Al desviarse del serrallo, optando por los aposentos donde vivía Scherezade, además de cometer grave delito, quebrando una tradición sedimentada por sus pares, había demostrado descortesía con las concubinas que, muy tensas, ignoraban qué destino les estaba siendo reservado. En aquellos meses de abstinencia, ni siquiera había enviado a las favoritas obsequios o palabras de confortación. Un recado que les hiciese ver su intención de experimentar en los próximos días las delicias de aquellos cuerpos de los que se había privado hacía mucho por razones de Estado.
No le habría sido difícil disculparse ante ellas, o mencionar sus quehaceres. Pero, ajeno al entendimiento femenino, tal vez pensaba en lo que sabrían estas mujeres de un reino en expansión, bajo frecuente amenaza enemiga, y cuyas fronteras acogían caravanas que les traían, de regiones inhóspitas, las simientes del mal y de la discordia. Ideas dañinas que tenían el propósito de mortificar a Bagdad, de frenar la índole religiosa del pueblo islámico.
Aun siendo el único hombre con permiso para entrar en el harén, aparte de los castrados, no pretendía delegar en el Visir la tarea de transmitir a las mujeres que, en ciertas noches solitarias, repetía los nombres de algunas de ellas imaginándose tragado por sus muslos ávidos de concederle amor ciego e incondicional. No era el Visir el hombre adecuado para prometerles que el Califa volvería muy pronto a entrar en su lecho. Una retórica de verdad sin efecto, pues no solamente las había privado de su mensaje, sino que tampoco había hecho nada para impedir que la comunidad palaciega divulgase la información de su asiduidad en el trato con Scherezade. O que hablase de la diligencia con la que Dinazarda, por iniciativa propia, había introducido cambios significativos en la rutina de la corte. Apuntando algunas de las mejoras a beneficiar a los esclavos. Y no se había cortado tampoco la joven en protestar ante los cocineros reales por la insulsez de sus comidas, criticándoles el poco aprecio demostrado por las especias. ¿Acaso no sabían que una simple pizca de cualquier hierba convertía un plato insípido en un manjar inolvidable?
Disconforme con el papel que desempeñaba al lado de Scherezade, Dinazarda había establecido para sí misma escalas progresivas, con el propósito de realzar su vocación de mando. Tanto que, al tropezar a la entrada de los jardines reales con algún cortesano, hacía aflorar en la conversación cuestiones delicadas, sólo para lucir su conocimiento. Dejando pendientes en el aire, con habilidad, observaciones que serían completadas más tarde, una vez que consultase a su hermana. Se atrevía a desarrollar ciertos temas mediante consulta a Scherezade, que le cubría eventuales lagunas. Además de cierta soberbia, que le venía de su padre, Dinazarda discurría con el Califa acerca de la pericia con la que se manejaban los pueblos del Extremo Oriente con el fuego y las cacerolas. Ganando tal asunto la inmediata aprobación del soberano, hasta el punto de que a veces ocurría que, de tanto disfrutar de las descripciones culinarias, fácilmente se abstenía de comer en las horas siguientes, alimentado por la fantasía de las recetas de Dinazarda.
El aprecio del Califa por la hermana no amenazaba a Scherezade. Frecuentemente pensaba en cómo retribuir el amor de Dinazarda, visible incluso cuando ambas no coincidían. Reconocía su deuda con la hermana, pues gracias a ella había luchado por su vida. Con el propósito de disipar cualquier sentimiento amargo relativo a ella, aplaudió su talento. Además, por primera vez notaba con qué sutileza Dinazarda discutía los efectos de los aromas y la dosis voluble de la sal y del azúcar en la comida. Iniciativas, sin duda, que abarcaban la idiosincrasia de los otros pueblos.
También Dinazarda, desde la llegada al palacio, se había esforzado por aceptar la rebelión de Scherezade relativa a ciertos asuntos. No soportaba que su hermana decidiese sobre lo que fuere sin consultarla. Como si fuera dueña de sus actos y de sus relatos. Siempre dispuesta a invadir el meollo de las historias de Scherezade, el núcleo de los personajes, y todo sin pedirle permiso.
Los malentendidos entre ambas hermanas, habiendo llegado a oídos del Califa, revelaban el grado de intriga que suscitaban las jóvenes entre cortesanos y esclavos, dedicados a sembrar mentiras. Un hecho que había llevado al soberano a asombrarse por esas pequeñas infamias y a entender cuánto servían estas maledicencias para desahogar disgustos y exacerbar los resentimientos familiares.
Sin duda, las hijas del Visir presentaban la misma dosis de ambigüedad de los personajes. Desvíos de comportamiento que, aunque concentrados en un espacio exiguo como los aposentos, ejercían sobre él una atracción sin la cual ya no sabría vivir.
Distante de las ventanas en arco, el lecho donde los amantes fornican ocupa un espacio desmedido. Las esclavas, en fugaz intimidad, gravitan a su alrededor. También las hijas del Visir, igualándose a las servidoras, participan de las artimañas que envuelven a todos en una fina red.
Aunque compartan la misma cama, entretenidos con ligeros juegos eróticos, el Califa y Scherezade se tratan con deferencia, sin descuidar jamás el trato reverencial. Durante la cópula, se despojan parcialmente de sus ropas. Y, a pesar del intercambio de mucosas de los cuerpos, evitan observar las señales que el sexo deja en la sábana de seda, como huella amorosa. No intercambian miradas, los ojos de ninguno de ellos necesitan hablar. Sólo las palabras de Scherezade sugieren los límites establecidos entre ambos. Tocándole en este caso al soberano actuar según el dictamen de su falo, tenido en los mercados de Bagdad como impaciente.
Cuando se convirtió en mujer del Califa, Scherezade era inexperta en materia de sexo. A lo largo de su formación no había dominado el arte del amor. Y las veces en que se había adentrado en su propio cuerpo, había gozado sin exaltación. Ahora que el vientre se había vuelto receptáculo del esperma principesco, aun así, sin embargo, no daba salida a su instinto. Todo en ella entorpecía y borraba el deseo del Califa. Siguiendo, no obstante, las instrucciones de Dinazarda, abría y cerraba las piernas alrededor del corpachón del soberano, a fin de que el miembro real alcanzase su útero. Sin que tal ejercicio impulsase al falo a ir al fondo de las entrañas. Pero, al mismo tiempo que acataba a su hermana, Scherezade temía que tal conducta disgustase al soberano, hiriese el pudor circunspecto que ambos mantenían.
Dinazarda ya no sabía cómo convencerla de la necesidad de agradar al soberano, cada vez más reticente. Pero Scherezade, fingiendo obediencia a su esposo, era consciente de que no era la concupiscencia, en aquellas circunstancias, la mejor arma para vencerlo. Su fabulación verbal, plena de erotismo, consagrada a la libido de sus personajes, parecía ser suficiente para revitalizar el cuerpo gastado del Califa.
Él cumplía el deber conyugal con hastío. Después de haber experimentado todas las formas perversas del sexo, lo estaba agotando el paisaje del cuerpo femenino. Los años morigeraron cualquier furia interior y se contentaba simplemente con un orgasmo rápido, sin empeño. Preocupándole poco, a esas alturas de la vida, defender su reputación de fornicador. Y esto ocurría justo cuando Scherezade, siempre esquiva, le impedía arrancar de su vulva una prueba de deleite, aunque la sintiese humedecida.
Diferente de otras mujeres que había tenido en el lecho, ella se abstenía del festín amoroso, demasiado concentrada en sus periplos narrativos. Al Califa, de todos modos, no le preocupaba que las caderas de la joven no se moviesen o que a su cuerpo le costase sincronizar con el ritmo de su falo golpeando la vulva. Atento al placer derivado de los relatos de Scherezade, lo redimían aquellos personajes que lo arrancaban de su oscura vida interior para modelar en él prácticamente otro ser. Surgiendo de tal regocijo una fruición que lo rescataba del infierno del trono, donde no había lugar para divagaciones, mientras le iba afinando la percepción y los sentidos. Un estado de excitación que parece anticipar la revelación venida al final de cada historia, cuando él, enredando las hebras de la barba entre los dedos, da muestras de goce.
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