– Sentaos.
Calló durante más de dos minutos, hasta que ellas se sentaron en un sofá, muy juntas.
– Bien, y ahora empezad a contarme.
Pero, esta vez su nuevo silencio no le dio resultado. Lo más que pudo conseguir de ellas fue que le mirasen, de tarde en tarde, a los ojos, sin miedo, sólo con rencor, irreductibles.
– ¿Ni siquiera me queréis decir cómo os llamáis?
A Marimattin, que escuchaba desde el pasillo -ella fue quien referiría la escena-, le llegaron las nerviosas pisadas de don Eulogio contra el suelo de madera.
– No me acabéis la paciencia: he de ir a la primera misa y tengo poco tiempo. Estáis en un apuro y sólo os quiero ayudar. Naturalmente, si yo supiera que habéis matado al niño… ¿Queréis que empecemos por esto?
Ahora el silencio del cura fue amenazador. Marimattin entró en el aposento a colocar dos cubiertos sobre la mesa y pudo ver la mirada de inquisidor de don Eulogio cuando les preguntó, con su cara roja encima de las de ellas:
– ¿Dónde está enterrada la pobre criatura? ¿Es que no existe decencia en la tierra de donde venís? ¿De dónde venís, desgraciadas?
Contó Marimattin que los rostros de las forasteras tenían forma ovalada y su piel tirando al color de las uvas negras sin madurar, y que sus ropas se reducían a unos andrajos cenicientos en forma de sayón. Marimattin no podía apartar sus ojos de aquellas figuras cerradas que rechazaban a don Eulogio como si él fuera el forastero y no ellas.
– Sospecho que venís de una tierra sin curas -dijo don Eulogio-. De modo que, si os empeñáis en no abrir la boca, os bautizaré, confesaré y daré la primera comunión… ¿Habéis oído alguna vez hablar de estas cosas sagradas?
Al menos agarraron las cucharas cuando Marimattin les puso delante los dos platos de sopa de ajo, y comieron. El cura y el ama las contemplaron mientras trasegaban el caldo humeante, con la misma distensión con que solían ver caer la lluvia benéfica sobre su huertecillo reseco. Sólo cuando acabaron recuperó don Eulogio su indignación.
– No os lo merecéis -dijo, aunque con menos convicción: tenía la muchacha un cuerpo tan escaso de mujer que resultaba difícil imaginarlo gestando, pariendo o abortando. Pero, al retroceder unos pasos para mirar por debajo de la mesa, de nuevo tropezó con aquellos pies desnudos manchados de sangre-. Me las llevo a la iglesia -anunció al ama.
– ¿No van a comer más? -preguntó Marimattin.
– Sí, en cuanto arreglen sus cuentas con Dios.
El propio don Eulogio confesaría después que se quiso engañar a sí mismo convenciéndose de poder conseguirlo. En un momento se atavió para la primera ceremonia, después de cerrar la iglesia por dentro, para que no se le escaparan. Reconocería, también, que entonces entendió los bautizos como una simple prioridad, para, luego, caer sobre la muchacha desde el confesonario.
Como si la cosa no fuera con ellas, las forasteras le dejaron hacer. A empujones, don Eulogio las condujo ante la pila bautismal y cerró los ojos al mascullar los primeros latines, y, llegado el gran instante, preguntó, como de corrido, con falso desinterés:
– ¿Cuál será el nombre?
Abrió los ojos y miró, al transcurrir un tiempo excesivo sin respuesta, y tropezó con cuatro ojos sin expresión, sólo abiertos, sólo un poco asombrados.
– ¿Qué pretendéis? No os puedo bautizar si no me dais un nombre, cualquier nombre. -Don Eulogio dejó escapar lentamente el aire entre sus labios-. Hablad. Hablad, al menos, para decirme que os negáis a ser bautizadas. No os preguntaré si ya lo estáis o no. No os preguntaré nada. Pasaremos directamente a la confesión, y esto porque debo saber qué ha sido de ese niño.
Contaría don Eulogio que no tuvo más remedio que estallar.
– ¡Hablad o marchaos de este pueblo! ¡No queremos vivir entre asesinos! -Se dirigió a la puerta y la abrió-. ¡Seguid vuestro camino cargando con vuestra mala conciencia, o llamo a la Guardia Civil!
Las forasteras no se movieron. La voz de la muchacha sonó tan inesperadamente que a don Eulogio le pareció que no procedía de ninguno de aquellos dos bultos petrificados:
– Vamos a vivir en casa de ese hombre, de Camilo Baskardo.
– ¿Eh?
Don Eulogio se les acercó con gran cuidado de no quebrar la nueva situación, ocupando su puesto junto a la pila.
– En casa de Camilo Baskardo -repitió, perplejo-. Ah, bien. ¿Habéis hablado ya con Cristina? ¿Habéis hablado con alguien de esa casa? ¿Quién os envía?… ¡Demontre!… Ni habéis hablado ni… ¡Cáscaras!… Bueno, bien, ahora, vuestros nombres… Y acercad las cabezas al agua -y aguardó con la mano levantada.
– Magda -pronunció la muchacha.
– ¿Madia? -exclamó don Eulogio.
– Es igual.
– ¡Pero tú no te llamarás de las dos formas!
– No es mi nombre, sino el de ella.
Don Eulogio miró a la niña de diez años: callada, enclenque, lejana.
– Pero ¿cuál? Yo he oído Madia, aunque creo que era otro, quizá Magda. ¿Madia o Magda?
– Es igual -dijo la muchacha.
– ¡Coño, no es igual!
Entonces don Eulogio empezó a comprender que le habían concedido demasiado y se puso a elegir uno entre los dos nombres. Y, en ese momento, experimentó la desagradable sensación de haber aceptado el juego que le estaban marcando.
– Madia, yo te bautizo…
Cumplió con la breve ceremonia pensando únicamente en la otra criatura, la de diecisiete años; pensando ya en la inminente derrota que ella le iba a infligir. «Saben que necesito que se queden para sacarles lo de ese hijo», se dijo don Eulogio. «Ella es como una roca con inteligencia.»
Al concluir con la primera, se volvió hacia la figura en la que no había dejado de pensar, estrellándose contra aquellos ojos invulnerables que ya le estaban advirtiendo que no aceptaría ningún nombre, y que le proporcionaron la excusa para bautizar del único modo que cabía y él ya había aceptado; es decir, inventándose un nombre al azar. Pero ya en la sacristía y ante el libro parroquial abierto, una vez registrado el de MADIA, escribió a continuación O MAGDA, insólita alternativa en un libro parroquial a la que don Eulogio recurrió, posiblemente, a manera de relleno, a fin de dejar a la posteridad una hoja con las menos líneas en blanco posibles, una hoja en la que no sólo no iban a figurar los nombres de padres y madres de ninguna de las dos forasteras, sino ni siquiera el nombre de una de ellas, pues don Eulogio -según confesaría después- acababa de resolver no inventarse ninguno para la figura de piedra, en una concesión más a aquellos ojos irreductibles. Él mismo se asombró cuando, al levantar la pluma del libro, vio que había escrito ELLA, el pronombre con el que ya la había aludido varias veces en los pasados minutos, la referencia más lejana que pudo encontrar sin que dejara de ser referencia.
Y, de pronto, se asombró igualmente sintiéndose feliz: olvidando lo que pudiera venir a continuación, acababa de incorporar dos almas a la familia cristiana. Si bien descubrió, paralelamente, algo que le inquietó: que estaba facilitándoles su instalación en el pueblo. Mas ya se encontraba ante el confesonario y se concentró febrilmente en la operación que justificaría todo lo precedente. Se sentó en el interior de la caseta, después de fijar a Ella frente a la rejilla.
– Ave María Purísima -dijo don Eulogio-. ¿De qué necesitas confesarte, hija mía?
– ¿Cuándo me va a llevar a la casa de Camilo Baskardo?
La iglesia, el templo; pero, antes, la ermita, aquel caj ó n, poco m á s que un cobertizo, construido al pie del gran roble en cuyas ramas Totakoxe, soltera, dijo que ve í a al á ngel, de modo que aquello se llamar í a por siempre la ermita del Á ngel; y junto al medio olvidado Catafalco de roble arrancado, un siglo antes, de la playa y dejado all í no s ó lo mientras Etxe y Larreko resolv í an a cu á l de los dos pertenec í a, sino en espera de darle un destino.
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