Me quité las botas y me tumbé en la cama con el mando a distancia. Hice un barrido rápido por todas las cadenas de televisión y me quedé atrapada en el anuncio del calvo silencioso de la Lotería de Navidad. Las mejores campañas publicitarias que recuerdo suelen ser invernales, cuando nos llenan de mensajes bienintencionados que transmiten ilusión y esperanza. «Que la suerte te acompañe», dice la voz en off. «No sabes la falta que me hace», respondí al calvo. Menos mal que la camarera de la habitación me reponía puntualmente las pequeñas botellas de whisky, pero esa noche había decidido darle al champán y me disponía a sacar el corcho cuando llamaron a la puerta. No entiendo la condenada costumbre que tienen en los hoteles de no poner mirillas en las puertas y obligarte a gritar.
– ¿Quién es? -grité malhumorada mientras giraba el picaporte.
– Ábreme, Paula, por favor, soy Rodrigo.
Idiota de mí, primero le abrí la puerta y luego le pregunté qué quería.
– Perdona este asalto, pero necesito hablar contigo un momento.
Estaba desconcertada. No supe decirle que no y le invité a pasar.
– ¿Puedo sentarme?
Sin salir de mi sorpresa, le dije que sí.
– ¿Esperas a alguien?
Me descolocó aún más la pregunta.
– ¿Por qué?
– Porque veo que acabas de abrir una botella de champán…
– ¿Qué quieres, Rodrigo? -le pregunté de nuevo.
– Quiero hablarte del hombre que acabamos de ver. ¿Sabes que era amigo de mi padre?
– Sí, ya me lo has dicho.
– Quería pedirte perdón.
– ¿Por qué?
– Porque en cierto modo tenías razón: mi padre sí tuvo algo que ver con el fusilamiento de tu abuelo.
Le brillaban los ojos y tenía las pupilas dilatadas. Estaba visiblemente alterado. Es probable que antes de decidirse a llamarme hubiera bebido más whisky.
– ¿En qué sentido? -pregunté con el corazón encogido, dispuesta a escuchar una atrocidad.
– Mi padre fue testigo en ese juicio -me respondió con severidad.
Noté cómo la sangre me golpeaba en la cabeza. Estaba enfurecida con él, no por ser hijo adoptivo de ese nefasto padre, sino por hacer de su confesión un lamento interminable.
– Prefiero hablar de este asunto otro día. Esta historia me supera. No tengo ánimos para seguir hablando de la guerra.
– Necesito que me perdones.
– No tengo nada que perdonarte -le repliqué-. Los hijos no somos responsables del comportamiento de nuestros padres y ellos tampoco del nuestro.
– Te lo suplico, perdóname.
– ¡No me pidas perdón! -le grité-. Ahora entiendo por qué mi tía Olvido te detesta.
– Nunca me quiso -me respondió sollozando-. Tu tía Olvido se llevó una inmensa alegría cuando tu prima y yo nos separamos.
– Las madres tienen un sexto sentido para saber lo que no les conviene a sus hijas -repliqué con crueldad.
Avanzó unos pasos hasta la ventana y ocultó la cara entre los visillos para secarse disimuladamente las lágrimas. Conmovida, me acerqué con la intención de calmarle.
– Estamos los dos muy alterados -le dije con suavidad, al tiempo que ponía mi mano en su hombro-. Será mejor que dejemos esta conversación.
Se dio la vuelta, me sujetó la mano y me miró intensamente.
– Sé lo mal que lo estás pasando -añadió, sujetándome la otra mano-. Quiero ayudarte.
– No quiero tu ayuda -respondí nerviosa mientras intentaba que me soltara las manos-. No puedes ayudarme.
– Los dos estamos muy desamparados.
Dicho esto, se arrodilló ante mí, me rodeó la cadera con los brazos, sin soltarme las manos, y hundió su cara en mi vientre mientras susurraba entre lágrimas:
– Eres maravillosa. ¡Déjame quererte, te lo suplico, déjame quererte…!
Me dio un asco infinito y, loca de furia, le escupí en la cara después de gritarle.
– ¡Déjame en paz, hijo de puta! ¡Suéltame!
Afortunadamente, me soltó.
– ¡Perdóname, te lo ruego! -repitió por tercera vez-. Estoy muy alterado. Te juro que ya me voy. Perdón, perdón…
Se alejó de mí y desde la puerta me dijo solemnemente:
– No volveré a molestarte. Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.
Me quedé mirándole unos instantes. Continuaba enfurecida. No entendía lo que me estaba sucediendo, por qué había irrumpido este hombre en mi vida de un modo tan atormentado. Me juré a mí misma no volver a verle jamás. Esta vez sí: quería perderle de vista definitivamente.
Mi primer reproche fue para Francesca: «¿No decías que era un enviado del cielo? -escribí rabiosa-. Pues ha resultado ser un canalla y un vulgar acosador». No eran horas de despertarla, así que me limité a volcar mi furia en la pantalla del ordenador.
Antes de continuar, también como caído del cielo, llegó un correo electrónico suyo que decía lo siguiente:
Mi desafecta Paula:
Hace días que no sé nada de ti (esta frase la empleabas siempre tú). Dime dónde y cómo estás en estos momentos. ¿Te apetece hablar conmigo o prefieres perderme de vista durante un tiempo? Mientras llega tu respuesta te contaré que estoy leyendo un bellísimo libro sobre Nehru. Nunca había pensado leer nada de él, pero después del viaje a la India sentí curiosidad. He traducido, apresuradamente, un párrafo de gran belleza, porque al leerlo me viniste tú al pensamiento y supongo que, de algún modo, te afecta.
«Hay en el pasado algo quieto y perdurable, no cambiante, un no sé qué de eternidad, como una pintura o una estatua de bronce o de mármol. No le afectan las tempestades y sobresaltos del presente. Mantiene su dignidad y su reposo. El espíritu turbado y atormentado siente la tentación de refugiarse en sus abovedadas catacumbas. Hay en ellas paz y seguridad y hasta cabe percibir algo espiritual en su interior. Pero no se trata de vida, a menos que encontremos los lazos vitales que ligan al pasado con el presente y todos sus conflictos y problemas. Es una especie de arte por el arte, sin la pasión y el afán de actuar, que son la misma esencia de la vida. Sin esta pasión y este afán hay una gradual exudación de la esperanza y la vitalidad, un posarse en los niveles inferiores de la existencia, un lento desvanecimiento de lo inexistente. El pasado nos hace sus prisioneros y nos infunde algo de su inmovilidad. Sin embargo, el pasado está siempre con nosotros y todo lo que somos y tenemos viene del pasado. Somos sus productos y vivimos sumergidos en él. No comprenderlo equivale a no comprender el presente».
Me parece de lo más oportuno. Estoy convencida de que tu presente está a la vuelta de la esquina.
Te quiero y estoy impaciente por saber cómo van tus relaciones con el enviado celestial,
Francesca.
Sería mejor no compartir con ella mi cólera. Decidí no responderle de momento. Me habría gustado contarle a Charly lo que me estaba sucediendo, pero no me encontraba con ánimos para ponerle en antecedentes. Sentí un deseo fugaz de llamar a mi tía Olvido para confirmarle lo canalla y sinvergüenza que, en efecto, era el tal Rodrigo y toda su maldita familia. No podía contarselo a nadie más, así que me reprimí y logré calmar mis nervios.
El violento final de mi impetuoso y fugaz tropiezo con Rodrigo me trajo a la memoria muchos actos desagradables que había vivido, sobre todo cuando era joven y conocí a tantos tipos deshonestos, traidores, obsesos, tramposos y embusteros.
Tampoco podía dejar de pensar en las carboneras y en los sótanos de San Marcos. Tal vez debajo de mi habitación estuviera la mazmorra donde torturaron a mi abuelo. Podía imaginarme el lugar tal y como él lo había descrito en la penosa carta que guardo provisionalmente en el cajón de un escritorio que ni siquiera me pertenece.
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