Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Aquella noche en que la esclava se introdujo en su lecho, Alá, como si escuchase sus ruegos, le dio la rara oportunidad de replicar a la provocación de las hijas del Visir y abstenerse del sexo al mismo tiempo, sin el riesgo de perder en el futuro las historias de Scherezade. Tanto que a partir de esta primera visita, seguida de otras, el soberano exhibía sus dientes pequeños, imprimiendo a la sonrisa socarrona la marca de una maldad jamás vista antes en su rostro. Una expresión que correspondía, por cierto, a su más reciente convicción. No obstante, en el pasado, al enfrentarse con la insubordinación o la insidia de los cortesanos, habría reaccionado furioso y encaminado luego al culpable a la mazmorra o al cadalso. A merced, en el momento, del arcángel Gabriel, se defendía, sin pensar en la muerte de las jóvenes.

Frente al fraude sufrido, se dio tiempo, convenía meditar. Así, al tener a Djauara en el lecho de nuevo, sustituyendo a Scherezade, afloró en su rostro la sonrisa matrera que lo rejuvenecía. Sin titubear se echó sobre la joven. En contacto, sin embargo, con aquella carnalidad rebosante, su miembro, en flagrante desobediencia al proyecto que tenía en vista, se endureció. Desconcertado con el imprevisto de tener el instrumento resuelto en dirección al sexo de Djauara, le cubrió el cuerpo e, inmóvil sobre ella, sufrió su deseo.

Djauara abrió las piernas atrayendo al Califa. El miembro real, sin embargo, activo hasta entonces, en vez de internarse por la hondura del útero, no daba señales de vida. Sólo su voluminoso cuerpo, al comprimirle la superficie, generaba tal malestar que Djauara, con movimientos continuos, frotaba su cuerpo contra él, a fin de resucitar la verga del Califa y quedarse libre.

Montado sobre ella, el Califa hacía de todo para que su sexo no se empalmase. Dispuesto a apartar la posibilidad de que el miembro lo traicionase involuntariamente, se puso a acariciar el rostro de la joven, como si ella fuera su caballo originario de Tartaria. Despejándole los cabellos con las yemas de los dedos, a manera de peine, a pesar de la incómoda posición. Un gesto que, desprovisto de lujuria, manteniendo inerte el falo apoyado en Djauara, alejaba cualquier conjunción carnal.

Djauara apenas respira. Como le falta el aire, hace un ruido ahogado. Las hermanas, detrás del biombo, se inquietan, no la pueden socorrer. Entregada a la suerte, la esclava vacila en hacer creer a los presentes, incluido el propio Califa, que el miembro real, aún en estado de erección, se aloja en la vulva, de ahí que emita lamentos y suspiros falsos, como prueba del goce que el soberano le proporciona.

Como consecuencia de estos hechos, el Califa se divierte durante los días entrantes, se complace en sembrar pequeños desastres alrededor. Tal represalia, aunque surtiendo el efecto inicial de dejar a las hermanas sin acción, lo lleva a meditar sobre el malogro de que se siente víctima. En las visitas siguientes, aun respondiendo a la afrenta recibida, amplía el tiempo de permanencia sobre Djauara. A medida que practica este ejercicio maligno, el sentimiento de venganza parece agriarle el paladar, pierde el gusto de disfrutar de un triunfo que no hace honor a su estirpe. Tal vez por ello, empuja a Djauara hacia un rincón del lecho y, en voz audible para las hijas del Visir, le declara que no vuelva nunca más a los aposentos.

Dinazarda palidece, se siente perdida. Con gesto impensado, se coloca delante de su hermana. Debe el castigo alcanzarla primero. Pero, para su sorpresa, Scherezade se lanza sobre el diván antes ocupado por Djauara, asumiendo el delito. En medio del raso arrugado, aspira el olor dejado por la joven y que le evoca el desierto de Jasmine.

Se alivia ante el recuerdo de este paraje ilusorio. El castigo a punto de desencadenarse sobre ellas, como resultado de aquel canje de papeles, se había transformado en un hecho más en la cadena de los aconteceres que la afligen desde que se enfrenta al Califa. No importándole ya la inminencia de un fracaso que hace mucho viene amenazando su percepción de la realidad. Al final, habiendo aprendido a convivir con la sentencia fatal proferida diariamente por el Califa, no ve razón para temer las consecuencias de otro acto que la lleve al cadalso. Está dispuesta a entregar su cabeza al verdugo.

En medio del tumulto que siguió a la expulsión de Djauara, Scherezade, además de desafiar al soberano con la decisión de morir, aparenta el orgullo de cumplir una trayectoria que representaría la derrota de aquel hombre. Tanto que el Califa, quebrantado por este juego maligno, se aleja en dirección a la salida sin despedirse, dejando atrás una estela de congoja y malestar. Ya próximo al trono, lo consuela pensar que las hermanas, pendientes del castigo que les será infligido, sufrirán la expectativa de su regreso a los aposentos, acompañado del ejecutor.

Conscientes del peligro, las hijas del Visir se abrazan al oír al heraldo, cuya voz, sonando de lejos, anuncia la condenación. Ellas no saben qué bienvenida darle para sortear el peligro.

Rodeadas por el lamento de Jasmine, se despiden de la vida. Pero en el esfuerzo final de conmoverlo, exhiben, tumbadas en el suelo, la humildad de una sierva.

El Califa asoma en los aposentos triunfal. Pasa delante de las jóvenes sin hacer caso a aquel sacrificio. Se acomoda en el diván como si nada hubiese ocurrido. Indica a Scherezade que se acueste y, sin desvestirse ni sacar el falo escondido entre las ropas, la cubre con su cuerpo. Sus gestos, simulando una cúpula activa, prueban que está dispuesto a vivir en régimen de farsa a cambio de las compensaciones habituales, constituidas por los relatos de Scherezade.

62.

Scherezade amanece con fiebre. Se siente exangüe. Se esfuerza, pero le falla el cuerpo, no consigue levantarse de la cama. El Califa, con gesto distraído, tomando por placer sus mejillas sonrosadas, le concede un día más de vida. Una decisión tomada a medio camino de dejar los aposentos. Y que nada le ha costado, una vez que ha superado la agonía de castigar a las mujeres. Pero antes de salir, él mira hacia atrás. Se conmueve con la joven empeñada en aprehender el mundo con sus palabras. Y se pregunta quién después de ella, en caso de que fallezca o se marche del palacio de vuelta a la casa de su padre, le contaría historias. Por primera vez formula la posibilidad de perderla, sin sentir por ello dolor ni intentar impedir su partida.

Dejadas a solas, e ignorando las transformaciones que afectaban al Califa, las mujeres se entregan a la desesperación. Cada cual, en torno al lecho donde se extiende la febril Scherezade, busca un medio de salvarla, bajo la forma de un óleo purificador, de hierbas oriundas del desierto, de todo aquello, en fin, capaz de detener una enfermedad que amenaza con extenderse por su cuerpo, impidiendo que la joven se defienda de la virulencia del Califa, siempre implacable.

Rechaza la sugerencia de recurrir al médico de la corte. Dinazarda teme que los cortesanos, partícipes de una conspiración en marcha, añadan a la menta un veneno que precipite el desenlace de su hermana. En el palacio era fácil asesinar y borrar los vestigios de la acción criminal. Además, había crecido el número de acólitos y servidores que envidiaban la influencia de Scherezade sobre el Califa, un poder ahora acrecentado con las atribuciones otorgadas a Dinazarda, encargada de fiscalizar amplias zonas del palacio.

Ajena al drama circundante, Scherezade abre los ojos con dificultad, ve el mundo opaco, la raíz del mal la había golpeado hondo. El estado febril la deja, sin embargo, excitada, de los muslos le viene una calentura que abrasa y la ata a la vida. Acude a manoseos discretos, como si arrancase del baúl del cuerpo fantasmas, duendes, magos, enigmas que le rondan el espíritu. Sólo cuenta con Dinazarda y Jasmine para aliviarla de la enfermedad, que parecía incurable. Un fardo, sin duda, para la hermana, que vacila sobre qué hacer antes de que el Califa vuelva a los aposentos, con la expectativa de escuchar el final de otra historia. La reacción del soberano, viéndola aún postrada en el lecho, sin condiciones de alegrarle la noche, podía agravar la irritación que tiene, en general, después de las audiencias, y ordenar su muerte en súbito arranque.

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