Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Egoísta, pues, como era el Califa, poco le importaría quién estuviese en el lecho. De Scherezade sólo quería la parte específica del corazón que le contaba historias interminables. No había en él otro interés salvo el derivado de las peripecias y de los absurdos humanos, un gusto cultivado a partir de Scherezade. Además, ¿quién habría de apostar por el amor de un hombre al que todos sabían incapaz de amar? En su largo reinado no se registraba un solo amor por el que hubiese rasgado vestiduras, manuscritos, o se hubiese echado cenizas en la cabeza como manifestación de duelo.

En su afán de convencer a Dinazarda, sugería que el trueque de las jóvenes en el lecho, antes de la llegada del Califa a los aposentos, se hiciese al caer la noche. La oscuridad, desdoblándose en sombras y falsas proyecciones, al facilitar equívocos daba la bienvenida a monstruos y a fantasías, servía a los intereses de amantes y asesinos.

Scherezade amaba, en particular, la epifanía de aquellas horas, cuando, a la luz de una vela, los hombres del califato asociaban la astucia nocturna a la naturaleza de la mujer, de quien se podía esperar toda suerte de señuelos, de mentiras e ilusiones. Creyendo el propio Califa en la demoníaca habilidad de la hembra para suscitar en él el extravío de la carne, doblegar su virilidad de varón, devorar su falo. Tal vez por ello sea común, en el mundo islámico, darle a la mujer el nombre de Laila, equivalente a noche en árabe.

No era Scherezade la única en acatar los peligros de la noche en sus historias. Hace mucho, califas y miserables coincidían en el temor a la oscuridad y a la vulva femenina, ambas asociadas. Los propios poetas de la corte no se libraban de la maldición. Intérpretes de los sentimientos amorosos, próximos al caos, sus odas tenían a la hembra y al crepúsculo como fuente primera. Tal iniciativa poética atribuía al ideal femenino la misma aura de misterio que Scherezade, en sus relatos, reconocía en aquella naturaleza lunar, cuya vulva cazaban los hombres en el desasosiego de la noche.

Niña aún, Scherezade había estudiado la mística sufí. Sus maestros, bajo el beneplácito de las metáforas que, con igual diapasón, abarcaban pez, agua, caballo y mujer, defendían la necesidad de reunir dos o más elementos antagónicos entre sí en busca de la trascendencia. Y ello porque estos místicos creían que, siendo la experiencia religiosa una vivencia simbólica, dedicada a explicar los enigmas del universo, era natural que la noche, Laila, y la propia mujer se confundiesen con una realidad oculta, a la que ni siquiera tenían acceso las exégesis más caprichosas. Indisolublemente fundidas, ambas evocarían, en apariencia, un útero cósmico, del que habrían nacido todos. Propiciando así la creación de un sitio esponjoso, de anchura insondable, fecundado por la luz y con tendencia a producir incesantes réplicas.

Rodeada por la pequeña tribu de mujeres, Scherezade repasa en la memoria la simbología de la noche, amedrentadora y poética. Se acuerda de cómo, al lado de Fátima, había clamado contra las zonas oscuras del palacio, protestando por la existencia de secretos por todas partes, actuando en abierta defensa del sol. Hasta entender que las religiones, amedrentadoras y arbitrarias, y los hombres en general se incorporan, sin desdoro, a la penumbra, natural zona de pecado y redención.

Aunque se le prohibía frecuentar la universidad de Bagdad, no por ello estuvo Scherezade privada de la enseñanza. Así, su maestro Avicena, que se vanagloriaba de haber caminado durante años por la Tierra con la esperanza de entender a los hombres, le transmitía con detalle todo lo que se refería a los debates incandescentes en torno a cuestiones filosóficas e históricas. Siguiéndola hasta hoy, donde estuviese, el eco de tales palabras. Giboso como un camello, inclinado bajo el peso de los años, ella le ofrecía manjares de los que solía estar privado. Mientras masticaba con avidez, escupiendo la comida sobre la mesa alfombrada de manuscritos y rollos, Avicena la esclarecía diciendo que el mito explicaba metafóricamente lo que existía en torno a los hombres. De modo que una forma se tornaba expresiva de otras, hasta de las implícitas, dependientes también de definiciones.

Le hablaba con una voz casi inaudible, forzando una confidencia cautivadora. Aquel sabio, que tenía la conciencia afectada por el miedo a la oscuridad, incapaz, entonces, de prever que moriría en su cubil sin una presencia amiga, atribuía a la noche leyendas y enigmas, que no agotaban explicaciones. Un legado originario de ancestros amedrentados ante la primera señal del crepúsculo, para quienes el amanecer era benéfico.

La noche siempre había dado inicio a los tormentos de Scherezade. El combate trabado entre la noche y el día, ambos con exaltada carga de contradicciones, inmolaba a los seres. Sobre todo a aquellos que, atreviéndose a elegir al hombre como figura central del universo, prescindían de la noción del bien y de la existencia de un dios.

Entregada a la penumbra, que ampliaba el espectro de la crueldad del Califa, Scherezade no dudaba de que aquel hombre encarnaba el mal. En nombre del honor ofendido, se había olvidado de la doctrina del Islam, celebrada especialmente durante el Ramadán, fecha en que el arcángel Gabriel había revelado al Profeta Mahoma los mandamientos hoy contenidos en el Corán.

Con la cercanía de la noche, ella se hermana con el séquito de mujeres que sufren los efectos de la hora del lobo abatiéndose sobre los humanos. En esta difícil hora, su memoria arcaica, arraigada, además, en cada individuo, recuerda el pasado en el que todos, refugiados en la caverna, creían imposible volver a ver la luz del día otra vez. En su caso, la noche es más dramática, pues gracias a la maldición lanzada por el Califa sobre todas las jóvenes, Scherezade se prepara para morir. Por las paredes de los aposentos, donde se proyecta la balanza de la justicia, se expanden frases que la advierten del peligro que corre. Pero antes incluso de que el ángel de la muerte se la lleve, Scherezade comienza una nueva historia.

60.

Para su sorpresa, Dinazarda la abraza, le pregunta qué silueta conocida se confundiría con la suya, de forma que el Califa, al empinar el miembro en dirección a la vulva, jamás sospeche del trueque efectuado.

El veredicto de Dinazarda le ha despertado sospechas. ¿Qué le había hecho capitular a su hermana ante un cometido tan peligroso como aquel otro que, tiempo atrás, había llevado a las dos jóvenes al palacio del Califa, donde se encontraban hasta entonces? Frente a una Dinazarda alborotada, empuñando espadas en su defensa, Scherezade se arrepintió por alimentar sobre ella pensamientos injustos. Al fin y al cabo, su hermana merecía consideración, nada que viniese de ella le haría daño. Se redimió de su desconfianza encargándole que eligiese a la joven que la sustituiría en el lecho del Califa. Ella misma no sabría elegir un rostro semejante al suyo, o un cuerpo cuyos volúmenes fuesen prácticamente su réplica. No sabía verse en la superficie de cristal y guardar en la memoria facciones cambiantes, que ora se alegraban con el nuevo día ganado, ora sucumbían frente a un futuro dudoso.

Dinazarda, a su vez, le había pedido a Jasmine la selección de la mujer que desempeñaría tal papel. Después de entrevistar a la joven de nombre Djauara, que temblaba de miedo frente a un destino cruel, la puso al tanto, mediante repetidas recomendaciones, de lo que debería hacer en presencia del Califa. Sólo entonces Dinazarda consultó a los astros con la expectativa de elegir una noche compacta y sin luna, con reducidos riesgos para su hermana. Elegido el día, Djauara fue introducida en los aposentos reales, que pisaba por primera vez. Le mostró el lecho en el que copularía con el Califa, repasando rápidamente con ella los detalles finales. No debía olvidar sobre todo que tenía prohibido emitir siquiera una palabra, aunque el Califa insistiese en escucharla. Y cerró la lista de consejos subrayando cómo actuar ahora que se había convertido en la princesa Scherezade.

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