Si a este razonamiento se agrega el criterio de que más que un personaje de carne y hueso, la protagonista es un ser de ficción, y por tanto un artificio, una mentira, la novela de Sainz adquiere una dimensión insospechada.
Sobre la base de una lógica rigurosa que en ningún momento violenta la congruencia de la protagonista ni la verosimilitud individual de los personajes que pueblan su vida, Sainz teje una complicada red de engaños literarios. Las aparentes contradicciones, los sutiles cambios de punto de vista, la movilidad cronológica, el remedo de la transcripción magnetofónica, el distanciamiento clave entre el autor y su relator, son los elementos formales de su gran mentira narrativa.
No importan de manera fundamental las aventuras de la princesa ni lo mucho o poco que diviertan al lector o le permitan asomarse al mundo frívolo de la realidad mexicana; es en vano que la protagonista las deforme para convertirse en un ser superior, maravilloso, para quien la oye o para quien la lee… Lo apasionante del libro no depende tanto de esas falacias, sino del hecho de que ella —muñeca de cuerda, personaje de ficción, inocente mitómana— esté construida como un símbolo feliz de la enorme mentira que es al fin de cuentas toda novela.
1Este artículo fue originalmente publicado en Diorama de la cultura, suplemento cultural de Excelsior, el 15 de diciembre de 1974.
Este libro estará dedicado siempre a Brenda,
quien lo inspiró, y a mi amigo Arnaldo Coen,
su primer lector y promotor entusiasta,
a Corina Preciado, por su interés
y expectativas, y a Claudio y Marcio Sainz,.
por su complicidad, confianza y compañía.
1. Sé poco de enfermos
Oye, pero la tipa estaba de sanatorio. Se vestía de hombre, con sombrero, corbata y todo, tú, ¿y sabes a quién se parecía? Bueno ¿te acuerdas de Mercedes, la que era novia de mi hermano? Sí, diablos, ésa que le ponía los cuernos, ésa que le veía la cara ¿no? Pregúntame si para entrar se los tenía que limar detrás de todas las puertas ¿eh? Y no era que se pareciera, sino que se ponía a maquillarse igualito, a peinarse igualito, a vestirse ¿no?, a fumar igual, todo igual igual. Y en la bolsa, tú, donde los hombres traen sus credenciales y las tarjetas de crédito y el pañuelo para limpiar sus venidas, ella traía las pomaditas. No me lo vas a creer, pero la detenía un agente de tránsito y ella se metía la mano al sobaco, como para sacar su credencial de influyente y no, ay no, señor, estoy muy fea, y chíngale, un tubito como de pasta de dientes, tú, lleno de pomada que se tiene que aplicar en la pierna, pues cada vez que se asusta, o se sobresalta, o se altera, o se pone nerviosa ¿no?, le sale una ronchita roja en salva sea la parte, y ella tiene que sacar un tubito y levantarse la tela del pantalón y exprimir sobre la manchita el gusanito blanco y masajear, sobar, acariciar, mientras el agente repite: su licencia. Vestida de Hombre ¿no? Y era muy amiga de mis vecinas, las de Guadalajara Pues, y estaba siempre en su casa o les hablaba a todas horas o venían a visitarme. A veces salíamos juntas ¿no? Casi siempre salíamos juntas.
Las de Guadalajara eran flacas flacas, pero tenían muy bonita cara. Y eran de un nervioso, tú, como una pareja de pájaros, la mayor con cierto aire resuelto, manoteando siempre como si nadara entre nosotras o marchara golpeando una gran tambora ¿no?; la otra riendo, abriendo desmesuradamente los ojos, chisporroteando como un cerillo para después deprimirse como gorrioncito achicopalado, o resfriado, o agónico, para al rato volver a palmotear con las manitas huesudas, toda feliz, exhalando suspiritos cortos y fulgurantes ¿no?, como una luz de bengala. Junto a ellas, La Vestida de Hombre y yo parecíamos de cartón ¿cómo se dice?, de papel maché.
Íbamos con frecuencia a un lugar que estaba en un sótano, en el sótano de una casa muy antigua. Se llamaba Las Dos Tortugas y el dueño era un señor muy chistoso. Entonces fíjate que él tenía todo el sótano decorado de manera muy burdelesca, así, como de casa de citas, porque ponía, en unos cuartos ponía… Sótanos, sótanos como los que se usaban en las casas antiguas para almacenar cosas… Ponía redes, en otro pintaba cosas, pero donde estaba el cuarto principal, donde se supone que se concentraba la gente y ¡vaya si se concentraba!, tenía todo lleno de brujas, brujas con escoba y todo ¿no? Colgadas. Chiquititas así, colgadas. Y a todas les enchuecaba las patitas para que se parecieran a mí, digo, todas las brujitas eran yo, tenían las patitas hacia adentro, como camino yo, como me paro yo. Entonces, cuando se iban acabando mis zapatos tenía como consigna ineludible ¿verdad?, que los tenía que ir dejando allí, porque como yo siempre bailaba, bueno, era la que animaba más, la que bailaba más. Era conocidísima ¿te imaginas? Y todos me querían mucho… Aparte de que no dejaban entrar a gente de mi edad ¿no? Aunque a veces llegaba y tampoco me dejaban entrar, porque había espectáculos medio fuertes. Entonces me decían no, no entres. Con mi hermano siempre ¿eh? Nunca sola. O con Las Tapatías o con La Vestida de Hombre, pero nunca sola. No, no entres, porque ahorita está medio fuerte. Y es que había señoras haciendo estriptís y cosas así. Pero iba gente de toda, de toda… Iban saliendo de fiestas, del cine, de moteles, claro, si conocían al dueño, digo, a ese muchacho alto, morado y con la panza en forma de pera. Iban prostitutas, iban golfas, iba Gabriel Infante, siempre de zapato blanco y pantalón así entubado de abajo y de aquí muy ancho. Entonces allí bailábamos. Era un lugar para bailar y siempre se concentraba allí la gente de ambiente, los chéveres y los superchéveres. Y una vez íbamos saliendo mi hermano y yo y dijo mi hermano: hijos, escucha eso, yo creo que a algún pendejo le están robando los tapones. Y le digo: puta sí, sí es cierto. Entonces empezamos a ver los coches, todos los coches que estaban estacionados allí, y que vamos viendo que era nuestro coche, que lo estaban desarmando tres tipos. Entonces mi hermano dice ay, carajo, si es mi coche, y que empieza a correr para alcanzarlos. Entonces los rateros vieron que se atravesaba corriendo y se subieron a un viejo ford que estaba estacionado en doble fila. Entonces mi hermano, el idiota, hazme favor, en lugar de dejarlos ir, alcanzó al ford y se agarró de una ventanilla, digo, trató de abrirles la portezuela, pero arrancaron como chiflido y apenas y pudo agarrarse de una ventanilla, como en las caricaturas. Y corría unos pasitos y tenía que alzar los pies, porque el coche iba demasiado aprisa ¿no? Unos pasitos y volaba un cachito. Los tipos le pegaban en la cara, le daban de cachetadas y él aferrado, bien aferrado. Hasta que se soltó ¿no? Entonces regresamos y nos metimos volados en Las Dos Tortugas. ¿Qué les pasó? Porque teníamos una cara que pregúntame si de indigestión con chayotes. Y mi hermano resollando como toro de lidia. Entonces uno de los muchachos que estaban allí trabajaba en alguna cosa de servicios, una oficina de agentes secretos o algo así. Imagínate, era tan secreto que todos lo sabíamos. Para esto, mi hermano venía como loco, repite y repite, nueve veintisiete doscientos cuarenta y tres, y repite y repite y repite así su placa, la placa de los tipos esos ¿no? Y ya fue y dio los datos. Entonces el muchacho dijo que iba a dar parte y que no sé qué, que no nos preocupáramos. Total, nunca hizo nada ¿verdad? Y nos quedamos sin tapones. Pero lo importante es que alrededor de la pista estaban colgados como treinta pares de zapatos míos. O cuarenta. Era yo La Popular ¿te imaginas?
Por esos días La Vestida de Hombre me hizo un tango por teléfono. Me dijo fíjate nada más que me estoy muriendo, tengo un dolor en la vesícula. Ah, no, en la boca del estómago. Parece que se me acaba de reventar una de mis úlceras y fíjate que estoy desesperada, me estoy muriendo, por favor, encuéntrame una enfermera muy barata, porque no puedo estar sola y mi mamá se fue a Israel. Y la clásica pendeja, aquí, La Madre Abadesa, dijo no, óyeme, no, vente a mi casa y mañana rapidísimo buscamos un hospital, no vaya a ser que caigas en un hospital malo, mira, vente a mi casa y mañana buscamos. Pues mira, todavía no le acababa de decir buscamos… Yo creo que la cabrona me acababa de hablar de la esquina de mi casa, de la caseta, porque ya había llegado. ¿Y sabes cómo llegó? Con sus ceniceros, con sus cuadros de la pared, con sus pomadas y todos sus aditamentos, de plano, para venir a establecerse. Ay, no te quiero contar cuando la vi, casi me desmayé. Es que me privaba. De mi papá olvídate, y de mi mamá, olvídate. Llegó y se posesionó primero de un cuarto, después del teléfono, y a los doce días ya éramos sus sirvientes. ¡Sus sirvientes!
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