Mientras el pesaroso amante escapa de los esbirros del Sultán, Scherezade, bajo la presión del Califa, perfecciona prácticas de supervivencia. Ante cualquier manifestación de peligro, se enciende una hoguera en su pecho y las llamaradas iluminan los senderos que debe seguir para no perecer. Es así como, intercalando sueño y realidad, ella ve la primera luz del sol alcanzar el rostro del Califa, con la expectativa de que el hombre, temporalmente ciego por el brillo matinal, avance hacia el verdugo, apostado detrás de la puerta, y decrete la sentencia de vida o de muerte.
En la penumbra de la noche, Scherezade se reviste con el manto de la incertidumbre. Le han confiado secretos ungidos por las manos de un dios que deambuló por el desierto, por las márgenes estrechas del Tigris, y se siente perdida. La visión lejana y gris de Bagdad no la puede salvar de la oscuridad.
A pesar de las lámparas encendidas, la memoria a veces se confunde, disuelve hechos, rehace personajes, mitiga la acción de las peripecias, sustituye decorados. Cansada, cede al sueño vigilada por Dinazarda y Jasmine, que se turnan. El Califa, que se había dormido a su lado, despierta, exigiendo la continuación de la historia. A pesar de estar somnolienta, ella es intrépida, rehace de inmediato la tela de intrigas del relato, rota por el cansancio y el miedo.
La noche es larga y amenazadora. La vigilia intimida a seres y bestias. En su afán de justicia, Scherezade libera a Alí Babá, a Zoneida, para que se pronuncien. Los despoja de las certidumbres implacables, del transitorio heroísmo. ¿Cómo ser héroe del propio terror?
Esta noche, como todas, Scherezade debe superarse, sondear los densos significados de Alí Babá y Zoneida, para mencionar a algunas de sus criaturas, y cederles, a manera de protección, aquellas entidades que cada cual venera a escondidas. Mientras que Jasmine, esclava del Califa, había engendrado dioses adecuados a la inclemencia del desierto, reverenciados por hombres, camellos y lagartos, Dinazarda había heredado curvaturas religiosas y el sentido del drama. El propio Califa, simulacro de lo divino, recurriría, a escondidas, a los favores de un dios que lo resguardase de las intemperies. ¿Quién sino el dios de cada cual se antepone al caos?
En la medina o en el salón del trono, cortesanos y pueblo se igualaban en la expectativa de la venida del sol. Juntos conmemoraban quimeras y la claridad del nuevo día. En algún lugar distante, tal vez en Samarra, Tikrit, Mosul, lejos del Tigris y del Éufrates, los creyentes, en ardorosos rezos, se echaban al suelo con la mirada dirigida hacia La Meca.
Ella misma, al invocar al Profeta, se acuerda de Fátima. ¿Qué habría de decirle ella sabiendo a su amada Scherezade a merced del Califa? Sin embargo, se calla. Le duele la ausencia de Fátima, que le hiciera probar la leche de una cabra alba traída del desierto especialmente para la recién nacida. No la quiere presente en los aposentos ni en pensamiento, apreciando una cópula que humilla y cancela el futuro de su pupila. Al fin y al cabo, Scherezade había cedido a las demandas del Califa en pro de una causa justa y nada tenía que reclamar. Importándole poco que él no alterase jamás la rígida secuencia con la que fijaba el encuentro fugaz de sus genitales, o que ambos bostezasen confiados en que la llama del candil no delataría el mutuo enfado.
Ella festeja tal desinterés. El declive del soberano la favorece. Mientras él ya no es el mismo en el lecho, el transcurrir de las horas nocturnas le despierta el deseo de vencerlo, de entonar loas a la luna, de enaltecer la pugna emprendida por su ego vilipendiado. Fortalecida por la energía que se desprende de la primera claridad, Scherezade, despacio, trama contra el Califa. Va tejiendo una estratagema que hiera al Califa y la conduzca a la libertad.
¿Con quién contaría en la batalla postrera? Piensa seriamente en Jasmine, carne estuante y esclava. ¿Acaso, estimulada por la gloria, aceptaría sustituirla en el lecho del Califa, sin que él distinga qué carne humana tiene en sus brazos? En la penumbra, al fin y al cabo, todos jadeaban agónicos y hambrientos, igualados bajo el tormento del sexo, queriendo a la fuerza despojarse de las secreciones de la pasión.
Había que convencer a la esclava. Prometerle, además de la consagración terrena, las regalías del paraíso. Exigir de ella el concepto de lealtad heredado de la inclemencia del desierto, de la convivencia diaria con la miseria. Quería persuadirla, no obstante, sin imposiciones asesinas, y que fuese libre para rechazar su propuesta. Pero que sopesase la conveniencia de ser la favorita del Califa, en caso de que él aprobase las delicias de un cuerpo trigueño que rozara la arena ardiente y se quemara. Hechizado, entonces, por una vulva procedente de una región donde jamás había estado el sexo del soberano.
Naturalmente había riesgos implícitos en aquel acto. Pero ¿no había querido siempre imitar a Scherezade? Tanto que, por las mañanas, absorbía su olor y su talento al mismo tiempo, sin perder de vista la distracción impresa en el rostro de la contadora. Una expresión que sembraba en todos la sospecha de haberse marchado hacía mucho de los aposentos, así que no contasen en las próximas horas con las artimañas de su oficio.
Además, ¿no hacía Jasmine lo mismo? ¿No estaría, desde ahora, urdiendo su propio relato? ¿Sorprendiendo para ello a Scherezade cuando pisa el suelo marmóreo con el andar de la gacela que guarda en el pecho la recóndita ferocidad de cierto tigre enjaulado, observado en el mercado de Bagdad, mientras Jasmine la veía distanciándose para siempre del palacio del Califa?
Scherezade ya no soporta el grillete que la une al Califa bajo la forma del coito. Después de desistir de llamar a una de las esclavas para sustituirla en el lecho, cavila sobre la posibilidad de traer del harén a una favorita experta en el mester erótico para quedarse en su lugar, a espaldas del soberano.
Piensa en la reacción de Dinazarda, su cómplice desde la llegada al palacio. No la puede mantener distante de la trama que crece en ella vigorosa, ocupando todos sus minutos. Después de las abluciones conducidas por Jasmine, le expone a su hermana el grado de su angustia. La dimensión de su drama personal. Aguarda a que Dinazarda exija pormenores asociados a esta trampa preparada contra el Califa.
Dinazarda se asusta sobre todo con el posible término de una aventura que las había enlazado tan estrechamente en aquel período palaciego, y que parecía imitar la felicidad. Mirando el rostro de Scherezade para no perderla de vista, de inmediato reprueba un proyecto destinado a fracasar. No confía en la benevolencia del Califa, en caso de que descubra el embuste, y mucho menos en su distracción. Lo habían educado para desconfiar de los actos humanos y reprobarlos sin ninguna excusa. El otro, cualquiera que fuese, representaba básicamente un adversario. ¿Cómo hacerle olvidar, entonces, el sabor de la carne de la hermana, la sal que venía probando desde hacía mucho, cómo burlar el paladar habituado a distinguir manjares y hacerlo aceptar en el lecho un cuerpo extraño ofrecido como si fuese el de Scherezade?
A pesar de la irritación de Scherezade, Dinazarda censuraba un cometido que muy pronto se traduciría en muerte. ¿Por qué, entonces, asumir un riesgo como éste? Pero mientras iba hablando, la propia Dinazarda sentía que sus argumentos flaqueaban, como si la propuesta de Scherezade no le pareciese totalmente desprovista de sentido, sino que, por el contrario, pudiese muy bien representar un giro histórico en sus vidas.
Para Scherezade, las débiles consideraciones de su hermana hieren sus intereses. La voz, ligeramente elevada, se sobrepone a los ruidos de la música que viene del salón de los banquetes, donde el Califa entretiene a unos invitados extranjeros. Afirma, en tono incisivo, que el soberano necesita un cambio. Recientemente le había confiado a un noble que ya no soportaba la monotonía de una vida cotidiana cuyo curso se preveía sin fallos.
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