Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Bajo el arbitrio del soberano, nada la detiene. Frágil y solitaria, Scherezade prosigue con aventuras cuyo desenlace prevé repartir pan y fantasía en la plaza de Bagdad. Eran su perdición y su acierto afligirse y conmoverse con los personajes salidos de su meollo. Pues, igual a ellos, también ella padecía de la angustia de improvisar.

14.

Insolente en las historias, Scherezade es recatada en el lecho. Envuelta en sábanas de seda, cede al Califa partes del cuerpo. Después de la cópula, Jasmine la cubre con telas delicadas, que protegen su jadear discreto.

El Califa obedece a sus reglas, acata su pudor. Al ganar acceso a la piel blanca y suave de la joven, él apoya su mano sobre la matriz de aquel cuerpo, de donde nace la vida, la palpa, como si visitase las vísceras resguardadas. Con gesto desprovisto de arrebato, se acomoda a las conformaciones de sus volúmenes, se desliza finalmente hacia el pubis. Al servicio del placer rápido, pues tiene prisa, penetra la zona recóndita de la vulva con el falo.

Al cesar esta cópula, como las otras, de la cual el Califa se desprende con eficacia, Dinazarda y Jasmine, detrás del biombo, retoman el territorio del cual fueron expulsadas, y donde Scherezade las aguarda. Con los ojos cerrados, aún sobre el lecho, ella acepta que la sofoquen entre sedas y caricias. Vestida de nuevo, la hija del Visir refuerza los detalles del escenario de la historia que está a punto de empezar.

El Califa acepta las frutas y las lonchas de carnero frito. Mientras se alimenta, se prepara para oírla, evitando mirarla. No se explica por qué, después del coito, se cohíbe con la joven, como si necesitase borrar del rostro el recuerdo de la intimidad recién vivida. Tal vez por haber cumplido en la cama un acto mecánico, cuyo realismo, comparado con los relatos de Scherezade, carecía de grandeza.

La joven, no obstante, discípula del Califa en el arte de encubrir sentimientos, aparta del horizonte de su mirada la figura del soberano. Como si, no existiendo él para ella, cesasen los motivos de su cohibimiento. Sin intención de ofenderlo, se refiere a Bagdad, otra vez centro de su historia. Al-Amin le preocupa por su inconstancia. He ahí un personaje que, apasionado con exacerbada frecuencia, disfruta de su propia frivolidad, como parte del embate amoroso. Es con gusto como él va dejando, por donde camina, marcas del pecado cometido.

Y así Scherezade prosigue con al-Amin, cuyo método de vivir juzga sin duda peligroso, cuando Dinazarda, tosiendo insistente, le emite señales de advertencia. Le hace ver que la considera desmotivada en el trabajo, abarcando apenas aspectos del temperamento de al-Amin, que deberían agradar al Califa, hasta por ser el soberano tan diferente de aquel joven aventurero. Dejando atrás Scherezade con ello vacíos peligrosos, que debería llenar mientras dispone de tiempo. Dinazarda reacciona, pues, a los eclipses oscuros de su hermana, que le dan la impresión de que ella, en el afán de acompañar a al-Amin, se ha alejado de los aposentos, con el riesgo de no volver tan pronto.

Tal vez Dinazarda exagerase juzgando a Scherezade inepta en el desarrollo de aquel tramo de la historia, sin cederle algunos minutos para exponer los pormenores de la trama, a fin de cumplir lo que fuera programado previamente durante la tarde. Expresando su reacción un pesar creciente porque Scherezade no la consulta como solía hacer en el pasado.

Le duele que Scherezade la margine de sus decisiones, como si le faltase prestigio para afectar al núcleo de sus historias. Indispuesta por tal desconsideración, le arrebata a Jasmine la jofaina con agua caliente, en la que la esclava había añadido esencias, destinada a la contadora. Sumerge en ella los pies en busca del alivio que su propia hermana le ha negado. El calor, que le sube desde la planta del pie, le provoca la ilusión de deambular de nuevo por la imaginación de Scherezade, aún ocupada con al-Amin. Ahora más calmada, se alegra de participar de los beneficios de tal imaginación como si fuese suya también, heredada, por añadidura, de su madre, que había legado este don a sus hijas.

Scherezade añade características nuevas a la última novia de al-Amin, que él está dispuesto a abandonar después de jurarle amor eterno. Mientras ella atrae la atención del Califa, consiente los disgustos de Dinazarda, que no ha vacilado en seguirla hasta el palacio, a despecho de los graves riesgos de aquella empresa. Ambas se querían y nutrían una intensa memoria familiar. A la vista de ciertos objetos, lloraban al mismo tiempo, buscando equivalencias entre aquellos que habían heredado de su madre. Y, ciertas tardes, con el sol iluminando los aposentos, hablaban de la vida cotidiana familiar, dejada atrás. De los recuerdos que cada cual tenía de su madre.

Dinazarda, dueña del fantasma materno, que parecía no abandonarlas jamás, retenía más informaciones dada su condición de primogénita. La imagen de la madre, a veces tan nítida, sobresalía en medio de sombras. Iba tras ella, pero la figura se desvanecía, prometiéndole antes retornar en otro momento. La acometía entonces la urgencia de asegurarle a Scherezade que ella había sido la única en heredar de la mujer que las había parido el rostro armonioso, en medio de una cabellera negra. Pues pequeña y clara como la madre, los ojos intensos, casi saltándole de las órbitas, Scherezade era sin duda la madre rediviva. Pero ¿sería realmente como todos le decían? ¿O meramente inventaba Dinazarda esta semejanza para atenuar las añoranzas de su madre, para cumplir con el designio de los muertos, el de verse falsamente reconstituidos en quienes los sobreviven?

La estación seca en aquellos días acentúa el calor. Las esclavas renuevan el agua de las jarras, preparan baños y agitan alrededor los abanicos gigantescos. Aquel verano les roba el aire, que la noche les devuelve con la brisa o con la lluvia fuerte de la temporada. Scherezade se baña repetidas veces, evitando así los pensamientos torpes que la asfixian. Dinazarda y Jasmine luchan para despejar el ambiente, quieren salvarla. Cualquier grito de la contadora, siendo mero ejercicio para desahogar sus angustias, podía ayudarla. Al fin y al cabo, Scherezade carecía de mensajes que le asegurasen que la vida le sería devuelta de nuevo al amanecer.

Y prueba de que la vida cotidiana les sonreía, el Califa les envía regalos, trajes de raso azul, de seda escarlata y ocre, de algodón púrpura, ofrecidos por los comerciantes que, sabedores de su prodigalidad, luchan por merecer sus gracias. Dinazarda palpa las telas, se las lleva a la cara, so pena de que las piedras la rasguñen. Entrega la seda a Scherezade, curiosa por conocer la ruta de la caravana, lo que le dice la tela del trepidante viaje hasta Bagdad, después de haber afrontado las borrascas de nieve y arena. La lleva al oído, se extasía al sentir que tal finura, procedente de un capullo, se debe al hilo expulsado por la oruga, con el cual se produce materia de consistencia tan inefable.

Con cualquier pretexto, la imaginación de Scherezade hace hablar al mundo. Transmite tal veracidad que hace palidecer a los oyentes. Tiene plena noción de hacer sufrir al Califa siempre que lo introduce entre sus criaturas y lo vuelve partícipe del dolor ajeno. ¿Y podía acaso ser de otro modo? ¿Cómo ahorrarle confesiones que tienen por fin ensanchar y estrechar el corazón, este órgano necesitado de sumergirse en el espíritu del insurgente sin medir consecuencias?

Scherezade acaricia las telas, oye lo que le dicen. Salidas de sufridas manos femeninas, íntimas del arte de bordar, algunas de ellas reproducen paisajes, escenas domésticas, indicios de felicidad, todo, en fin, lo que está próximo a la flamante fantasía de los hombres.

Le decía Fátima que algunos trajes lucían triste sino. Ejemplo conocido en Bagdad le había ocurrido a una esclava hindú. Fascinada por un traje de gala, se lo había puesto en la penumbra de la noche, sin pensar que así usurpaba la suerte de la princesa a quien estaba destinada la pieza. Sorprendida en el delito, la joven fue enseguida desalojada del sueño y arrastrada, sin muestras de piedad, hacia el cadalso, a despecho de su arrepentimiento.

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