Únicamente Scherezade le prodigaba palabras suntuosas, haciéndole conocer otras culturas, otros seres, como Salomón, constructor de un magnífico templo, o Ulises, de sabida astucia. Un conocimiento que ella le había traído sin hacerlo, no obstante, sucumbir a las doctrinas heréticas, como los fatimíes, por ejemplo.
Desprendido de la escena, el Califa ordena que le traigan la vida en una copa de vino. Saborea cada gota aterciopelada como si fuera la última. Atenta a su mandato, Scherezade no había reparado en que Jasmine, después del coito, la había envuelto con una manta de nudo rústico, venida de Palestina. Liberada por el soberano para iniciar su relato, ella avanza sin estar segura de la salvación. Todo en el universo del Califa conspira contra el espíritu de aventura que ella viene propagando. Evitando, sin embargo, tropezar con las piedras de las palabras a lo largo de esta travesía, urge inventar héroes con fibra de guerreros.
Scherezade necesita saber adónde llegar. Es menester conceder a sus criaturas un estatuto que agrade al soberano. ¿Pueden ellos ser héroes y villanos al mismo tiempo, convivir con las nociones precarias del bien y del mal que desgarran Bagdad? Siguiendo con sus frases, ella se enfrenta a un obstáculo. Por descuido, había introducido a la heroína en un conflicto previsto para estallar más tarde. Un error que sólo repararía mediante la promesa de llevarla a salvo a la planicie, donde los parientes apacentaban ovejas hasta el crepúsculo.
Después de corregir este equívoco, Scherezade introduce a los oyentes en las combinaciones que rigen lo real y lo mítico de los personajes. Se somete al apático y somnoliento Califa que cierra los ojos. Sobre los cojines de colores él casi no se mueve. Sorbe la tisana de menta con la que Jasmine le renueva el cuerpo. La aparente indiferencia del soberano asusta a Dinazarda, que nota la imperceptible perplejidad de su hermana, sin saber cómo actuar para agradar al insaciable soberano. Preguntándose, tal vez, qué otra penalidad tendrá que sufrir Scherezade.
La suerte de Scherezade consiste en proseguir la historia, al precio que sea. En airear el enredo mientras la brisa que entra por las ventanas en arco refresca los aposentos. Las enseñanzas de Fátima siempre previeron que no había salvación posible para las heroínas que llevaban el luto a la vista de todos, víctimas ellas de los grilletes del afecto. Revigorizada por el recuerdo del ama, Scherezade se enfrenta de nuevo al Califa, que, despierto ahora, la mira atravesándole las paredes del alma.
En permanente viaje imaginario, que la transporta lejos de todo, Scherezade robustece a sus personajes en peligro. Lleva al Califa a acompañarla a donde jamás había estado anteriormente. Así sus oyentes pasan por Petra, reino de los camelleros, que en el pasado perturbara la imaginación de cierto romano amante de los mapas, de nombre Plinio el Viejo. Scherezade liga a los habitantes de los aposentos con las caravanas que, dejando Damasco, llegan ora al suroeste de Asia, ora a la planicie de Mesopotamia, a las márgenes del río Tigris, que en el golfo confluía con el Éufrates, del cual distaba, en la zona de Bagdad, unos treinta y cinco kilómetros. Hasta volver a la ciudad que el valiente abasí Abu Jafar, conocido también como al-Mansur, fundara en la margen occidental del Tigris. De forma redonda, Bagdad, que ella amaba tanto, estaba protegida por tres muros concéntricos, cada cual ofreciendo a quien salía y entraba las cuatro puertas que al-Mansur había previsto como indispensables para la comunicación con el mundo. Siendo la favorita entre todas la puerta noreste, de la cual partía la carretera que llevaba a Khurasan, después de cruzar el puente de madera sobre el río. Sirviendo un camino para ir al palacio que su heredero, al-Mahdi, terminaría de construir.
Acurrucados en Bagdad, a la escucha, sus personajes se compadecían de la miseria reinante. Exhaustos, sin embargo, de tantos viajes que Scherezade les imponía, tardaban a veces algunas horas en retornar a la escena, en colaborar con el embellecimiento del relato. Una rebeldía frente a la cual debe tomarse una medida enérgica. Herida por semejante ingratitud, ella coge la alfombra mágica, que extiende delante del soberano, e invita a los oyentes a sobrevolar Bagdad en busca de los fugitivos, hasta encontrar a estos personajes rebeldes agachados en el suelo, a su espera, embadurnados de sandía.
Su continuo esfuerzo la obliga a preguntarse cuántas vidas más tendrá para arrastrar a su grey hasta el Califa. Y para asegurarle al soberano, con ellos en bandolera, la carnalidad, el espíritu jocoso, la maledicencia, la intriga de su pueblo. Probarle hasta qué punto es posible mezclarlos con los príncipes que, al unísono, suspiran por las peripecias de los miserables.
El Califa se percata de que, a pesar de los trastornos promovidos por la situación amorosa en que ambos vivían, Scherezade permanece a su lado. La savia de la joven circula por sus venas. Gracias a su voz suave, se había alimentado de sus duendes, princesas y pordioseros. Aunque ahora distraída, como distante de los aposentos, él se pregunta hacia dónde se ha dirigido exactamente Scherezade, para salir en pos de ella. Ve sólo a la hija del Visir enfrentándose a la cuchilla del poder, confiada en que el filo que pende implacable sobre ella le ofrezca la última misericordia.
Comienza a clarear. También Scherezade, como otros musulmanes, vive su ascesis. Durante unos minutos más distrae a la muerte que puede llegarle del Califa sin aviso, a pesar de sus aventuras portentosas.
Cada noche es una inmolación. Como Proserpina de visita al Hades, rindiendo vasallaje a Plutón, así también Scherezade, sierva de los deberes conyugales, viaja al mundo subterráneo, del cual emerge con la expectativa de que el Califa le conceda vida con los primeros rayos del sol.
Después de beber el último sorbo de la tisana de menta que Jasmine le ofrece, la muerte inminente se posa en su rostro con grave suavidad. Las contracciones en el semblante surgen y se disuelven, son parte del drama en curso.
Jasmine no se aparta de ella. Tiene un fino olfato. Aspira el voluptuoso veneno de los genitales que han copulado hace poco en el lecho real. Esparce esencias, incienso y mirra sobre las sábanas revueltas. Más tarde, escondida detrás del biombo, con la imaginación hecha fuego, se frota los pezones hinchados. Aprovechándose de la ausencia de Dinazarda, desahoga su creciente ansiedad lamiéndose las falanges como si la lengua no fuese la suya. Luego desliza la mano hacia el sexo, aferra los pelos negros de la tarántula vecina a la vulva, de la cual gotea una materia viscosa que lleva hacia dentro de sí y no expulsa, hurgando sus paredes como si las estuviese excavando. Bajo el impacto de oleadas continuas y de ritmo convulso, sin saber adónde llegar, la esclava adquiere la sensación de haber perdido el mundo donde antaño naciera, anterior al cautiverio. Se estremece, el cuerpo finalmente se abre en una súbita explosión.
El Califa, a su vez, preparándose para proferir la sentencia al amanecer, es prisionero del estado narrativo. Aunque rechace la dependencia que tiene de la joven, es tan intensa su ansia de escucharla que no se aleja del palacio aunque esté forzado a inspeccionar el reino, que demanda su presencia. Prueba de su apego a las palabras de la contadora es que le han surgido alrededor de los ojos pigmentaciones oscuras, indicios de una prolongada fatiga. Las cejas en desorden y la barba blanquecina, reflejadas en el cristal, atraen su atención. Lo invade la confusa noción de que, a partir de la primera unión carnal con Scherezade, y de sus interminables mentiras, ha descuidado su apariencia y ha estado sacrificando varias noches de sueño.
Scherezade hace desfilar delante del Califa un montón de miserias, asociándolo a la desdicha de los personajes. No registra en su rostro ninguna reacción. La postura moral de tal soberano recrudece el repudio que le provoca. No puede entender cómo, a pesar de su crueldad, se echa sobre la alfombra en dirección a La Meca para sus oraciones diarias, con la esperanza de agradar a Alá.
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