El padre Joaquín me mira apenado, pero sin reprochar mi torpe comportamiento. Sigo incumpliendo mis promesas. Sólo me pide que recuerde lo que hemos hablado.
– Se sentirá bien. No temas. No será muy largo. ¡Ayúdale!
Lucas abre repentinamente los ojos, y me mira fijamente.
– ¿Cómo vas?
Me hace la misma pregunta que la última noche antes de su partida.
– Bien, yo estoy bien. No te preocupes por mí. Estoy feliz a tu lado. ¡Nos hemos querido tanto…! Sólo te pido un favor: perdóname si alguna vez te he hecho daño. Perdóname y me quedaré en paz. ¡Nos hemos querido tanto…!
La experiencia siempre llega tarde. No sé si ha podido escucharme, pero ya no me responde. Ni un sollozo, ni un gemido, ni un lamento…
Llevo muchas horas aferrada a su mano. Hemos pasado juntos en silencio varios días y varias noches. Deja de respirar plácidamente, le beso de nuevo en la frente y le digo adiós. Se ha ido con sabiduría y en calma, como me enseñó a vivir. Ha sido una muerte sosegada. Es un ser especial y yo he tenido el privilegio de estar a su lado hasta el último suspiro.
Epílogo. Setecientos setenta días más tarde
Han pasado dos años y casi dos meses desde nuestra despedida: setecientos setenta largos días con sus respectivas noches. Sin embargo, todavía me duele su ausencia. Durante diecinueve meses he llorado ininterrumpidamente. Recuerdo que mi madre lloró diez años la pérdida de mi abuelo. Como todo va más deprisa, las penas duran menos.
A medida que transcurre el tiempo, el llanto es más tenue y los ataques de melancolía se van distanciando. Aún me quedan lágrimas dentro, pero procuro reservarlas. Le recuerdo cada día, pero he aprendido a dejarme llevar por los acontecimientos en vez de luchar contra ellos. Es una manera de superar el duelo y salir de la oscuridad.
Al principio es muy doloroso, pero a medida que lo vas logrando, te invade una sensación de fuerza, y el dolor insoportable se convierte en una liberación. Ya estás preparada para lo que venga, incluso para la propia muerte. Soy consciente de que sólo se puede comprender la vida echando la vista atrás, pero sólo se puede vivir mirando hacia delante. O como dice nuestro querido Mahfuz, trabajando en este mundo como si viviéramos eternamente y pensando en la otra vida como si nos fuésemos a morir mañana.
Comprendí, al fin, que Lucas quiso prepararse para abandonar de la mejor manera posible este mundo y que su despedida fue un acto de amor. Me reconcilié con mi propia historia. Ya no me queda rencor, no tengo enemigos y, gracias a él, he recuperado la memoria.
Regreso a nuestra casa y, aunque sigue siendo demasiado grande para mí sola, está invadida por sus luces y sus sombras. No quiero huir de los recuerdos.
Llevo un tiempo alejada de todos, porque nunca aceptaron su actitud ni mis exiguas explicaciones. Como no quise compartir los detalles de nuestra despedida, a nadie le convenció la historia. No han visto la enorme belleza que puede haber en la oscuridad, sobre todo cuando está iluminada por la luz de la luna llena. Después de mi larga travesía nocturna, he recobrado el ánimo y ya sé cómo escribir la historia de los desaparecidos.
Esta noche el firmamento está iluminado y me permite ver las estrellas. Le hubiera gustado contemplar el cielo. Pienso, sin embargo, que estará cerca de Casiopea, frente a la Osa Mayor, y no echará de menos ni un ápice de este planeta, ni siquiera a mí… ¡Cuanto menos la luna llena!
El mundo sigue existiendo porque en cada generación hay unas cuantas personas justas, humildes y desconocidas, que hacen el bien sin pedir nada a cambio. Sin ellas, la Tierra ya hubiera desaparecido. Tengo la suerte de haber conocido a algunas de esas personas justas y el deber moral de recordarlas.
En primer lugar, a mis padres, que me entregaron la memoria de mis abuelos. A mi hermano, que siempre está cerca de mí para ayudarme. A mi tía Sara y a sus hijas.
A mis pocos amigos del alma, que no me han dejado totalmente sola en esta travesía nocturna. No necesito citar sus nombres. Son amigos generosos, que me han hecho reír y llorar. Mientras escribía, algunos me llevaron al puerto casi todas las noches del verano, otros a conciertos de jazz; me ofrecieron su hospitalidad; me regalaron consejos y orquídeas; me llevaron de copas en los capítulos más tristes. Más que amigos, son un talismán.
Tampoco olvido a mis hijos y a sus amigos, que llenan la casa de alegría y me dejan mensajes inolvidables: «Gracias por acogerme. El mundo es mucho más bonito desde tu ventana…».
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