Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Antes de ser vendida en circunstancias jamás reveladas, Jasmine se entregaba con furia a las divagaciones, antes de que el sueño la venciese. Al amanecer, se alejaba de la tienda en busca de ciudades enterradas bajo las dunas. En la expectativa de sorprender, aflorando de algún cráter, un palacio con la fachada labrada en la piedra, cuya bóveda, ya opaca, se abriera mediante un mecanismo mágico, a fin de que Jasmine contemplase el firmamento.

Jasmine no le hace confidencias a nadie. Los desatinos que le traspasan el alma, sin embargo, atraen a Scherezade, que observa cómo ella reconstruye un universo del cual fuera cruelmente desalojada. También ella, hija de visir, se ve incapaz de lidiar con las pérdidas de Jasmine, aunque se apiade de sus pesares.

Aunque aliviada de la trama, Dinazarda enlaza a Jasmine a toda prisa, a tiempo de respirar la fragancia del perfume que la esclava exhala, dejando un rastro capaz de perturbar al Califa, que atraviesa, en este instante, los umbrales de los aposentos, ajeno a los trastornos femeninos. Mira a las mujeres y ningún gesto suyo favorece el esfuerzo diario de Scherezade por salvarse. Exige tan sólo que la joven acomode en su paisaje interior el mayor número posible de criaturas, animales y minerales. Y no se olvide, sobre todo, de modelar el alma de sus personajes, a fin de ajustarlos mejor a las historias que le va a contar. Sólo este hecho le interesa. Por tal razón, abandonó más temprano el salón de audiencias, dejó de dictar sentencias sobre el destino de sus súbditos, desatendió a las concubinas del harén, renunció a las cacerías y al halcón posado en su hombro. Frente a aquello a lo que había abdicado, que comenzase Scherezade, sin pérdida de tiempo, a contarle lo que al final le había ocurrido a Simbad, bajo la amenaza de naufragar en aquel séptimo viaje.

18.

El Califa rodea a Dinazarda de atenciones. Confía en que la joven, a pesar de la apasionada defensa de Scherezade, no se vuelva contra él. Aprecia, pues, cómo ella, ante sus primeros avances, ya llevando a Scherezade al lecho, desvía la mirada, mientras se encamina hacia el biombo.

Aunque se retire de la escena, en el extremo de los aposentos, Dinazarda participa de los juegos amorosos, que atizan su fantasía. A su lado, Jasmine, de infatigable diligencia, inventa pretextos para permanecer en aquellas dependencias formadas por habitaciones unidas bajo forma de arcos, integradas todas en el núcleo central, que tiene el lecho como eje, con el cual componen una equilibrada perspectiva.

Designada para servir a las hermanas, Jasmine se había esforzado desde el principio para ser notada, disponiendo manjares y relatos sucedidos en la cocina. Trae a Scherezade, que jamás abandona aquella ala del palacio, muestras vivas del jardín, bajo forma de pétalos que flotan en la superficie del gamellón con agua. Y por guardar vívidos recuerdos de los castigos y humillaciones sufridos, todo lo hace para no ser reprendida. Para ello había asimilado los hábitos de la corte, queriendo pasar por una princesa etíope que hubiera vivido en medio de las dunas. Comenzando por el caminar elegante que apenas alzaba los pies del suelo, mirando a su alrededor, atenta a cada detalle. Pero, aunque familiarizada con la vida palaciega, sobresalía en la esclava el orgullo de haber pertenecido en el pasado a una realidad opuesta a aquélla, cuyas reglas fueron dictadas por el soplo de la escasez y de la esperanza.

Después de unos minutos, Dinazarda se desinteresa de las insinuaciones de Jasmine relativas al legado histórico familiar. Importándole poco si la esclava, antes del cautiverio, procedía de la nobleza del desierto y, por tal motivo, había entretenido a algún sultán con quien pensara casarse. Próspero señor que, por ambición, la había vendido a traficantes de esclavos a cambio de magníficos alazanes.

De Jasmine, ella esperaba que estuviese atenta a los sucesos de Bagdad. Que descubriese, sin la intervención de Scherezade, el grado de verdad habido en las intrigas que les llegaban, en general fermentadas por el pueblo con el propósito de ahuyentar al fantasma de la pobreza. Gracias, además, al buen trato que la esclava tenía con los caballerizos, guardas y cocineros, le reproducía, con facilidad, detalles de una vida cotidiana que a las hermanas les parecía seductora.

Instada a contribuir con la dosis diaria de maledicencia, Jasmine no se hurta a dilatar el tiempo de la conversación que mantiene en especial con Dinazarda, siempre teniendo como foco las historias originarias de los sótanos del palacio. Y cuando quería lucirse a los ojos de las princesas, y conmoverlas en consecuencia, Jasmine matizaba aspectos de la vida con el uso de los estribillos populares.

Alzada súbitamente a la categoría de modesta narradora, Jasmine se conmueve. Agradece que Dinazarda no interrumpa sus divagaciones reclamándole palabras con sello oculto. Incluso porque no tendría cómo renunciar a la dimensión que el desierto le había impreso a su alma. Pues, a despecho de la aprobación de las jóvenes, jamás debería violar las reglas que rigen a las princesas. Había aprendido también, desde la vida nómada, que no convenía confiar en los humanos. Había entre ellos el acuerdo de practicar ardides como medio de defenderse. Cada cual, resguardando las huellas secretas del respectivo corazón, iba nutriendo sentimientos contradictorios, causantes de profundo desasosiego.

A lo largo de un único día, las tres jóvenes sufrían variados reveses. Pasaban de instantes inclementes, causantes de lágrimas, a una alegría desbordante. Hasta el punto de que Dinazarda, en el afán de disolver las tensiones, hiciera venir del bazar una maravilla china, una crema de tortuga de la cual se esperaban milagros cuando se friccionasen con ella los pies. Sin duda, un juego perturbador, al cual Scherezade se sometía con la expectativa de ahuyentar la inminente amenaza del cadalso.

Scherezade se disgusta porque, forzados a la intimidad impuesta por los exiguos aposentos, les falte ceremonia. Afligida, cierra los ojos incluso a la luz del día, para pensar y ratificar ciertas cuestiones. Una promiscuidad que se evidencia cuando el Califa, al dar realce a su naturaleza femenina, se extiende lánguido frente a todas las mujeres. Dispuesto a copular, se libra de parte de sus ropas, sólo dejando a la vista los oscuros genitales. Para que las telas restantes escuden sus sentimientos.

El soberano prefiere fornicar en la oscuridad. Se guía por la lamparilla que justamente distrae a Scherezade de las funciones amorosas. Y esto por estar pendiente de la tenue llama, cuya sombra, proyectada sobre los objetos y el rostro del Califa, muda la forma de lo que ella ve, hasta el punto de convencerse de ser la lámpara de bronce un regalo que la astuta criada de Alí Baba les enviara después de que el amo la pidiese en matrimonio, como agradecimiento por las maniobras que Scherezade había hecho en su favor.

Antes de escuchar a Scherezade, el Califa exige una pausa. En los últimos meses, el cansancio, al envejecerlo, le había robado la ilusión del placer. La mirada de Scherezade, como adivinando su desaliento, le vacía el cuerpo, vence sus protuberancias. También ella simula frente a él. Para aguantarlo, usa disfraces faciales, reglamenta su bravura. Protesta, a la sordina, contra sus amenazas de muerte. Su consuelo, entonces, es no amarlo. El germen del amor, que existe en ella, no habla, de nada se queja. Sólo se pregunta a quién ha de destinar este amor que precisa. ¿A quién ofrecérselo en el futuro?

19.

Scherezade atiza la imaginación del Califa, jamás su deseo. A pesar de los ornamentos elegidos por su hermana, ella palidece cada día, su brillo está en las palabras con las que cuenta las historias.

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