Lucía Etxebarria - El contenido del silencio

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Gabriel, un joven ejecutivo cuya vida desahogada y apacible transcurre en Londres, lleva diez años sin saber nada de su hermana, hasta el día en que recibe una llamada que le informa de que muy probablemente ésta haya fallecido en un suicidio colectivo llevado a cabo en Tenerife. Su inmediato viaje a las islas para testificar como único pariente vivo de la desaparecida tendrá un efecto devastador y a la vez catártico, que le hará replantearse todo su pasado y su futuro en un itinerario no sólo físico sino también, y sobre todo, interior.
Helena, la amiga íntima de Cordelia, será su guía durante la inmersión en la vida de su hermana. Un inmersión común que precipitará a ambos a confrontar sus miedos, vacíos y huidas.

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En la despensa, como recordarás, había alimentos como para dar de comer a un regimiento. Cuando vivíamos allí yo misma cultivaba el pequeño huerto que nos surtía de vegetales frescos, lechugas, patatas, tomates, hierbabuena… En el huerto aún había patatas y tomates, las lechugas no habían sobrevivido. Pero la pasta, la harina, las conservas, todos los alimentos imperecederos, estaban en la despensa, y allí seguían. Calculé que podía sobrevivir en la casa por lo menos un mes, tiempo suficiente para decidir el siguiente movimiento. Si en algún momento aparecían los hijos de Martin, ya se me ocurriría alguna explicación para justificar mi presencia. Pero nunca aparecieron.

Los dos primeros días los pasé dormida, reponiendo fuerzas, pero a partir del tercero la vida empezó a ser fácil. Encontré mi vieja bicicleta en el garaje y, aunque estaba oxidada, la engrasé con aceite de oliva. Con ella bajaba hasta la playa y me bañaba. Leía mucho y de vez en cuando veía alguna película de la colección de Martin. Sentía de pronto una alegría de niña satisfecha en sus caprichos más sencillos, contenta de la vida que sentía otra vez circular por mis venas. «Vivir es esto -pensaba-, gozar del placer dulce de vegetar al sol, sin responsabilidades ni obligaciones, sin controles ni intrusiones, sin posesión ni chantajes, sin culpas ni cargas. Sin amenazas ni miedo.»Recordarás que en casa de Martin no había televisión, de la misma forma que nunca tuvimos en Punta Teno. Nos habíamos acostumbrado a vivir sin ella y no la necesitábamos. Teníamos pantalla, eso sí, pero sólo servía para ver películas, y las noticias las leíamos en Internet. En casa de Martin habían desconectado la conexión, era lo lógico, teniendo en cuenta que los nuevos dueños no la frecuentaban mucho. Yo tampoco quería noticias del mundo, no quería saber nada de lo que pasaba, ni tenía la más mínima idea de lo que iba a hacer con mi vida. Pensaba en reunir fuerzas y, más tarde, presentarme en el consulado, decir que me habían robado el pasaporte, conseguir que me repatriaran, iniciar una nueva vida en Londres. Adoraba Canarias pero, como os dije, necesitaba olvidar todo lo que había pasado.

Por fin, una noche, hace tres días, volví a soñar con mi madre. En los sueños, casi nunca habla. Me mira y sonríe, eso es todo. Pero esta vez habló. Me acarició la cara y el pelo y me dijo: «Todo ha pasado, todo va a ir bien, ahora debes volver con Helena.» Y supe que había llegado la hora de regresar.

Bajé hasta el Puerto en bicicleta. Compré un periódico. Había varias páginas dedicadas a la detención de Ulrike y Heidi, todo muy sensacionalista. Después, en bicicleta, llegué hasta aquí.

16

HELENA

Querido Gabriel:

Las cosas van bien por aquí, creo que Cordelia te tendrá al corriente. Tuvo que hacer infinidad de declaraciones y hubo una temporada en la que teníamos a los periodistas todo el día al acecho. El hecho de que tu hermana sea tan escandalosamente guapa añadía más morbo a la historia. Desde m i punto de vista, los periodistas de la prensa sensacionalista no son más que carroñemos, hienas todos ellos, moscas de cadáveres, chacales en busca de carne corrompida. Cualquier día, pensábamos, forzarán las puertas, entrarán en casa, nos golpeará n en la cabeza, se llevarán las fotos y se sentirán más que justificados. Al final, Cordelia decidió marcharse a Barcelona una temporada. Está escribiendo un libro sobre su experiencia en Thule Solaris. Ya tiene un agente en Inglaterra y el libro está vendido antes incluso de que lo haya terminado. Me escribe casi a diario desde allí, parece muy feliz. Supongo que a ti también te escribe.

Doy por hecho que de lo de Heidi y Ulrike ya te habrás enterado por los periódicos. Las van a juzgar por estafa y evasión de capitales, pero creo que cuentan con muy buenos abogados, no va a haber forma de probar que indujeron al suicidio a aquella gente. No sé en qué va a quedar la cosa.

Pasemos a algo más importante, que es, supongo, lo que tú deseas que te aclare, ese algo de lo que nunca hemos hablado, esa historia que dejamos fluir sin someterla a preguntas o escrutinios. Quiero que sepas que desde el primer momento en que te vi me impresionó lo mucho que te parecías a tu hermana, todos los rasgos comunes. Los mismos ojos profundos y verdes, la curva de la barbilla, la boca elegante, el puente de la nariz… Era casi como decir que Cordelia había reaparecido en un cuerpo de hombre o, en cualquier caso, que reaparecía en breves destellos, en los momentos más inesperados. Me encantaba el hecho de tenerla allí otra vez, de sentir de nuevo su presencia, de ver que una parte de ella vivía en ti. Algunas veces cabeceabas o fruncías el ceño o sonreías de idéntica forma a como ella solía hacerlo, y me sentía tan conmovida que me daban ganas de levantarme y darte un beso. Cuando pensé que Cordelia había muerto, no se me ocurrió mejor forma de revivirla que acostarme contigo. Sabía que llevabas tiempo deseándolo, esas cosas se saben, se notan. No me quitabas los ojos de encima. En el avión que nos llevaba a Fuerteventura, te sorprendí tantas veces clavándome miradas como dardos que incluso llegaste a avergonzarme.

Pensé que sabías lo que había entre Cordelia y yo. Por supuesto, no te lo dije expresamente, no explicité los detalles del trato, pero ¿hacía falta ? ¿No te resultó obvio ? Con tu hermana, entendí desde el principio que, si quería mantener a Cordelia a mi lado, debía dejarla vivir, experimentar. Si lo hacía así, ella siempre volvería a mí, porque me necesitaba. Yo era la madre que ella había perdido, le ofrecía ese amor incondicional que sólo una madre puede dar, sin querer cambiarla ni adaptarla a mi gusto, y no se iba a separar de mí. Martin entendió lo mismo y me aceptó como parte del trato. Yo poseía derechos que estaban por encima de los de él y ofrecía lealtades que él era incapaz de imaginar siquiera. Además, si alguna vez se enfrentaba a Cordelia, se enfrentaba a nosotras dos.

No se trataba de algo estricta mente físico, si es en lo que estás pensando. Por eso me resultaba tan fácil compartirla, porque yo había tenido acceso a un nivel mucho más allá de lo físico, del mero contacto entre cuerpos. Cordelia tenía, y tiene, una especie de jaula mental en la que se encerraba cuando se sentía amenazada. (La jaula aún existe, pero no está tan blindada como antes.) Ella podía salir de la jaula, pero nunca dejaba a nadie entrar en ella. Se ponía muy nerviosa cuando alguien intentaba invadir lo más secreto de su intimidad, cuando alguien intentaba forzar el candado. Nunca me contó lo que había pasado entre vosotros, por ejemplo, por qué no os habíais hablado en diez años, ni tampoco me habló jamás de aquel primer amor de adolescencia en Aberdeen. Como no hablaba de la muerte de sus padres, ni de su tía. Yo no le pedí nunca que me hablara de algo que no estuviera dispuesta a compartir. Su silencio era su fuerza. Si yo pretendía amarla en la única manera en la que ella podía ser amada, era preciso no cruzar la línea fronteriza. En ese sentido, era y es muy reservada. Lo más curioso es que poseía y posee unos dones sociales muy desarrollados, y era y es una verdadera maestra en el arte de atraer a la gente como moscas a la miel de su encanto y su belleza. Pero sólo permitía que accedieran hasta cierto nivel, no más allá. Esa peculiar manera de ser escondía una dificultad para contactar con los demás a un nivel muy profundo. Por miedo. Miedo a la intrusión y a la invasión, al dolor, una desconfianza radical ante el mundo y ante los seres humanos y una negativa absoluta a dejarse controlar o poseer. La única persona que podía tenerla - pensaba yo, ingenua de mí - era yo, precisamente porque nunca intenté arrogarme ningún derecho de propiedad. No conté con la aparición de Heidi, que era mucho más hábil y que supo venderle una promesa mucho más atractiva. Le ofrecía el calor de una madre, pero no de una madre terrena, sino de la madre universal, de una diosa.

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