Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Pero ¿sería razonable que, a pesar de vivir bajo el dominio del Califa, discurriese sobre la historia humana sin desplazarse al menos hasta los lugares adonde la llevase la alfombra mágica? Al fin y al cabo, ¿adónde más le faltaba ir sin la sensación de ya haber estado allí anteriormente?

47.

Scherezade aprende a sobrevivir. Las reglas de la vida no están escritas. Le cabe inventarlas en cada aurora.

Le ha sido útil convivir con el Califa, que había hecho de la política de la disimulación una alforja, una espada, una daga. Absorbe su silencio, las irradiaciones de la mirada cruel, raramente alterada por la ternura, haciendo un juicio del mundo. Para ablandar al soberano, removerlo del centro de su imperio interior, serán necesarios años de empeño, de una batalla casi inútil.

Mientras el Califa visita su cuerpo con enfado creciente, Scherezade se abstrae. Nada interrumpe los dictámenes de su relato. Confía en su arte, que se ha mostrado superior a los juegos de la carne. En el caso de ellos, la pugna entre relato y lujuria pierde sentido.

Siempre había contado historias de forma ininterrumpida. Su índole obsesiva, que no se enfriaba, robaba el sueño de Fátima con el pretexto de añadir lo que había quedado faltando en la víspera. Una inclinación que no le da tregua, pero sustenta su valor. Pues la obliga a inventar un escenario sobre el cual sus personajes, nacidos de la ilusión, pisan firmes. Casi criaturas reales, llevan nombres que indican quiénes son y cómo se comportan. Así, no se sorprende de que la criada de Alí Babá, recién presentada al soberano, actúe con firmeza en defensa de su ingenuo patrón. Y que se mueva con desenvoltura, frecuente los corredores del palacio, se comporte como si estuviera al servicio del Califa. Y esto por la manera en que la criada sorbe el té directamente del vaso de Dinazarda y disputa con Jasmine el trozo de carnero asado a la brasa.

Scherezade no duda de que, en razón de sus historias, inspire seguidores, siendo Jasmine la discípula más férrea. Delante del cristal biselado, le copia ciertas características y las reproduce directamente en su propia alma. Y, en la espera de un resultado feliz, la esclava inclina la cabeza, confiada por haber heredado el temperamento narrativo de Scherezade. Teniendo, entonces, el espejo como figurante, Jasmine promete acompañar a Alí Babá en su fuga por el desierto. ¿Quién mejor que ella conoce las desesperadas llagas de aquella región, con la ventaja de estar dispuesta a sacrificarse por él?

Scherezade presiente a su hermana golpeada por un infortunio cuyo origen desconoce. ¿Acaso se sentía relegada por Jasmine, que la estaba cortejando en esos días? Aunque ignore sus motivos, Scherezade entiende las congojas de un pecho herido, tentado de vociferar y ser cruel al mismo tiempo. Los efectos de un dolor que, remitiéndose a un lamento antiguo, necesita ser extirpado. Registra en su hermana igualmente antagonismos afectivos bajo la forma de envidia, afecto, remordimiento, solidaridad. En vez, sin embargo, de que las aflicciones fraternas la afecten, comprende la ambigüedad que infunde inseguridad a la acción de la historia e igual tormento a los personajes.

Condolida, Scherezade busca reconciliar a Dinazarda con las fuerzas de lo imprevisto, que traen alegrías, una risa franca. Su mirada pide que la hermana le hable, ¿qué puede hacer por ella? Dinazarda repara en el empeño de hacerla olvidar las veces en que Scherezade, a fin de herrar el indómito pecho del Califa con la brasa de las palabras amontonadas al azar, involuntariamente la había herido a ella y a la propia Jasmine. Decide, entonces, disimular las pesadumbres y distraerla. Es menester que Scherezade prosiga en su oficio y gane la carrera contra la muerte.

Aliviada por la risa de Dinazarda, Scherezade se siente de nuevo inmune a las pequeñas tragedias. Le preocupa ahora conceder placer a los oyentes, adoptar un ritmo compatible con el volumen de las emociones concentradas en cada episodio. Tiene cuidado con la elección de una frase que le impida precipitar el desenlace de la historia antes del amanecer. Amenazada por tal desliz, intensifica el calor de las palabras, sala y endulza las circunstancias que rinden peripecias. Con el apoyo de Dinazarda, obliga a los personajes, eventualmente perseguidos por la daga asesina, a refugiarse en el interior de los barcos a la orilla del Tigris, aunque con el riesgo de ser arrastrados por la corriente del río, y todo so pretexto de prorrogar sus historias.

Jasmine le adivina las funciones vitales con retraso. La princesa sólo podría salvarse si el soberano considerase imprescindibles sus enredos. Si la memoria, despertada por la princesa, le rindiese continuos beneficios. Jasmine se conmueve, imagina su angustia frente a la materia ingrata y dispersa de la vida, que se resiste a encerrarse en un modesto relato. Tiene ganas de asistirla con agua y pan, de adentrarse en un alma con tal adhesión al sueño.

Las hijas del Visir han sido pródigas en hacerla feliz. La esclava retribuye proveyéndolas de la belleza a su alcance. Trae de la cocina las pastitas mezcladas con miel y que, con una fina masa, apiladas unas sobre las otras, se asemejan a las capas narrativas de Scherezade. Y todo para merecer los elogios de los que había carecido toda su vida. Sin pensar que Dinazarda, por culpa de estas iniciativas, sintiéndose relegada de la escena, la expulsa con gesto autoritario, del que luego se arrepiente.

Los sentimientos, con todo, que se expanden oscilantes por los aposentos, unen a las jóvenes. Sumergida en los conflictos, Dinazarda no se aventura a ayudar a Scherezade con alguna historia. El acto de improvisar, en aquellas circunstancias, además de penoso y solitario, tiene el agravante de ser altamente dramático. La pobre hermana, al borde de la muerte, no sabe, de antemano, de cuántas horas dispone aún para fortalecer su vocación, para organizar el asunto que ahora tiene en su mente, para imprimir pausas respiratorias a lo que le cuenta al soberano. Para prever, en fin, con ingenio y desenvoltura, el desenlace de un enredo.

Instada a entender su propio drama, Scherezade se aleja, se sustrae a admitirle a Dinazarda la naturaleza real de sus recursos. Encubre informaciones pertenecientes al misterio de su arte. Sólo le importa ahora apostar por el arte solitario de narrar. Gracias al cual, contra la maliciosa insinuación de los cortesanos de que le debe la vida a sus hábiles contracciones en el lecho, venía huyendo del cadalso. Lejos de todos, no obstante, no registra la flor recién abierta que Jasmine ha puesto en el búcaro de opalina.

48.

Scherezade sorbe la infusión de menta y apenas toca los bizcochos. Inquieta por las pequeñas volutas de la historia, no disfruta de los delicados caprichos que Jasmine le ofrece.

La materia de la imaginación, que horas antes le había parecido atrayente, vista con nueva luz resulta defectuosa. Nueva esgrima, pues, contra los personajes ariscos que pretenden dar rumbo autónomo a sus vidas, sin considerar los intereses de Scherezade.

Generosa, ella oye sus voces. Los latidos de aquellos corazones víctimas de la injusticia la acusan de haber montado un panorama impreciso, desprovisto de encanto. Como si ella tuviese que responder por las debilidades que agitan las almas de Simbad, Zoneida, Alí Babá, al borde de la desesperanza.

El duelo trabado entre ella y las criaturas la exacerba. La rebelión se produce justo en medio de la trama, cuando le resulta más penoso reparar los daños causados o proveerlos del sentido del honor. Desatada esta guerra particular, Scherezade quiere devolverles el juicio. Aumenta la voz, les impone obediencia. ¿Dónde se ha visto un desencuentro que los aparte para siempre? ¿Y acaso no habían nacido juntos, como siameses?

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