Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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El Califa guarda silencio. Se cuida de exponer delante de la joven la agitación de sus sentimientos. En las últimas semanas, en peligroso precedente, se había dejado fascinar por la posibilidad de escrutar el misterio de Scherezade, de oír sus vagidos, de descubrir la grieta de su espíritu por donde introducirse un día y derrotarla para siempre.

La simple idea de combatir a Scherezade mediante ciertos recursos alborota al Califa. Ya no quiere someterse a lo que brota de la joven sin reaccionar. Por todos los medios debe impedir que esta especie de enamoramiento por ella lo exima de cumplir los votos hechos después de la traición de la Sultana. Se sorprende, no obstante, de la naturaleza de sus emociones. Heredero del trono por voluntad de Mahoma, le cuesta librarse de quien se revela ahora indispensable.

Su voz adopta una inflexión irritada. El hechizo de Scherezade le cohíbe la libertad de ir al harén y traer una favorita al lecho, ahora ocupado por ella. Sin darse cuenta, había abdicado de sus prerrogativas al reproducir la práctica femenina de comportarse según las interdicciones impuestas por el amo. Su existencia se había convertido en una singularidad incómoda. Había pasado a integrar el orden de los hechos inherentes a un curso cotidiano que, aunque le hubiese dado el sentido de la aventura, lo había privado de la vida de antaño. Como consecuencia, el acto de singlar por el mundo verbal de Scherezade lo había indispuesto para ocuparse de sus funciones reales, de aceptar la vida sin desdoblamientos imaginarios.

Scherezade acompaña sus temblores secretos. Aunque maestra en un arte lleno de meandros y subterfugios, se extenúa al recaudar oro, plata, estaño y sal para ofrecerle. Al prodigarle una vida que él aparenta no tener. Ella anida los bienes del mundo en la imaginación, pero ya no soporta que el soberano le arrebate sus haberes.

Por encima del juicio que el Califa se forme a su respecto, no se siente tentada a compartir sus creencias e ideales íntimos con él. Y así superar los límites impuestos por la corte, gracias al poder fascinador que difunde, y con el cual se acerca al lenguaje de las heroínas proclives al sacrificio. Al mismo tiempo, sabe que no es la única en inmolarse por los demás. Algunas mujeres la han precedido, otras siguen su ejemplo. Le había llegado la noticia de que Políxena, de los arcaicos tiempos griegos, le había ofrecido el pecho a Neoptólemo, hijo del impaciente Aquiles, para el sacrificio final. Apremiada por el sufrimiento, la hija del rey Príamo aceptó pagar con su vida por la derrota de Troya. Y aunque había designado frente al verdugo la parte del cuerpo que merecería recibir la daga como instrumento de su ejecución, no le permitieron romper con la tradición. Y ello porque los griegos, en oposición a otros pueblos, prohibían apuñalar a la mujer en el pecho, en la creencia, tal vez, de que la muerte no debe advenir del seno, en cuyas tetas la humanidad se había abastecido de leche y de afecto.

Fiel a la visión helénica, que había consagrado la costumbre de enterrar la daga en la garganta, Neoptólemo hundió el instrumento afilado en la mujer. Habiendo en el gesto, de dimensión simbólica, el reconocimiento implícito de consagrar la afasia femenina. De extinguir, para siempre, aquellas palabras que dejan el lastre de su insidia mientras narran la historia del asesino.

Como de común acuerdo, Scherezade y el Califa cumplen juntos los rituales que preceden a la muerte. Ambos indiferentes a que el griego Homero y el latino Virgilio, por medio de sus respectivas visiones poéticas, se colocasen en campos opuestos en lo que respecta a las mujeres. Pero ¿qué habría movido a Virgilio, en patente respeto a la renuncia de Políxena y en oposición al vate Homero, a privilegiar el pecho de la mujer para sucumbir a la furia de Neoptólemo?

Pero mientras Scherezade narraba los infortunios de los personajes, las palabras de la verdad de ficción la fortalecían. Igual a Políxena, brotaba de su pecho un grito que, frente a la daga en la garganta, amenazaba con no extinguirse jamás.

52.

El Califa no sabe lo que siente. Pero nada teme, nutre la desesperanza sin remordimientos. Bajo la protección del tedio, se resiste a que le roben el cuerpo. No considera a Scherezade una amenaza. Suspira aliviado, teniendo a su favor el recurso de enviarla a la muerte. Un designio que viene tardando en cumplir, pues en vez de entregarla al verdugo e interrumpir su larga agonía, va invariablemente al encuentro de la joven.

Scherezade guarda igual cautela. Tiene en el rostro la sonrisa turbia con que lo vio partir por la mañana de los aposentos, después de perdonarle la vida. El rictus, adherido a su semblante, idéntico al del día anterior, resguarda las emociones de la joven, que prohíbe intimidades.

El Califa se acomoda en el trono, que es para él una silla común, donde recibe a los mandatarios extranjeros con las pompas debidas. Se sabe perseguido por la maldición que recae sobre los abasíes de este califato de que la corona sea disputada por algún rencoroso heredero al acecho, dispuesto a la traición. Le parece natural, no obstante, que, para conquistar Bagdad, se derrame incluso la sangre paterna. En medio del torbellino de los intereses de Estado en juego, traídos a su presencia por el Visir, el soberano piensa insistentemente en las hijas del canciller, a su lado. El Visir no sospecha que el soberano, al pasar revista a la lista de sus haberes, no cuenta con una familia que reconozca como suya, a pesar de los hijos tenidos de tantas mujeres. Por ello, tal vez, en un momento de debilidad, designando a Scherezade y a Dinazarda como una especie de familia, crea con ellas un vínculo que se traduce como hogar.

Lo perturba, sin embargo, el recuerdo de un lazo afectivo que desconsidera el dolor de sus víctimas, y del que está dispuesto a deshacerse sin piedad. Por otro lado, ¿qué familia es aquella que no lo amaba por culpa de su crueldad? Con un rápido discurso, el soberano transfiere los quehaceres administrativos al Visir y, sin pedir permiso, abandona el salón, donde relucen los objetos, pulidos por el sol entrante. Seguido por la guardia, acelera los pasos, tomando un trayecto contrario al habitual. Hace creer a sus acompañantes que pretende llegar aquella misma tarde a un oasis cercano a Bagdad, que había dejado de visitar en favor de las historias de Scherezade.

Sus babuchas doradas, obra del artesano que vivía en las dependencias del palacio a su exclusivo servicio, centellean desde lejos, anunciando que se acerca. En el mármol pulido, por donde se desliza, ve su semblante difusamente reflejado. Son varios hombres en uno solo. Avanza llevado por la ilusión de que un día partirá y olvidará el camino de vuelta. Un pensamiento sin duda inspirado en lo que Scherezade le venía narrando. Jamás se le ocurriría experimentar este tipo de vida ambulante. Se acerca a la curva vecina al harén, un ala de circulación prohibida y que constituía, por sus formas arquitectónicas, un ardid para los desavisados.

A la entrada del serrallo el Califa se detiene, indiferente al alboroto que el anuncio de su llegada provoca entre las mujeres encerradas en aquellas dependencias. Las favoritas que, privadas de su compañía, temían el futuro, el día en que se les comunicase la muerte del soberano. En la sucesión de gestos que despliega a la puerta del harén, nadie se atreve a advertirle al Califa de la obligación contraída con aquellas criaturas. Debería al menos preguntarles cómo se encontraban, saber del estado de ánimo de las mujeres después de un penoso abandono, y prometerles que en breve iría a visitarlas.

La puerta del harén permanecía sellada como señal de que, a despecho de su ausencia, ellas aún le pertenecían. Aquella parte del palacio, bajo severa vigilancia, sólo podía ser visitada por el soberano, el único autorizado a atiborrarse de las carnes de rara textura de las mujeres que él había ido seleccionando personalmente a lo largo de los años. Este territorio de la fantasía masculina, heredado ya en la adolescencia, lo había dispensado de la batalla de la seducción, dado que le bastaba indicar con el dedo qué mujer lo acompañaría al lecho.

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