Primera edición en MINIMALIA, noviembre de 2007
Director de colección: Alejandro Zenker
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Viñeta de portada: Mauricio Morán
© 2007, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.
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ISBN 978-607-7640-13-4
Hecho en México
Señales
Pérdida y encuentro de la identidad de una princesa
1. Sé poco de enfermos
2. Atrapamiento y desazones consiguientes
3. Tenía cara de Chivas Regal
4. Lo palpable, lo mórbido
5. En El Palacio de Hierro ganaba poquitísimo dinero
6. Confluencias de cúmulos recuerdos y luzlatido cotidiano
7. Algunos verbos castellanos conjugados
8. Acoplamientos naturales
9. Hoy el galán de moda, dos funciones
10. ¡Que se me caigan los dientes si miento!
11. Dos senos ilustres se posan sobre un lecho atesado
12. Cierta avidez se había apoderado de nosotros
13. La muchacha fantasma de la Colonia del Valle
14. De las simpatías sentimentales o transiciones
15. Deja que tu cuerpo se entienda con otro cuerpo
16. Ay te pido y te pido, ay te pido y te pido por compasión
17. ¡Danzón dedicado a Europa y países que la acompañan!
18. Las fiestas de las relaciones elementales
19. Conjugaciones conyugales
20. Cada doscientos cuarenta y siete hombres
21. A propósito de la próxima metamorfosis social
Una llamada telefónica de trescientas páginas
Pérdida y encuentro de la identidad de una princesa 1
Vicente Leñero
La conmoción que originó en 1964 la publicación en México de Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, no sólo tuvo implicaciones sociológicas. Al margen del escándalo desencadenado por el intento censor y de las discusiones sobre el valor antropológico de la obra, se abordaron polémicamente sus atributos literarios. Muchos se obstinaron en analizarla como novela, y aunque el error era evidente, es preciso reconocer que el trabajo de Lewis proponía caminos narrativos dignos de tomarse en cuenta. Uno de ellos, el empleo de la grabadora como instrumento para reproducir el habla coloquial, dio pie a que Emanuel Carballo —si mal no se recuerda— señalara atinadamente que las transcripciones magnetofónicas de Lewis cancelaban, a partir de ese momento, los alardes realistas de los escritores empeñados en calcar el lenguaje popular. Así como la aparición de la fotografía finiquitó el furor de la pintura naturalista, cuya máxima virtud era copiar al detalle lo que miraba el ojo, la aparición de la grabadora —indicaba el crítico— convertía ahora en infructuoso el esfuerzo imaginativo de los fotógrafos del lenguaje. Se liquidaba, pues, un recurso, pero al mismo tiempo se instituía otro: el aprovechamiento expreso de la cinta magnética, ya no con fines antropológicos sino con propósitos decididamente novelísticos. En Hasta no verte, Jesús mío, Elena Poniatowska ensayó con acierto esta gran posibilidad, y es muy probable que muchos otros escritores hayan usado y estén usando la grabadora para su trabajo creador. El hecho es que el aparato se ha convertido ya en un instrumento literario e incluso, a veces, en una especie de personaje o de nueva voz narrativa.
Con este último carácter, Gustavo Sainz introdujo en su primera novela, Gazapo (1965), la presencia de la grabadora. No se trataba allí de transcribir léxicos, sino de utilizar el aparato en la creación de originales puntos de vista: Menelao, el personaje central del relato, y a veces su narrador (punto de vista 1), se vale ocasionalmente de la grabadora en un esfuerzo por prolongar su memoria (punto de vista 2). Pero al mismo tiempo que el personaje dicta, bajo este segundo punto de vista, los acontecimientos que desea recordar, es el propio novelista Sainz quien parece utilizar la grabadora para dictar-escribir los monólogos de Menelao (punto de vista 3). Además de ingenioso, tal recurso —si de veras Gustavo Sainz dictó los monólogos dictados— debe calificarse como doblemente eficaz, porque logra transmitir el efecto real de un escritor trabajando con grabadora, y porque enriquece a su narrador con un enfoque adicional.
Habría mucho más que decir sobre la multiplicidad de puntos de vista en Gazapo, pero lo único que aquí se intenta es consignar “la obsesión de la grabadora” en el mundo novelístico de Sainz. Esta obsesión reaparece en su más reciente obra La princesa del Palacio de Hierro, pero con características totalmente distintas a las que se manifestaban en Gazapo. En La princesa del Palacio de Hierro la grabadora ya no funciona explícitamente como vehículo de un narrador, y no es posible sospechar siquiera que el novelista la haya utilizado para dictar su relato. Ahora Sainz parte de la popularización de la cinta magnética; da por sentado que a partir del descubrimiento de Lewis el uso del aparato es común y frecuente en el trabajo de escritores y periodistas, y concluye que lo que narrativamente hablando vale la pena hacer para dar un paso adelante es imitar, recrear el efecto producido por un personaje hablando frente a una grabadora. Es decir, como el uso y abuso de la grabadora han convertido en una realidad más las transcripciones de esta índole, a la literatura corresponde ahora imitar, retrabajar esa realidad y mantenerse así a la vanguardia del ingenio narrativo. El fenómeno equivalente en pintura es quizá más claro: la fotografía mata al arte naturalista, pero de inmediato un nuevo arte “naturalista” surge para recrear —para superar— los hallazgos fotográficos.
Toma de distancia
Como gran remedo de una grabadora transmitiendo lo que un personaje habla, está planteado el largo monólogo de La princesa del Palacio de Hierro. Las frecuentes muletillas características de cualquier conversación, los comentarios laterales, los tropezones, las bifurcaciones y extravíos que llevan a abandonar un tema, seguir largamente con otro y retomar al fin el inicial… hacen sentir el contacto con una transcripción magnetofónica, pero siempre sobre la base de que se trata de una invención literaria. Basta con analizar detenidamente la sintaxis y la variedad de enfoques secundarios que adopta el relato para confirmar que Sainz no ha realizado un trabajo antropológico similar al de Lewis, sino que remeda a este género con una necesaria dosis de ironía.
Desde el punto de vista formal, tal ironía estilística es condimento importante de la novela, porque contribuye a establecer el distanciamiento entre el novelista y su personaje-narrador. Como a cualquiera que escribe una novela “en monólogo”, a Sainz le importa sobremanera separarse del ser que habla en primera persona, para impedir toda sospecha de identificación mental e ideológica y comunicar el mundo de su protagonista con absoluta objetividad.
En su expresión más inmediata, la toma de distancia del novelista está dada en la antítesis sexual. Aunque no es un hecho insólito en la narrativa, sí es contrario a la costumbre y a los impulsos psicológicos primarios que un escritor varón haga monologar a lo largo de toda una novela a un personaje femenino. Esto, desde luego, no representa por sí solo una evidencia del distanciamiento —ni un deseo manifiesto del escritor de que así se deduzca—, pero Sainz agrega otras pruebas que no por eventuales dejan de tener importancia en ese intento separador. Una de ellas es la división en capítulos de la obra, que delata la presencia de un novelista armando y titulando los gajos de un monólogo ajeno, y otra es la inclusión de párrafos literarios de Oliverio Girondo que operan como comentarios o epílogos de cada capítulo y que forzosamente tuvieron que ser seleccionados por un organizador capaz de observar desde fuera a su protagonista mujer y, en consecuencia, desligado de ella.
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