También se sorprendían con un anciano, precisamente un tuareg en harapos que, por su edad avanzada, iba tropezando con los objetos, lo que le dificultaba cortar finas rodajas de sandía con la misma cuchilla con la que en el pasado cortara las cabezas de férreos enemigos. Siempre hablando solo, él atraía compradores a su tenderete, mientras repetía estribillos enaltecedores, todos evocando a Harum al-Rashid.
A pesar de su apariencia descuidada, expuesto a la miseria y a las intemperies, el anciano se exaltaba con la memoria del legendario califa abasí. Al mismo tiempo que, afectado por inexplicable vanidad, mencionaba su propio talento, gracias al cual se mantenía vivo. Al contar sus historias, demostraba una clara preferencia por los adúlteros que, sólo por el pecado de confundir los síntomas de la concupiscencia con el amor, caían fácilmente en desgracia. Y, con las cuerdas vocales casi rotas por el esfuerzo, se convencía de que existía en el paraíso lugar para los que, habiendo sido víctimas de las pasiones que oscurecen los sentidos, osaron con valentía aventurarse por los bordes del abismo del mal.
Impresionada con historias como la del vendedor de sandías, Scherezade las había guardado en su memoria como reliquias. Enredos que, habiendo prosperado lejos del núcleo familiar, le resultaban tan transparentes como cualquier otro. Para ella no había excelencia en un relato por ostentar procedencia noble. Su mérito de contadora consistía en añadir a cada uno de ellos alusiones, arrebatos, imágenes, todo lo que se había cristalizado en los manuscritos y en las mentes de Bagdad.
Siempre había reclamado el derecho de contar lo que quisiese. El arte de narrar sólo maduraba moviéndose intrépido en medio del pantano de las palabras improvisadas. De ahí que defendiese para sí el planeamiento impreciso, susceptible de cambios repentinos. Como si cada frase impusiera a sangre y fuego su propia ley. Un saber único, con el cual imprime rumbo a la historia que, justo aquella noche, causa desasosiego al Califa.
Aquella tarde, sensible a los ruidos de Dinazarda y Jasmine, se concentraba con dificultad. Tenía mucho que hacer, como desatar ciertos nudos que le impedían alzar el vuelo. Sin mencionar que hacía falta, sobre todo en la escena en que Zoneida, dolida por la ingratitud de su amante, le daba la espalda, crear condiciones para que los oyentes llorasen por los infortunios de esta mujer. No descuidando en ningún momento las emociones originarias de una matriz común a todos los seres.
Pero faltando poco para que el Califa retornase a los aposentos, Scherezade tiene otras urgencias que atender. Cómo equilibrar, en la dosis justa, la desesperación y la esperanza de ciertos personajes proclives a la exageración, perjudicando con ello la naturalidad que debía fluir entre todos.
Contrario a lo que se decía de la joven hija del Visir, su imaginación, alimentada por los incunables y los rollos traídos a su casa por los sabios de Bagdad, dependía mucho de las palabras que le brotaban de las vísceras. Como si en el interior caliente y sofocante de las tripas hubiese un manuscrito que fuese leyendo mientras hablaba.
Bajo el torbellino de tantos enredos aún sin urdir, Scherezade se comporta frente al Califa como la falsa profetisa que, aunque adivine el mundo, es incapaz de entender su propia vida. Alguien que, en medio del dolor, se obliga a hacer un collage de los hechos reales para injertarlos en la psique de Aladino en dosis que no afecten a su vida.
Igualmente encadenada a la nave de Simbad, ahora atracada al borde del muelle de los aposentos del Califa, ella se pregunta si puede alardear de la misma libertad que atribuye al apasionante marinero. Si le es suficiente con dar marcha a la imaginación para redimirse.
Se siente desamparada. Sin posibilidad de ingresar en la boca oscura del misterio y, en este desconsolado descampado, encender el fuego con que iluminar su propia alma ahora en la penumbra.
Sale de excursión con el pensamiento por Bagdad. Se traslada igualmente por el mundo sin que sofrenen su ímpetu. De vuelta a los aposentos, Scherezade sigue la regla básica de no distanciarse un solo momento de sus historias.
Yendo con Fátima al mercado, había aprendido que, para seducir al oyente, convenía obedecer a pausas respiratorias, dar a las palabras dosis de pecado. Hasta para vender una granada, de esplendor dorado, era menester teatralizar lo cotidiano, hacer ver al comprador que, originaria de Asia, se le atribuía a la fruta el milagro de aumentar los senos de las favoritas del Califa, escasas en volúmenes físicos.
Muy pronto, había creado expectativas en torno a cualquier tema. Desde las lámparas de Aladino hasta el mástil del barco de Simbad. Iba fácilmente encaminándose por la colmena de las abejas del huerto de su padre, que le ofrecía la arquitectura ideal donde encontrar las llaves embadurnadas de miel con las cuales abrir una historia.
Scherezade había aceptado a Jasmine a sus pies como a un mastín que disimula la ferocidad a cambio de su devoción. No le hace amonestaciones cuando la esclava desvía la atención de su trabajo, no controla su deseo de sustituir la memoria de Fátima en la intimidad de la princesa. De participar del arrobo de Scherezade, en especial cuando la princesa, atropellando las palabras que le salen a borbotones por las comisuras de los labios, las sofrena de repente, en pro de la anhelada armonía del conjunto.
Dinazarda interrumpe las divagaciones de la esclava. Entra y sale de los aposentos escondiendo de su hermana lo que la lleva a las lágrimas y contribuye a revelarle una realidad cruenta, en la inminencia de abatirse sobre ellas. Reproduce, a lo sumo, siempre en proporciones reducidas, el remedo del drama. Ya le basta con vivir bajo la constante amenaza de muerte desatada por un Califa que, enredado en los ardides y en las traiciones, se mantiene indiferente al empeño de Scherezade en dar veracidad a las diversas voces de sus criaturas, en imprimir disimulación a sus relatos.
Exhausta, Scherezade aparta a Jasmine con un gesto. La empobrece el esfuerzo de afrontar dilemas y conflictos venidos de todas partes, a los que se añaden los dolores particulares. Recostada en los cojines, sola finalmente, busca significado en lo que había contado en la víspera. Le parece que sólo induciría a Aladino a centellear aquella noche si lo hiciese adoptar otro papel, además del de vendedor de lámparas. Tal vez debería convertirlo en príncipe, a pesar del contraste de sus modales rústicos. Bajo su batuta, enseñándole a guiñar los ojos, a contraer los músculos de su fisonomía, traduciendo de esta forma una astucia convincente.
Scherezade reconoce su actividad de contadora de historias como improductiva. Un oficio hace mucho relegado a la oscuridad, rindiendo a sus practicantes escasas monedas. Por eso mismo ejercido en el bazar por los desvalidos de la suerte, los alcanzados por una invencible melancolía. No pasando ella, pues, de mera contadora, lleva en sus alforjas un puñado de enredos que exhalan un aroma popular. Es ella una anónima que, si no hubiese nacido princesa, estaría hoy en la miseria.
Ve, con los años, que forma parte de una raza que, aunque despreciada por los doctos maestros de las escuelas coránicas, osa hospedar sus historias en las callejuelas de la medina, atraída por el olor de las frituras, de los cuerpos sudorosos, por la promesa de la inmortalidad. Ganando a cambio, gracias a su fidelidad, la regalía de ser mujer, hombre, roca, cordero, menta, genio de la botella, todos los estados al mismo tiempo, sintiendo cada cual con igual intensidad.
Siempre había amado el silencio imperecedero de aquellos seres del desierto que, al loar al Profeta, suspendían la respiración, por resultarles fácil renunciar a la vida si fuera necesario. Scherezade, sin embargo, no vive en la esfera de la fe. Para su naturaleza disconforme, la religión no constituye una vocación. Al contrario, centrada en la trivialidad de lo cotidiano, hace mucho se había alejado del plano divino, a fin de lanzarse a la furia de los personajes que desgobiernan su imaginación. Ante la simple idea de que nada le apacigua el espíritu fuera de sus criaturas, ella sonríe, consiente que Jasmine se acerque de nuevo, le haga compañía.
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