Ramiro Pinilla - La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Totakoxe, soltera -insulto, todav í a, a pesar de no advert í rsele el embarazo, y precisamente por no advert í rsele, pues ¿ qu é hab í a hecho de su hijo?-, contra su comunidad, o la comunidad contra Totakoxe, soltera: todo un pueblo dando tumbos por encontrar el NUEVO camino, sintiendo tronar en sus cabezas las pr é dicas vehementes de los testaferros, que, primero, llegaron de muy lejos para difundir cautamente desde las fronteras, luego difundir instalados ya en el territorio, y finalmente difundir, enraizar, institucionalizar el NUEVO mensaje desde p é treas, aparatosas e inamovibles construcciones: hombres, en un principio, de mirada dulce, luego dulcemente fan á tica, y ya en la tercera fase, fan á tica y triunfalmente colonial, menos locos por ser testaferros de la NUEVA religi ó n que por su intento de cristianizar a aquel pueblo de las estribaciones de los Pirineos secularmente inmune a cuanto le llegara de fuera; y, ahora -su Idea, su Mensaje, su Moral-, aterrorizando a Totakoxe, soltera, con un pecado que nunca lo hab í a sido antes; haci é ndola huir de los suyos con el estigma negro, castrador, inhumano, desnaturalizador, y poniendo en boca de aquellas gentes de Getxo que ahora la rodeaban: «¿ Qu é has hecho de tu hijo, soltera? » . Pero todav í a, sin la suficiente pasi ó n, expuestos a volver a la vieja naturalidad a poco que se alterara el entorno coaccionador; utilizando a Totakoxe, soltera, como objeto de reafirmaci ó n, necesit á ndola para demostrar a los testaferros y demostrarse a s í mismos que ya estaban en la judiada de lo NUEVO; y siendo la propia Totakoxe, soltera, quien les sirvi ó no s ó lo de leve banco de pruebas para su reciente iniciaci ó n, sino quien, yendo un poco m á s lejos -o todo lo lejos que hab í a que ir-, puso en bandeja a las gentes del territorio la ocasi ó n de institucionalizar lo que, aseguraban, ya hab í an abrazado; de levantar en piedra imperecedera el primer s í mbolo razonablemente estable de la NUEVA moral judeocristiana: aquella ermita, aquel caj ó n no mayor que un cobertizo, pero m á s que suficiente para desempe ñ ar su inviolable, imbatible y arrolladora funci ó n.

No aclaran las leyendas qu é ocurri ó hasta que Totakoxe, soltera, dijo que ve í a al á ngel: si la turba falsamente enfurecida que arrastraba a la muchacha abrigaba verdaderas intenciones de arrojarla por el acantilado -que, en un tiempo posterior, se llamar í a de La Galea-, o, al menos, darle tormento para obligarla a confesar d ó nde hab í a enterrado el feto; la llamaron «¡ Asesina! » y «¡ Mala madre! » , y la representaci ó n estaba saliendo de modo muy convincente, tanto, que la propia Totakoxe, soltera, crey ó estar ya condenada a los latigazos, a estrellarse contra las pe ñ as del fondo del acantilado o a ver pateado su vientre pecador, y fue entonces cuando, al pasar ante el gran roble, se puso a gritar que ve í a al á ngel.

Y parece que fue ir demasiado lejos: no por parte de Totakoxe (por primera vez, s ó lo Totakoxe, ignorando lo de soltera, por simplicidad mental, por verlo, de pronto, como problema menor), dici é ndolo, sino del pueblo acept á ndolo; fue como si al mentiroso contador de un cuento sobre el diablo se le apareciera el diablo. Se detuvo la muchedumbre que arrastraba a Totakoxe y mir ó hacia donde ella se ñ alaba con su brazo extendido y sus gritos de pavor: «¡ All í , all í , dejadme que lo vea bien, creo que lo reconozco! » . Las gentes no ve í an nada, pero no se atrev í an a decir que no ve í an nada, no se atrev í an a moverse; al principio, por puro desconcierto, aunque enseguida les empez ó a penetrar la paralizante certidumbre de hallarse en la misma frontera de la Gran Decisi ó n. La aterrorizada Totakoxe no dejaba de gritar que ve í a al á ngel, y Getxo estaba tan aturdido que ni siquiera hab í a empezado a maldecir la insoportable responsabilidad que ya sent í a sobre sus cabezas. «¿ D ó nde? ¿ D ó nde? » , preguntaban a Totakoxe con la vana esperanza de verla flaquear o pillarla en una contradicci ó n; pero a Totakoxe su propio temor la manten í a en una precisi ó n inquebrantable: «¡ All í , all í , en la ú ltima rama grande, casi en lo m á s alto del roble! » . El pueblo no acertaba a saber del todo si quer í a ver o no lo que ve í a Totakoxe, y ella no les conced í a tregua: «¡ Vedlo all í , en lo m á s alto, sonri é ndonos! ¡ Mi ni ñ o es un á ngel! ¡ El nuevo Dios me ha perdonado! » .

En tanto eleg í a postura, el pueblo se apart ó de Totakoxe, dej á ndola en el centro de un corro at ó nito y tembloroso; se oyeron voces acus á ndola de mentirosa, y en la nube de murmullos que flot ó sobre las cabezas de la muchedumbre se agolpaban ya las dos posturas enfrentadas que marcar í an el episodio, posturas de l í mites excesivamente neblinosos, pues tan pronto una voz defend í a a Totakoxe, como enseguida la misma voz ped í a su cabeza. Y fue de esa imprecisa frontera de donde empezaron a o í rse los primeros gritos escapados, sin plena conciencia, del alboroto de sus mentes: «¡ Milagro, milagro, milagro! » .

Entonces son ó una voz nueva en aquella ma ñ ana electrizante:

– El ú nico que puede decir si es milagro o no soy yo, porque el roble es m í o.

Era Jaunsolo, se ñ or de Getxo, surgido de los pr ó ximos jaros como una aparici ó n; ni montado a caballo dejaba de advert í rsele el desplome de su hombro izquierdo, una caracter í stica de su estirpe; le acompa ñ aban dos escuderos de a pie; era due ñ o de montes y valles y representaba a Getxo so el Á rbol de los vascos. Entre sus muchas pertenencias estaba, s í , aquel enorme roble.

– Eres Totakoxe -dijo Jaunsolo, casi afirm ó .

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