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Arthur Clarke: Voces de un mundo distante

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Arthur Clarke Voces de un mundo distante

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«Arthur Clarke — dice The New York Times— rompe todas las reglas. Escribe best sellers que no tienen sexo ni violencia, ni tensiones familiares, ni héroes convencionales.» Su popularidad es enorme, sin embargo. Baste recordar el éxito de Cita con Rama y 2010 Odisea dos. En esta nueva gran novela de ciencia ficción, Voces de un mundo distante, Clarke aborda uno de sus temas favoritos: el choque entre dos culturas. Thalassa es un verdadero paraíso. Un puñado de islas, en medio de un vasto y cálido océano planetario, donde se ha instalado una pequeña colonia humana que había emigrado de la Tierra antes de la destrucción del sistema solar, ocurrida doscientos años atrás. Los habitantes de Thalassa son felices. Viven en un mundo idílico, con abundantes recursos naturales. Pero su tranquilidad se rompe con la aparición del Magallanes, enorme nave espacial que conserva un millón de seres humanos hibernados, sobrevivientes de los últimos días de la tierra. Voces de un mundo distante es una novela inteligente e imaginativa, que explora los límites del conocimiento y el destino del hombre y del universo. Otra obra maestra del gran Arthur Clarke.

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Arthur C. Clarke

Voces de un mundo distante

A Tamara y Cherene, Valerie y Hector por su amor y lealtad

«En ningún lugar del espacio ni en mil mundos habrá hombres que compartan nuestra soledad. Por más que exista sabiduría; por más que exista poder; por más que desde algún lugar del espacio grandes instrumentos contemplen en vano nuestros despojos flotantes, anhelándonos como nosotros a ellos, la naturaleza de la vida y los principios de la evolución ya nos han dado la respuesta. En otras partes, y más allá, hombres jamás habrá…»

Loren Eiseley, «The Immense Journey» (1957)

«He escrito un libro inicuo, y me siento puro como el Cordero.»

Melville a Hawthorne (1851)

I — THALASSA

1 — La playa de Tarna

Antes que el bote pasara el arrecife, Mirissa advirtió la furia de Brant. La tensión de su cuerpo ante el timón e incluso el hecho de no haberlo dejado en las hábiles manos de Kumar durante el último tramo, mostraban a las claras que algo lo había perturbado.

Abandonó la sombra de las palmeras y bajó lentamente hacia la orilla; sus pies se hundían en la arena húmeda. Kumar ya recogía la vela. Su «hermanito» — cuerpo musculoso y casi tan alto como ella — alzó la mano y sonrió. Cómo deseaba que Brant tuviera el carácter despreocupado de Kumar, que jamás se alteraba por nada.

Antes que el bote llegara a la arena, Brant saltó al agua y chapoteó hacia ella, furioso. Alzó un puñado de chapas retorcidas y cables rotos para que ella lo viera:

— ¡Mira! — exclamó —. ¡Fueron ellos otra vez! — Agitó el puño hacia el norte: — ¡Se acabó, esta vez no se saldrán con la suya! ¡Y me importa un comino lo que diga la alcaldesa!

Mirissa se apartó mientras el pequeño catamarán avanzaba hacia la arena sobre sus tambores fuera de borda, como un primitivo animal marino que se lanza por primera vez a tierra firme. Apenas pasó la línea de marea alta, Kumar apagó el motor y saltó a tierra junto a su furibundo capitán.

— Le he dicho a Brant una y otra vez que debe ser un accidente, tal vez un ancla flotante. No entiendo por qué los norteños habrían de hacer semejante cosa a propósito.

— Te diré por qué — replicó Brant —. Porque son demasiado haraganes para tomarse la molestia de desarrollar la tecnología requerida. Porque temen que atrapemos demasiados peces. Porque…

Al ver la sonrisa burlona del otro le arrojó la maraña de cables retorcidos. Kumar la atrapó hábilmente.

«Y aunque fuera un accidente, no tienen por qué anclar ahí. El lugar está señalado en los mapas: Prohibida la Entrada — Proyecto de Investigación. Voy a presentar una queja.

Brant había recuperado su buen humor; su rabia nunca duraba más de un par de minutos. Mirissa le acarició suavemente la espalda:

— ¿Tuvieron buena pesca? — preguntó en tono apaciguador.

— Claro que no — respondió Kumar —. Sólo le interesan las estadísticas: tantos kilogramos por kilovatios y otras estupideces por el estilo. Suerte que llevé mi caña. Cenaremos atún.

Metió la mano en el bote y sacó un cuerpo de casi un metro de largo, elegante y aerodinámico. Sus colores se desvanecían, sus ojos ciegos habían perdido todo su brillo.

«No es fácil pescar uno de éstos — dijo, orgulloso. Y en ese momento, mientras admiraban la presa, la Historia se abatió sobre Thalassa, y ese mundo sencillo y despreocupado, el único que los jóvenes habían conocido, llegó bruscamente a su fin.

La señal de su muerte estaba escrita en el cielo, como si una mano gigantesca hubiera trazado una raya de tiza sobre la bóveda celeste. Los bordes perdían nitidez, y ya el chorro de vapor parecía un puente de nieve que se extendía de un horizonte al otro.

Un trueno distante bajó de lo alto del cielo. Hacía setecientos años que en Thalassa no se escuchaba un ruido semejante, pero cualquier niño podría reconocerlo.

Mirissa se estremeció, su mano buscó la de Brant. Él entrelazó sus dedos con los de ella pero parecía ausente, su mirada, como perdida, seguía clavada en ese cielo partido por la mitad.

Estaba tan impresionado como los otros:

— Una de las colonias nos descubrió.

Brant meneó la cabeza lentamente, sin convicción:

— ¿Por qué habrían de molestarse? Si tienen los viejos mapas, deben de saber que Thalassa es casi todo océano. No tiene sentido que vengan aquí.

— Tal vez lo hacen por curiosidad científica — sugirió Mirissa —. Querrán saber qué ha sido de nosotros. Yo siempre he dicho que deberíamos restablecer las comunicaciones…

Era una antigua polémica que resurgía cada dos o tres décadas. La mayoría coincidía en que algún día habría que reconstruir la gran antena de la Isla Oriental, destruida cuatro siglos atrás por la erupción del Krakan. Pero — siempre había algo más importante — o interesante — que hacer.

— La construcción de una nave estelar es una obra gigantesca — dijo Brant, pensativo —. No creo que ninguna colonia lo haría, salvo que las circunstancias la obligaran. Igual que en la Tierra…

La frase quedó en suspenso. A pesar de los siglos transcurridos, la evocación de ese nombre despertaba profundas emociones.

Los tres se volvieron hacia el este: la noche ecuatorial avanzaba rápidamente sobre el mar.

Ya habían salido algunas de las estrellas más brillantes, y sobre las palmeras se alzaba la pequeña e inconfundible constelación del Triángulo. Eran tres estrellas de la misma magnitud, pero siglos atrás, un cuarto astro había brillado con mucha mayor intensidad durante algunas semanas, junto al vértice austral de la constelación.

Su superficie, muy encogida, todavía podía verse a través de un telescopio de mediana potencia. Pero ningún instrumento era capaz de mostrar la brasa apagada que giraba a su alrededor, y que alguna vez había sido el planeta Tierra.

2 — La pequeña partícula neutra

Mil años después, un gran historiador pudo calificar al período 1901–2000 como «el siglo durante el cual todo ocurrió». Agregó que la gente de esa época hubiera coincidido con él… pero por otras razones.

Hubieran destacado, con justo orgullo, las hazañas científicas de la época: la conquista del espacio, la liberación de la energía atómica el descubrimiento de los principios fundamentales de la vida, las revoluciones en la electrónica y las comunicaciones, los primeros avances en el terreno de la inteligencia artificial y lo más espectacular de todo, la exploración del sistema solar y el primer descenso en la Luna. Pero el mismo historiador señaló, con la absoluta precisión propia de la mirada retrospectiva, que ni uno de cada mil terrícolas se enteró de un descubrimiento que trascendió a todos los anteriores, casi hasta el punto de volverlos irrisorios.

Al principio parecía un hecho inofensivo y tan alejado de los asuntos humanos como esa placa fotográfica velada del laboratorio de Becquerel que desembocaría cincuenta años más tarde, en la bola de fuego sobre Hiroshima. Más aún, era un subproducto de la misma investigación y sus comienzos fueron igualmente inocuos.

La naturaleza es un contador sumamente estricto, sus libros están siempre balanceados. Por eso los físicos quedaron sumamente perplejos al comprobar que en ciertas reacciones nucleares siempre parecía faltar algo en uno de los términos de la ecuación.

Así como un tenedor de libros se apresura a reponer el dinero que ha sacado de la caja menor para salir bien parado de la auditoria, los físicos se vieron obligados a inventar una partícula nueva. A fin de justificar sus ecuaciones, tuvieron que dotarla de características muy especiales: era una partícula carente de masa y de carga, y tan extraordinariamente penetrante que podía atravesar un muro de plomo de varios miles de millones de kilómetros de espesor sin el menor inconveniente.

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