Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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El primer cadáver que vi realmente fue el de un primo de mi padre, que murió en una clínica de la capital y, como querían enterrarlo en su pueblo, le sacaron en ambulancia haciéndole pasar por vivo, supongo que para ahorrarse el dinero del traslado o los trámites burocráticos. Quién sabe por qué lo hicieron. Yo sólo tenía trece años e iba al lado del conductor, que el canalla fue soplándome procacidades a la oreja durante todo el viaje. Le dije: «Cuando se lo cuente a mi padre, te la vas a cargar», pero le importaba un rábano. Hasta intentó meterme mano, pero no dije ni una palabra, porque bastantes problemas teníamos con hacer pasar al muerto por un vivo. En contra de la voluntad de mi madre, me empeñé en acompañar a mi padre en ese trance. Él iba en la parte trasera con el cadáver y la viuda. Mi madre y mi hermano no querían prestarse al fraude ni asistir al entierro. Yo, sin embargo, estaba orgullosa de mi actitud, de solidarizarme con mi padre y de mirar por primera vez a un muerto a la cara sin hacer aspavientos. Me enfadé después, cuando llegamos a la casa familiar, donde quedó instalado el velatorio y todo el pueblo desfiló ante el cadáver expuesto. Me puse furiosa porque no me dejaron permanecer junto a mi padre; él estaba con los hombres, y yo, como era una niña, se supone que tenía que encerrarme en la habitación del muerto con unas plañideras que pegaban enormes alaridos mientras rezaban el rosario. Negarme a participar en esa ceremonia ancestral fue mi primer acto público de rebeldía, creo que a partir de entonces entré de lleno en la adolescencia. Le debí de coger gusto a la subversión porque a raíz de aquella violenta negativa me convertí en una hija indómita, para desgracia de mis adorados padres. Creo recordar que entré en razón cumplidos los veintidós años y no me he sosegado realmente hasta pasados los cuarenta.

– ¿Te gustan las tortillas de Remellan? -me preguntó de repente Rodrigo.

– ¿De dónde? -respondí sin salir de mi ensimismamiento.

– ¡No me digas que no has probado las mejores tortillas de patata del mundo!

– Ah… Las tortillas… Sí, me encantan.

– Pues, vamos a ello. Tendremos que hacer un pequeño desvío, pero merece la pena.

Era una suerte haber encontrado una compañía tan complaciente.

– No te quiero mentir -añadió Rodrigo en un alarde de sinceridad un tanto pueril-. Lo que quiero es pasar por Boñar y comprar unos nicanores. Son mi «magdalena de Proust».

– Me motiva más la tortilla -comenté.

– Es menos delicado.

– A mí no me lo parece -le respondí.

– Bueno, admite que el hojaldre es más proustiano que las patatas -insistió Rodrigo.

– No te creas. Para mí, una buena tortilla es tan evocadora como los saltamontes, las lagartijas y las ranas que perseguíamos cuando éramos pequeños.

– Ahora que lo dices, cuando era niño a mí también me fascinaban los saltamontes -dijo para seguirme la corriente-. Comparto tu placer por la tortilla, pero me recuerda más al perro de Pavlov que a la magdalena de Proust.

– Mira, no…, por ahí no paso -le respondí.

– Es que es lo mismo -afirmó de manera tajante-. En realidad, sólo son dos reflejos condicionados.

– Es posible -insistí-, pero hay una gran diferencia: uno te despierta los sueños y el otro las ganas de comer.

Esta última frase me salió tan rotunda que sirvió para zanjar la absurda discusión.

– ¿Nos desviamos o no? -me consultó amablemente antes de tomar una decisión.

– Está bien, pasamos por Boñar, compramos los nicanores y nos los comemos de postre, después de la tortilla de Remellan y, en Pola, para rematar la ruta gastronómica, nos tomamos, si nos cabe, un poco de cecina y morcilla con vino de la tierra. ¿Cómo lo ves? -le pregunté muy ufana.

– ¡Fantástico…! Eres maravillosa.

La frase me sonó en los oídos como un disparo. Me situó de golpe en el espacio que me corresponde en este mundo tan alejado de las ensoñaciones y del tiempo perdido entre la tortilla y la magdalena. ¿Por qué cometió el error de decirme con tanta dulzura que era maravillosa? Me hubiera gustado escuchar ese cumplido sólo de una persona, y no era Rodrigo precisamente. Sentí que estaba traicionando a Lucas. El viaje era un tremendo error. No bajé la guardia hasta que entramos en Boñar, y entonces, en unos instantes, logré apartar de mis pensamientos la desolación cuando el paisaje me devolvió el sabor a felicidad de la infancia.

Tanto Boñar como Pola de Luna siempre han sido para mí recuerdos perdurables, como las hojas del magnolio, los dulces de mi madre, las castañas asadas en la lumbre, las abarcas de madera que nos calzábamos en las tardes de lluvia, las empinadas camas de caoba con las sábanas frías, las fiestas de gigantes y cabezudos en la ermita de San Roque, los cangrejos del Porma y las truchas del Esla que iba a pescar con mi padre y mi tío Macario, las pipas de calabaza, el cine de verano, los cromos de Ben Hur, los tebeos encuadernados del Capitán Trueno, los bailes de disfraces, las excursiones a la montaña con mi bicicleta y el perro de caza del padre de Emma, la fuente de los romanos donde bebíamos junto a las vacas, el juego del escondite entre los carros de la era…

– ¿Te acuerdas del árbol que había en medio de la plaza? -me preguntó Rodrigo saboreando su evocador pastel de hojaldre.

– Claro que me acuerdo, tengo una foto delante de ese árbol.

– Pues hace años que murió. Bueno, en realidad, lo mataron. El caso es que le llegó su hora y sólo dejaron un esqueleto como símbolo del pueblo. Estaba convencido de que era eterno y siempre permanecería en el mismo sitio, en medio de la plaza, junto a la iglesia y el reloj de la torre con el Maragato.

Me quedé absorta contemplando la insólita escultura que formaba el retorcido tronco del árbol muerto.

– ¿Tú crees que Proust y Pavlov se conocieron? Se me ocurre que incluso podían estar al corriente de sus respectivas ideas. -Volvió a la carga, con la intención de prolongar la teoría de que la nostalgia no era más que un reflejo condicionado.

– No tengo ni idea -le respondí con voz cansada.

– Creo que eran contemporáneos, sólo que Pavlov fue muy longevo y Proust se murió sin llegar a viejo.

– Si lo sabes, ¿por qué me lo preguntas? -le recriminé.

– Para evitar que te duermas.

– ¿Iba dormida?

– Te faltaba poco.

– ¿Te molesta que me duerma?

– No, en absoluto, pero me da pena que te pierdas el paisaje. Hace un día tan luminoso…

– No dormía, estaba pensando en cuántos años vivió el gigantesco árbol de la plaza.

– Años no, siglos. Ya existía en el siglo XVI. Así que vivió cuatro siglos como poco.

– ¿Por qué dices que lo mataron?

– Le atacó la grafiosis y no lo pudieron curar. ¿Y tú por qué vuelves otra vez al tema del árbol?

– Porque la foto que tengo delante de él me recuerda demasiadas cosas. Mi hermano y mi padre iban a Boñar a jugar a los bolos.

– ¿De qué más te acuerdas? -me preguntó interesado.

Ahora me dirá que las cosas no eran como yo las recuerdo, que la fuente no tenía nada que ver con los romanos, que eso era el puente; que no había magnolios, sino álamos, robles y chopos; que confundo unos pueblos con otros. Pero es cierto que conservo esa foto en el gran árbol. No sé cuántos años tendría. Era muy niña, llevaba un traje de baño con tirantes y un enorme lazo blanco en el pelo.

6La suculenta tortilla de patata me hizo olvidar, una vez más, el objetivo de mi viaje. No obstante, ni los cangrejos del Porma ni las truchas del Esla ni el perro de caza de Emma forman parte de la memoria que vine a recobrar. La dulzura de Rodrigo me condujo instintivamente a los recuerdos liberadores. Caí en la trampa que yo misma me tendí. Me propuse salir lo antes posible. «¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido con este hombre? ¿Qué pretendes recuperar si arrasaron con todo? Olvídate de las casas, las tierras, la herencia a la que tu padre renunció hace cuarenta años; nadie te lo va a devolver. A estas alturas de tu vida, ni siquiera te importa», me repetía a mí misma.

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