Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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– Estar a mi lado. «Conócete, acéptate, supérate», decía San Agustín. Ya sé que te pido mucho, pero es lo único que quiero en esta vida. Te aseguro que es una satisfacción inmensa consumirme junto a ti y encontrar sentido al sufrimiento. Debemos estar alegres por lo mucho que hemos tenido.

Pasamos el resto del tiempo escuchando música gregoriana y evocando recuerdos antiguos. El día que nos conocimos en el aeropuerto cuando, sin ponernos de acuerdo, fuimos a esperar a una amiga común. La temporada que nos dio por cocinar y mantener interminables charlas frente al fuego de la cocina, vigilando las tres horas que tardaba en cocerse el dulce de leche. Nuestra obsesión compartida por El Cairo, cuando me perdía comprando morralla en el mercado de Jan al Jalili mientras él me esperaba sentado en un velador del café Fishawy, donde mantenía la ilusión de coincidir con Mahfuz, tomarse un té con menta y pedirle una dedicatoria. Por si acaso llevaba siempre encima la edición de bolsillo de Hijos de nuestro barrio. A Lucas no le molestaba que volviera cargada de kilos de baratijas, sino el olor a fritanga de cordero que se quedaba incrustado en mi ropa. Surgían a borbotones multitud de preguntas insustanciales.

– ¿Te acuerdas del nombre del guía que nos llevó a ver la pirámide escalonada de Saqqara?

– Sí, claro que me acuerdo: Gamal -le respondo-. ¿Cómo se llamaba aquel actor que se parecía tanto a ti?

– No sé de quién me hablas…

– Sí, el de Verano y humo.

– ¡Ah, qué tontería! ¡No se parecía a mí!

– Pero ¿cómo se llamaba? Espera…

«¡Laurence Harvey!», decimos al mismo tiempo.

– Pero, según tú, me parecía más a otro…

– ¿A quién?

– Sí, al actor francés… de La Piscina y A pleno sol.

– Alain Delon.

– No, mujer, no. Al otro… al de El fuego fatuo, la de Louis Malle.

– Ah, ya… Maurice Ronet. ¡Qué personaje tan inquietante!

– Me entusiasmó aquella película. -A mí me pareció deprimente.

Después permanecemos en silencio largo rato, cogidos de la mano, mirando hacia el mismo árbol.

Al anochecer, el cielo está estrellado y nos asomamos a la ventana para ver la Osa Mayor. Me pide que le acerque la Ilíada, uno de los pocos libros que tiene junto a la cama, y que le alumbre con una lámpara. Me lee en voz alta: «Allí puso la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí las estrellas que el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orion y la Osa, llamada por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orion y es la única que deja de bañarse en el océano».

– ¿Ves la Osa Mayor? -me pregunta.

– Sí, claro que la veo.

– Ya en tiempos de Homero servía de guía a los navegantes. ¿Y ves Casiopea?

– No, no la veo.

– Es la que tiene forma de W. La Osa Mayor y Casiopea ocupan los lados opuestos de la Estrella Polar. ¿Y ves Andrómeda?

– Tampoco -le respondo.

– No es fácil, a pesar de que el cielo está oscuro y se puede distinguir. Yo la veo. Me alegro de conservar todavía tan buena la vista. En esa constelación hay una gran galaxia, nuestra vecina más cercana en el universo.

– Sin embargo, yo me pierdo, veo demasiadas estrellas.

– ¿Dónde te gustaría ir? -me pregunta de repente.

– No lo sé. ¿Y a ti?

– No tengo dudas, quiero ir a Casiopea.

– Yo prefiero quedarme contigo, donde estamos ahora.

– ¿Sabes lo que dicen en la India? Cuando damos un paso hacia Dios, él da siete pasos hacia nosotros.

– El otro día leí una conferencia apasionante del Dalai Lama sobre la cosmología moderna y lo que él llama la ciencia de la conciencia.

– Me interesan mucho sus teorías.

– Cuenta que la ciencia y el espíritu son totalmente compatibles, porque, en el fondo, se trata de dos métodos diferentes de investigación, pero encaminados hacia el mismo fin: la búsqueda de la verdad. Buscaré el artículo y te lo traeré -le digo sin darme cuenta de que ya no queda tiempo.

Evita la respuesta. Pero leo en su mirada que ésta es la última noche que miramos juntos las estrellas. Me quedo en silencio. La pena me impide hablar.

A pesar de mi tristeza, pasamos juntos días sublimes. Gracias al recuerdo de esas horas felices soporto un poco mejor su ausencia.

3

Al tercer día, Lucas respira mal y se fatiga al hablar. Le doblo la almohada para incorporarle un poco, pero está desmadejado y no se sostiene derecho. Siento pánico al darme cuenta de que ha llegado el momento fatídico.

– Tengo mucho frío. Pide otra manta.

Le pongo la mano en la frente y noto que está ardiendo. Voy a buscar al padre Agustín.

– ¡Padre, padre, tiene fiebre, tiene frío! ¡Deprisa, por favor, deme una manta!

– ¡Tranquila, no te preocupes, vamos enseguida!

Cuando llego con la manta, se ha resbalado entre las sábanas y está delirando.

– Demasiada luz, demasiada luz… -susurra.

Le subo como puedo para que repose la cabeza sobre la almohada.

– Ya verás cómo se te quita el frío. Vamos, mi vida, en cuanto entres en calor, te sentirás mejor.

¡Qué estupidez le estoy diciendo! No debo ponerle la manta. Está tiritando, pero arde al mismo tiempo.

– ¡El pulso! -grito-. ¡Ha perdido el pulso!

– No te preocupes, no sufras -dice alguien desde la puerta.

¡Cielo santo! Ha llegado el final y aún no estoy preparada para soportarlo. Estoy aterrada. Sin embargo, él, la noche anterior, me convenció de que no tendría miedo. Estaba esperando la muerte plácidamente y quería que yo aprendiera a perder el temor. Pero no es así como quiero verle, estremecido y delirante. No puedo resistir el menor gesto de crispación en su rostro. Me siento en el borde de la cama y apoyo su cabeza en mi regazo mientras le hablo.

– Vuelve, mi amor, tenemos muchas cosas que contarnos todavía.

He cometido un nuevo error imperdonable. Me estoy comportando como una estúpida incompetente y egoísta. «Tienes que facilitarle el tránsito -me había repetido el padre Joaquín-, no intentes retenerle. Hay que dejar que las personas se marchen tranquilas de este mundo. Él te escuchará hasta el final y si le pides que no se vaya, que no te deje sola, sufrirá. Tienes que hacer todo lo contrario, dile: "Vete tranquilo, que yo viviré siempre con tu recuerdo. No te preocupes por mí, me has enseñado a vivir y ahora me estás enseñando a morir. Ten una muerte muy dulce y llega plácidamente al otro lado del paraíso. Pronto me reuniré contigo en algún lugar donde no habrá dolor ni miedo. Vete, mi amor, yo cuidaré de ti. Estoy bien y te amo. Siempre te querré y viviré feliz con tus recuerdos". Eso es lo que hay que decir a las personas que quieres mientras se están muriendo. No debes retenerlas ni un minuto más de lo debido. Hay que hablar bajo para respetar la solemnidad de la muerte. No puedes llorar ni gemir ni gritar ni pedirle al moribundo que se quede, porque ya ha emprendido el camino hacia el más allá y tiene que poner los sentidos que le quedan en irse de este mundo. No trates de aferrarle a la vida, porque entonces le dolería más dejarla y, sobre todo, no permitas que se vaya con la sensación de que te deja abandonada».

Cuando llegan los médicos, dos curas vestidos con hábitos blancos, estoy llorando. Traen oxígeno, le ponen una mascarilla y una inyección en el bote de plástico del suero, o lo que contenga ese líquido transparente que no ha dejado de gotear durante los días y las noches que llevo a su lado.

Procuro tragarme los sollozos para que no se dé cuenta de que estoy llorando.

– ¡No te vayas…! -le pido una vez más, en contra de mi voluntad-. ¡No me dejes, mi amor, no me dejes, te lo suplico…! ¡Abre los ojos…! ¡Hablame, por favor, dime algo!

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