tú misma lo dijiste y yo lo sé, pero no recuerdo nada. Hace poco vi una película israelí que trataba de un ex soldado que iba entrevistando uno por uno a todos sus compañeros de regimiento para reconstruir el año en el que estuvo combatiendo en la guerra contra el Líbano. El soldado sabe que estuvo en esa guerra, pero apenas conserva recuerdos. Sus amigos le cuentan que ha presenciado las matanzas de Sabra y Chatila, que él estuvo allí, le enseñan fotografías incluso, pero no recuerda nada. Cordelia, créeme si te digo que yo tampoco recuerdo. ¿Llegamos a hacer el amor alguna vez? ¿O fue aquella masturbación el cénit de nuestra historia? Tu caria era tan ambigua, Cordelia, que soy incapaz de responder.
Durante estos diez años, si alguien me preguntaba por mi hermana, jamás decía la verdad, jamás expliqué el porqué de tu decisión de permanecer incomunicada, de tu persisten te rechazo hacia mí. Jamás dije: «Mi hermana y yo tuvimos una historia de amor. Ella no pudo soportar que yo la dejara, que dejara Aberdeen, que me avergonzara de lo nuestro, que la dejara sola con una tía insoportable, y se marchó a Canarias y no ha vuelto a hablarme.» Decía: «Mi hermana siempre fue rara, poco convencional, muy bohemia, muy poco estable. La muerte de mis padres le afectó mucho. Además, éramos muy distintos, no nos entendíamos bien. Se marchó hace diez años a Canarias y apenas sé de ella. Sospecho que lleva una dolce vita de playa y drogas.» Mentía a los demás, Cordelia, pero lo peor es que me mentía a mí mismo. Mentía en un sueño tan intenso que ignoraba hasta estar soñando.
Se desvanecieron muchos recuerdos, pero tu imagen nunca se desvaneció. Al contrario, siguió existiendo en la memoria con una notable claridad de contorno y enfoque. Eras como una estatua encerrada en una hornacina, separada del espacio y del tiempo, ajena al transcurrir de mi vida, completa e independiente, intocable, y siempre allí.
Ojalá pudiera rebobinar la cinta y pulsar play de nuevo. Rehacer la jugada, poder ver lo que he olvidado. No recuerdo gran cosa de mí entonces, de cómo eran mis dudas, mis deseos, antes de meterlos en esa caja fuerte cuya combinación aún sigue en el olvido. No dudo de que para mí representabas lo que no quería ser, lo que no quería hacer, ni tampoco dudo de que estaba enamorado de ti con un amor carnal y físico, corno tú lo estuviste de mí. Entiendo que llegó un momento en el que no deseaste mirarme más cara a cara, en que no quisiste volver a pasar una cena de Navidad conmigo, entiendo que no tuviste más remedio que huir de mí. Yo tampoco, durante diez años, he querido pensar en ti.
Sé que cuando conociste la historia de nuestra madre supiste inmediatamente quién era el padre de su hijo o hija, del bebé que nunca nació. Habíamos repetido la historia. Nuestra madre, huyendo de su hermano, viajó desde Canarias a Edimburgo, y tú, huyendo del tuyo, viajaste de Edimburgo a Canarias, condenada a repetir una historia que ni siquiera conocías.
¿Puedo entender entonces que tu llamada haya resonado en el vacío tanto tiempo? Porque, aunque desechaba tu imagen con todas mis fuerzas, volvía: quizá estaba condenado a ti, desde antes de nacer, inscrito en una constelación familiar. Me repugnaba como una villanía, como la peor de las bajezas, aquella predilección con la que mis sentidos se recreaban en el recuerdo de la tibieza de tu piel, apenas les daba rienda suelta. Me acometía un remordimiento punzante, un asco de mí mismo, un tormento tan incomparable de tener que despreciarme que no tuve otra solución que el olvido. Me entregué a él con una pasión poderosa, de las que avasallan, y lo acogí con más placer que a una amante. Entre tú y yo existía una palabra prohibida, proscrita, impronunciable, como todo lo que tuviera la menor relación con ella. Y esa palabra nos separó diez años. La escribo ahora: sexo.
Читать дальше