El Califa convive con Dinazarda, guardiana de su intimidad conyugal, sin considerarla adversaria. No la acusa de formar con su hermana una alianza con miras a dominarlo. En ningún momento la ha amenazado con convertirla en su mujer después de la muerte de Scherezade. No obstante, aun sin haber considerado esta hipótesis, aprendió con la contadora de historias que la realidad era imprevisible.
Preocupado, sin embargo, por evitar conflictos en los aposentos, que podían, de repente, extenderse a otras zonas del palacio, el Califa no le expresaba contrariedades ni le hacía confidencias. Sus desencantos, aunque guardados para sí, aparecían en su rostro.
Reconocía que, dentro de las circunstancias, Dinazarda le era útil. Su celo, por ejemplo, en cuidar de aquella ala reservada a las jóvenes, aunque se moviese fingiendo que él no le había entregado aquel rincón del palacio a sus cuidados. Parecía ella tan a gusto con el universo circundante que el Califa ya cavilaba en aprovecharla junto a su padre, un auxiliar más entre tantos, en medio de los cuales él iba infiltrando discordia, en obediencia a la antigua tradición abasí. Desde hace mucho, además, venía percibiendo en el Visir una fatiga acentuada. Debida tal vez al exceso de trabajo, a una rutina administrativa sin mayores compensaciones. El Visir había envejecido, sin duda, en los últimos meses, debido en verdad a la hija menor, ahora su esposa provisional. Hasta el punto de que el Califa concluía a modo de balance que las arrugas en el Visir se debían al drama de la hija.
En Dinazarda admiraba, además de otras virtudes, su discreción. Ante su primer gesto en dirección al lecho, la primogénita del Visir se refugia detrás del biombo. Un procedimiento que no se le había impuesto, pues a él poco le importaba que los esclavos, o las favoritas, lo viesen fornicando. Apreciaba simplemente a quien fuese capaz de sacrificar la curiosidad por la moderación.
En los pocos minutos que el soberano le concede para hablar, Dinazarda realza aspectos del relato de Scherezade que él tal vez no hubiese notado la noche anterior. Minucias que escapan en medio de la abundancia. Cuando se sorprendía de que una trama de apariencia tan sencilla pudiese encerrar alusiones sólo desveladas a partir de tales consideraciones.
Entre sustos y aprensiones, aprendía que estos relatos, aunque de origen popular, en lo que se refería a Scherezade, sólo tenían razón de ser si él los aprobaba. Si la joven, de hecho, lo introducía en misterios que, hasta ese momento, había juzgado rigurosamente inexistentes.
Tal percepción del mundo, que acababa de aflorarle, le traducía con impensada virulencia la naturaleza dual existente en él y en cada historia. Veía existir en ciertos elementos narrativos una feroz oposición entre sí, correspondiendo, en la práctica de los hombres de Bagdad y del desierto, a la batalla del bien y del mal que ningún musulmán se eximía de desatar en su interior.
Andaba por las dependencias del palacio mezclando los problemas del califato con aquellos suscitados por los relatos de Scherezade. Y le parecía que había, en unos y otros, una falsa discordancia, y ello porque, al hablar necesariamente de la administración del Estado, terminaba mencionando a los hombres que se incluyen dentro de cualquier historia.
El Califa sospecha que existe en el subsuelo de aquellos cuentos un rellano secreto, sólo alcanzable por medio de su rendición incondicional. Es decir, a medida que abdicase de su incredulidad, obtendría condiciones para atacar a Scherezade en la raíz misma de su invención. Al fin y al cabo, todo lo que le exigía la persistente voz femenina, a cambio de tanto que se le regalaba, era adherirse a los hambrientos de Bagdad, sin formularle preguntas ingratas. Sobre todo que se dejase llevar por el magnetismo del arriero que cruzaba las callejas de Bagdad comprando lámparas viejas.
En forma de estribillo, las palabras de Scherezade, oídas por la noche, lo persiguen hasta el trono. Junto con lo que le dice el Visir en defensa del reino, ellas forman un aluvión al cual se asocia la esperanza de dejar de sentirse perseguido. De librarse de cierta grandeza incómoda, compitiendo con la suya, dado que él nutría la expectativa de un día narrar también.
Tal proyecto, no obstante, le parecía lejano, por faltarle con los súbditos una integración capaz de garantizar al acto mismo de crear el éxtasis equivalente a la cópula. Una emoción sin la cual ninguna verdad narrativa subsiste. Hasta conocer a Scherezade, además, nunca había formulado estas ideas. Desconocía que para admitir la veracidad de un personaje se hacía menester aceptar la vida del más modesto de sus vasallos. Había que transitar, entre continuos tropiezos, por el sigiloso laberinto del pensamiento de su pueblo. ¿Cómo reinar si no les había visto el color de los ojos?
El Califa presiente el peligro. A medida que se cuestiona, sus respuestas contradicen lo que defiende como gobernante. La excursión por el arte, de parte de Scherezade, al mismo tiempo que hacía surgir maravillas de cada sentencia, lo volvía vulnerable, fragilizaba su reino. Como si lo expusiese a revelar, aunque bajo la forma de relato, el alma que cargaba a escondidas.
Los indicios de la vejez se acentuaban. No bastando que el cuerpo desatendiese las ofertas que la riqueza proporciona, la exuberante inventiva de Scherezade realzaba las carencias existentes en su formación. Desde que ella fuera a vivir a su lado, había comenzado a desconfiar de su proyecto humano. De no haber ejercido, en todos aquellos años al frente del reino, cierta bondad dictada por el corazón, que sorprendía en la mirada de la joven, en su manera de exponer las historias. Jamás había agradecido a nadie los regalos depositados junto al trono. Como si la conciencia que guardaba de su alta estirpe, tan fuerte en él, lo eximiese de atenciones con el otro. O de cumplir mínimas formalidades que cimientan las relaciones entre las criaturas. Y todo por considerar que sus súbditos le debían sus pobres vidas. ¿Y no era cierto que podía exigirlas de vuelta a través de un simple decreto?
El padre abasí había sido implacable en el trato personal. Para él, la lógica de un soberano se pautaba según los intereses del trono. La norma del poder, pues, les impedía sujetarse a los estatutos que rigen el amor y la gratitud. Los sentimientos caseros, nutridos en la cocina y en la cama, pertenecían al pueblo, capaz de odiar, robar, matar, y hasta de abrazarse efusivo, arrepentido, en medio de las lágrimas.
En una ocasión, aprovechándose de la ausencia del Visir, algunos consejeros emitieron juicios desfavorables sobre Dinazarda. Velada censura debida a la influencia que ella ejercía sobre la esposa del soberano, sin hablar de su injerencia en áreas fuera de su competencia. Comentarios que sorprendieron al Califa. ¿Qué podía haber de grave en mejorar las condiciones de la vida palaciega, descuidada por los áulicos indolentes? Además, había observado últimamente la benéfica influencia de una mano amiga en los detalles cotidianos. Llegando a saber sólo ahora que tales beneficios se debían a Dinazarda, que jamás le había mencionado el asunto. Una modestia que hablaba, sin duda, a su favor.
Aún en la casa de su padre, Dinazarda había manifestado su gusto por mandar. La mirada de lince recorría al azar los rincones de la casa para así diagnosticar los males. Al principio, el Visir había intentado coartar su vocación, hasta aceptar finalmente que practicase en la propiedad paterna lo que aspiraba a hacer en el futuro en un palacio real.
El Califa reaccionó frente a la insidia. Acometido por el súbito deseo de hacer justicia, decidió que Dinazarda, a partir de aquella audiencia, se encargase de ciertas tareas administrativas. Como consecuencia de esta emboscada dispuesta contra ella, Dinazarda, investida ahora de poder, iba acumulando, por donde iba, pruebas de desatención, de desvíos de partidas, de actos que empobrecían el erario público, provocando el aumento de los impuestos. Pero, aunque defendiese el tesoro real, se precavía en las investigaciones, temiendo alguna acción que comprometiese a su propio padre.
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