Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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– Mañana hablamos, Rodrigo. Gracias por todo.

Entré en el hotel sin volver la cabeza. Al fin, libre, me dirigí a recepción con más esperanza que en otras ocasiones.

– ¿Han dejado algún sobre a mi nombre? -pregunté con ansiedad.

– No, señora, no tiene nada -me respondieron con la monotonía de siempre.

– ¿Por qué hay tanta seguridad? -pregunté.

– Han venido varios ministros del Gobierno.

– ¿Me puede conseguir los periódicos de hoy?

– Sí, señora.

En la portada del Diario de León aparecía el siguiente titular: «La ARMH exigirá que se reconozca la cárcel franquista de San Marcos. Las reivindicaciones incluyen un verdadero compromiso con los represaliados». Periódico en mano, subí corriendo hacia mi habitación, consciente del peligro que me acechaba. Rodrigo podía aparecer en cualquier momento, es más, probablemente asistiría a alguna de esas reuniones. Formaba parte de la Comisión de la Memoria Histórica y si no había participado en el encuentro, había sido sólo por acompañarme en el viaje. Su generosidad hacía que me sintiera peor todavía, pero no quería verle. Cuando por fin acerté a abrir la puerta de la habitación, descargué sobre la cama todo lo que llevaba encima y me lancé hacia el teléfono.

– Anulen todas las llamadas, por favor. Que nadie me moleste.

Enseguida me di cuenta del error. ¿Y si me llamaba Lucas? ¿Y si precisamente elegía ese momento para ponerse en contacto conmigo? No, no podía tener tan mala suerte. Debía arriesgarme, porque no podía soportar escuchar a Rodrigo diciendo que no le había dado tiempo a despedirse y que estaba en el bar tomando una copa, que si quería acompañarle un rato, que tenía una reunión allí mismo con alguien de la comisión, que… La copa me la tomaría yo sola, antes del baño de agua caliente, con el Orfidal, el sonido de fondo de la televisión y la lectura del periódico, que venía cargado de información de la ARMH, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica: exhumación de los cadáveres de los fusilados, la comisión encargada de repararlos agravios cometidos con los republicanos que fueron encarcelados, fusilados y represaliados por la dictadura…

Todo me concernía. Era cierto lo que me había contado Rodrigo. Estaban preparando una relación de víctimas para elaborar un informe sobre la situación actual de los supervivientes de la represión para rehabilitar moral y jurídicamente a los afectados. Iban a reunirse al día siguiente con organizaciones de familiares de desaparecidos, ex presos políticos y guerrilleros, para conocer las ayudas recibidas hasta el momento, inexistentes en la mayoría de los casos, y presentar al Gobierno actual sus reclamaciones. Me enteré de que éramos cerca de veinte mil los descendientes de leoneses que fueron sometidos a juicios sumarísimos y que pretendían escuchar a todos con el fin de que participaran en los trabajos. Se intentaban anular, a estas alturas, los procesos abiertos por los tribunales militares y los que surgieron posteriormente al aplicar la Ley de Responsabilidades Políticas contra los detractores del régimen de Franco. Ahí estaba el nombre de mi abuelo, juzgado por agente izquierdista y mala conducta por negar su adhesión al Movimiento Nacional, en el expediente del Delegado para la Depuración, del Jefe de Servicio de Acopios y de todos aquellos malditos directivos de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España. Otra aberración jurídica.

En el cementerio de León aparecen registradas 1.409 víctimas por aplicación de juicios sumarísimos o de asesinatos aún más irregulares, es decir, los llamados paseos, la mayoría procedentes de San Marcos, el lugar donde me encuentro en estos momentos y que me acelera los latidos del corazón. Si continúo leyendo el periódico, tendré que tomarme otro whisky. La asociación reclama que la cárcel de San Marcos y el resto de los campos de concentración -está bien que los llamen por su nombre- y espacios públicos construidos por presos republicanos se recuerden con placas o monumentos.

Han tenido que transcurrir setenta años para recuperar estos fragmentos de memoria. Me queda poco que añadir, excepto que la guerra, como bien dicen, la ganaron los que no tuvieron piedad. Los que carecemos de deseos de venganza tenemos más necesidad de justicia y, sin embargo, sería incapaz de cambiar una sola piedra de cualquier lugar si ese acto simbólico encendiera aún más los ánimos de los necios sectarios o de los desaprensivos que quieren hurgar en la herida. Las ánimas de nuestros abuelos, fusilados o desaparecidos, no nos perdonarían la imprudencia de echar más leña al fuego por una placa de más o una lápida de menos. Es mentira que las palabras se las lleve el viento. La razón es como la bondad: sólo existe cuando alguien la ejerce.

¡Pobre Rodrigo! No debería responsabilizarle de mi confusión. Espero que me acompañe en el último tramo del camino. Mañana, si me despierto, le pediré disculpas una vez más.

8

En la habitación número 117 de la clínica me encontré a un pobre anciano en fase terminal al que le salían tubos de diversas partes del cuerpo.

– ¡Valeriano! -le grité.

Tenía los ojos cerrados y no se inmutó cuando pronuncié su nombre.

– ¡Vámonos! -me ordenó Rodrigo, que, generosamente, no había querido dejarme sola con el exorcismo.

– Espera. Quiero que abra los ojos.

– ¿No te das cuenta de que está agonizando? -insistió Rodrigo, tirándome del brazo para alejarme de allí.

– Tengo que decirle algo.

– No seas terca, Paula, se está muriendo.

– Quiero preguntarle por qué lo hizo, qué le impulsó a llevar al paredón a un hombre inocente como mi abuelo. Quiero saber si ha sentido remordimientos durante su larga y maldita vida.

– Ten un poco de piedad -me pidió Rodrigo-. A estas alturas no te va a dar motivos que justifiquen tu rencor.

– ¡Claro que siento piedad por este despreciable sujeto! Sólo me gustaría que se arrepintiera del daño que ha hecho a tantas familias como la mía. No le guardo rencor, Rodrigo, te aseguro que no le odio, pero tengo derecho a saber.

– Razona -dijo con energía-. ¡Vámonos!

Nunca he soportado la longevidad de esos nonagenarios egoístas que se aterran como garrapatas a este mundo sin que nadie se lo pida, mientras otros, los mejores o los más necesarios, mueren prematuramente. Estos viejos desalmados viven sin necesidad cuando ya nadie les echa en falta en este mundo, cuando es preciso que dejen un hueco a quienes se lo merecen más. Pero ahí siguen, delatores, asesinos, verdugos, tiranos y dictadores ególatras, como si la enfermedad no fuera con ellos. La vida no está hecha para entenderla, me recordaba siempre Lucas, sino para asumirla. Quién sabe si, a veces, es mejor irse a tiempo de este mundo.

Cuando vi a aquel pobre residuo humano postrado en la cama del hospital, con la cabeza llena de cables, me vino a la mente la patética imagen de Franco. Poco después de firmar sus últimas sentencias de muerte -recuerdo bien los rostros de los fusilados en Hoyo de Manzanares- murió de una manera más cruel y deshonrosa que sus víctimas, rodeado de la indiferencia de su propia familia, uno de cuyos miembros cometió la infamia de fotografiar su atormentada agonía y vender el material en exclusiva a una revista por una mediocre cantidad de dinero.

Para las víctimas colaterales de su dictadura, aunque seamos víctimas de tercera generación como es mi caso, es un sortilegio reparador repasar el oprobio de ciertos episodios. ¡Cuántas vilezas cometieron para trepar a la cima de la montaña de estiércol en la que se convirtió su paso por la historia! Las personas de su catadura moral no tuvieron ocasión de transmitir un fugaz resplandor en cualquier instante de esa vida rodeada de una corte de personajes sórdidos, amedrentados, pusilánimes, trepas y traidores.

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