Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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Es difícil ser ecuánime cuando me viene a la memoria la amargura de mi madre cada vez que algo le recordaba su padecimiento; un himno de guerra, la cruz de hierro, la voz aflautada de aquel hombre bajito, repleto de medallas, a quien consideraba culpable de su desdicha. No se puede mirar a un tirano con la distancia de un entomólogo. Sin embargo, celebro que los prejuicios y la parcialidad no me hayan dejado el poso amargo del resentimiento más allá de estos breves instantes de dolor.

Dictar sentencias de muerte sin que a uno le tiemble el pulso, con la impasibilidad que relatan algunos testigos, es un acto más inhumano que un crimen. ¡Qué tristeza de vida! Así como un buen final es probable que purifique parte de un pasado turbio, una vida que acaba pavorosamente es un completo fracaso.

Ese pobre hombre, el delator o el asesino de mi abuelo, tuvo una muerte horrenda cuyos detalles no quiero describir. No obstante, me dio lástima. Tampoco celebré con un brindis la muerte de Franco. Me estremeció ser testigo de la desaparición del hombre que causó tanto daño, hasta que, al cabo del tiempo, comprobé que con él no se extinguía la maldad de este mundo. Y entonces comprendí el mensaje de mi abuelo y de mi madre: la venganza sólo sirve para prolongar la injusticia. El mal ya está hecho, que nadie lo multiplique ni lo extienda.

Admito lo fácil que es confundir la falta de prejuicios con la falta de escrúpulos, la generosidad con la ligereza, la comprensión con la indiferencia, pero más penoso aún es tolerar la venganza. Es aterrador contemplar a un ser humano, por muy malvado que haya sido en la plenitud de su vida, cuando se encuentra completamente solo y aniquilado por la enfermedad. Un malhechor debe reparar el mal, pero si no tuvo un juicio justo, quizá lo tenga en otro lugar, si es que existe un lugar donde se haga justicia. ¿Qué sentido tiene torturar a un despojo humano? ¿Añadir más dolor a su agonía cuando ya no representa ningún riesgo para la humanidad? Los que creen en la venganza como escarmiento son los mismos que defienden la pena de muerte.

¿De qué sirve alimentar el odio? No merece la pena mostrarle la sentencia de muerte de Román Valseca que él mismo firmó.

«Mira, desgraciado -le diría-, mira lo que hiciste con mi abuelo… Mira lo que sufrió mi madre por tu culpa, mira mi propio sufrimiento. Eres un asesino. A pesar de que no dejaste vivir a los demás, muérete en paz con tu soledad y tus malos recuerdos».

De nada sirve multiplicar su dolor. Tengo los mismos pensamientos recurrentes que cuando se murió el cura del pueblo contagiado por la rabia del perro al que maltrató. Ni siquiera es cierto que los errores terminen por pagarse en esta vida.

Rodrigo interrumpió mis cavilaciones y me sacó de allí. Más tarde me contaron que la terrible agonía del viejo duró once días más. Murió en la más absoluta soledad y nadie se interesó por el cadáver. A nadie le deseo una partida tan cruel, ni siquiera al verdugo de mi abuelo.

– Necesito tomar algo, por favor, acompáñame -me suplicó Rodrigo en la puerta de la clínica.

Un poco de alcohol no me vendría mal, sobre todo si era capaz de diluir el pésimo efecto provocado por la tétrica imagen del viejo moribundo. A Rodrigo le había trastornado el alma y a mí me había desgarrado las entrañas. Nos metimos en el lugar más cercano, una de esas cafeterías provincianas donde los clientes fijan su mirada en todo aquel que atraviesa la puerta y especialmente si se trata, como en este caso, de una forastera. ¿Seguirán empleando esa expresión? Nos observaron escrupulosamente, de la cabeza a los pies, y noté en la nuca un gesto de reprobación. No tiene nada de particular, pues lo suelo notar siempre que entro a disgusto en un lugar tan desapacible como en el que nos encontrábamos. Cuando íbamos por la tercera caña y la tercera tapa de canapés rancios y revenidos, a Rodrigo le entró una locuacidad inusitada.

– Si quieres ver cómo se ríe Dios, cuéntale tus planes -sentenció de pronto-. ¡Quién me iba a decir a mí que reviviría contigo mis peores pesadillas! Nunca se sabe lo que a uno le va a caer en suerte o en desgracia. Llevamos una pequeña bomba de relojería dentro y, de repente, nos hace saltar por los aires.

No esperaba respuestas. Sólo pretendía seguir hablando de los motivos por los cuales ponía tanto empeño en reconstruir los hechos y la memoria antes de perderla definitivamente. No quería morir sin acabar su modesto objetivo en esta vida. No recuerdo cuál me dijo que era, pero tenía algo que ver con el mío. Más que encontrar a nuestros desaparecidos, nuestra misión era hacernos dignos de ellos. Y acto seguido se dedicó a maldecir aquella guerra bárbara y miserable, como todas las guerras, peor aún al convertirse en tan atroz enfrentamiento civil.

– Porque las cosas fueron tal y como se han contado en ambos bandos, no creas, Paula, que las víctimas eran sólo los tuyos o los nuestros o como quieras llamarlos. Yo también conozco a mucha gente resentida que delataba para resarcirse de pequeños agravios, por celos de una mujer, una deuda de juego o cualquier rencilla vecinal. Lo sé. Así se cargaron a un montón de inocentes de uno y otro bando. Poco hemos progresado si a estas alturas no tenemos un método más eficaz y, sobre todo, más justo, para acabar con los tiranos. Pronto hará setenta años que comenzó el espanto por el que aún estamos penando. ¿Crees que algún hijo de los iraquíes reventados en las calles de Bagdad perdonará a los verdugos de su padre? Es muy distinto que lo mate un enemigo desconocido que un vecino cercano. Nada hay más execrable que una guerra civil como la nuestra. Ya sé que no la vivimos, pero la llevo grabada en mi cerebro, por eso no soporto las películas sobre la posguerra y, menos aún, las que aciertan a recrear el ambiente mezquino alumbrado por las lámparas de carburo, el gasógeno, los tranvías abarrotados, la roña del estraperlo y los estraperlistas, la sarna, los piojos, las toses de los desarrapados, las medias de cristal con costura de las meretrices, los huéspedes, las pensiones, el brasero bajo la mesa camilla, los seriales de la radio, la copla, el olor a guiso rancio… Detesto esa colección de imágenes color ceniza. Cuanto más realista es una película, más me duele, aunque nosotros no tuviéramos cartilla de racionamiento ni hayamos probado jamás el pan negro. Estamos juntos, aquí, en este preciso momento, porque ninguno de los dos hemos querido olvidar. Necesitamos saber cuál es nuestro destino y el de aquellos que nos precedieron, y tenemos el deber de respetar la palabra dada a nuestros muertos.

Probablemente estaba hablando en un tono demasiado alto, porque la gente de las otras mesas no dejaba de mirarnos. No le conocía lo bastante como para saber si le daban con frecuencia estos arrebatos. Durante su vehemente monólogo me limité a hacer gestos de asentimiento con la cabeza, pero él no me miraba y hubiera seguido hablando más tiempo de no haberle interrumpido.

– Hay mucho ruido en este sitio.

– ¿Nos vamos a otro? -me preguntó.

– Te lo agradezco, pero estoy agotada. Quiero irme al hotel: ha sido un día demasiado vertiginoso.

El camarero tardaba en cobrarnos. Me sentía cada vez más impaciente. Quería de nuevo huir de él. Necesitaba comprender por qué me estaba desviando tanto del camino trazado cuando llegué a León con el único propósito de recuperar las cartas y esperar la llamada prometida. ¿Qué hacía en ese horrible lugar con un desconocido empeñado en soltarme aquella soflama antibélica? Era un buen hombre, no lo niego, pero no quería estar allí. Lástima que no me atreviera a salir corriendo, era lo único que me apetecía.

Cuando, al fin, me dejó en el hotel, subí a mi habitación sin detenerme a preguntar si me habían dejado algún recado. La luz roja del teléfono estaba encendida. Tenía un mensaje. Me precipité a escucharlo conteniendo la respiración. «Paula, llámame cuando vuelvas de Pola». Una vez más me había equivocado. Era la voz de mi tía Olvido, y malditas las ganas que tenía de llamarla. Seguro que algún alma caritativa le había informado puntualmente de mis salidas y entradas en el hotel. No quería darle más explicaciones.

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