Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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Al margen de estas querellas familiares, tan del agrado del Visir y de Dinazarda, Scherezade recibía a su padre con discreta efusión, y buscaba luego su refugio. Pero agradecía tener un padre que la dejaba concentrarse en la aguerrida y preciosa materia de la imaginación. Su método era evitar una discordancia frontal con su padre. Habiendo aprendido hacía mucho que no le convenía dejar rastros de sus travesuras.

Siempre recluida, Scherezade amaba el silencio. Sin ningún esfuerzo, se abstraía de la realidad. Con algunos minutos de meditación, se sumergía en los conflictos humanos, olvidada de las funciones diarias. No reclamaba comida, agua, complaciéndose en robar horas del sueño para dedicarlas a las aventuras de cierto genio de la lámpara que, en aquellos días, la perseguía hasta el punto de amenazar su integridad física. Un genio que, oscilando entre el bien y el mal, alzaba la voz para conmover el coro de voces que, del otro lado del desfiladero, solapaban el curso de la historia de Scherezade.

En estos momentos, que Scherezade luchaba por prorrogar, de nada valía que le hablasen. Cedía, a lo sumo, un monosílabo. Ni Dinazarda debía golpear su puerta, insistir. Pues el corazón de la princesa, habiéndose ausentado, no estaría a su alcance en las próximas horas.

20.

Scherezade no había salido a su padre. Al Visir no le había sido otorgada la imaginación que la hija heredara de su madre. En compensación, la naturaleza pertinaz y astuciosa de aquel hombre sabía explotar a su favor las querellas familiares, intensas entre los abasíes. Sobre todo las tramas de la corte, que, en sus manos, se convertían en un instrumento de rara persuasión.

Así iba pensando el Califa sobre el Visir, intransigente servidor, cuya devoción a la corona anticipaba y castigaba los avances de los enemigos, sin siquiera consultarlo. A quien él mantenía próximo al trono, confiado en su obsesiva entrega al poder, que sólo se aliquebraba frente al amor a las hijas.

Viudo desde hace mucho, el Visir se mantenía fiel a la memoria de la esposa, resistiéndose a contraer nuevo matrimonio, aunque el Califa lo estimulase. En casa, sin embargo, aturdido por el talento de Scherezade, le facilitaba una esmerada educación. Los maestros de Bagdad, convocados para esta misión, amanecían diariamente en el palacio, sólo dejando a Scherezade al anochecer. Provistos de toda suerte de conocimientos, hasta de los griegos clásicos, algunos de los sabios provenían de la escuela de traductores; otros, asociados a las escuelas religiosas, las madrasas, se perfeccionaban en los estudios exegéticos del Corán. En su calidad de teólogos, detentaban un poder que superaba en mucho al de los colegas dedicados a la filosofía, probándose así que cuidar de la trascendencia de Alá constituía estímulo mayor que especular sobre los hombres en sus andanzas terrestres.

Mientras que Dinazarda era negligente en los estudios, Scherezade exigía de sus maestros las llaves para abrir las puertas de la percepción y la sabiduría. Nada le satisfacía la ambición intelectual, para perplejidad de los profesores.

Sabedor del grado de exigencia de su hija, el Visir agradecía a Alá el privilegio de tener una hija para quien el mundo se hacía íntimo. Así, cuando Scherezade, años después, le comunicó la intención de entregarse al Califa, juzgando que con semejante acto impediría la muerte de tantas jóvenes, él se rasgó el turbante y ayunó durante los días siguientes. Abatido por el dolor que lo consumía, pero que se preciaba de esconder de los demás. Y en el palacio del Califa, al seguir con rigor la norma diaria, sin flaquear en las audiencias con el soberano, era como si la hija no existiese. Desistía de que le hablasen de ella, como si la muerte, al borde de la entrada de la casa, no amenazara aún a ningún miembro de su grey. Al contrario, sobre la cabeza de la hija se cernía la corona de reina, y no la cuchilla del verdugo.

La frágil situación del Visir, puesto a prueba entre la lealtad al trono y el tormento por la pérdida temporaria de las hijas, cohibía al Califa. En las audiencias, al enfrentarse con el Visir, el soberano se limitaba a asuntos pertinentes al califato, no mencionando jamás a sus hijas, o incluso sugiriéndole que las fuese a visitar en los aposentos reales, donde vivían recluidas.

Sometido a la jerarquía cortesana, el Visir reaccionaba a las noticias que eventualmente le llegaban sin pronunciarse, aunque los ojos le brillasen ante la mención de sus nombres, o sabiendo que Scherezade se había librado una vez más de la muerte.

Mortalmente ofendido como cualquier padre, no sabía cómo persuadir al Califa de que se desinteresase de Scherezade. Al principio, intensificó sus quehaceres, esperando apartarlo del palacio. Pero sin obtener los resultados esperados, le aconsejó viajar por el reino, tan necesitado de su presencia. Debiendo para ello alejarse de Bagdad durante los meses siguientes.

El soberano se negó con firmeza. No pretendía convivir tan de cerca con los conflictos del reino, que ya le pesaban desde mucho tiempo atrás. Fue cuando el Visir, en árabe primoroso, lo instigó a ir al distante Egipto, con la expectativa de conocer a unos sabios que añadirían riquezas a su sabiduría. De ellos se decía que, por no cortarse las barbas, arrastradas por el suelo, éstas levantaban polvo y soltaban hebras, recogidas por sus discípulos como reliquias.

El Califa no veía razón para desplazarse tan lejos, si en Bagdad había hombres de igual envergadura, sin el trastorno de aturdirse con barbas de tal longitud. La argumentación del Visir, no obstante, tenía fundamento. Aquellos ancianos, en permanente vigilia, ofrecían a los visitantes, entre sorbos de hierbas recogidas en la huerta, la visión ordenada del universo de la que nunca se había oído hablar anteriormente. Síntesis tan perfecta que causaba perplejidad a los oyentes, ansiosos por desvelar secretos confiados a los pocos de un círculo restringido. En compensación, en ningún otro lugar, tal vez, la valiosa perspicacia del Califa sería más apreciada que en aquellos parajes sagrados. Mereciendo él, pues, oírlos discurrir sobre la ciencia de la guerra, traducida en ganancia de tierras y despojos, sobre el arte de aprender los aspectos demoníacos de la naturaleza humana, sobre el bendecido uso de la ilimitada imaginación.

La mirada del Califa parecía asentir, como si la táctica del canciller estuviese a punto de dar resultados. Bajo semejante estímulo, el Visir le confirmó que otros sultanes, beyes, jeques, después de La Meca y Medina, se aventuraron con caravanas propias por la margen del Nilo, cruzando el desierto en dirección al oasis Dakhla, en busca de estos sabios. A la sombra de las palmeras de dátiles meditaban, preparándose para el encuentro místico. Para luego, después de anidarse a los pies de una escarpa de altura elevada, tomar el rumbo de Qasr, con la confianza puesta en que, a despecho de las escasas descripciones que les habían sido confiadas, la intuición, tan apreciada por los santos del desierto, los ayudaría a localizar el escondrijo buscado.

El Visir frunció los ojos y, con gesto igual al de Scherezade cuando se enfrentaba con cualquier enigma, se preguntó en voz alta, como no esperando respuesta, si no valdría la pena, al final, tamaño sacrificio, a cambio de escuchar historias cuyo entramado intrigante suplantaba el que Scherezade, mera aprendiz, le venía contando. Y, probando el interés del Califa, insistió en la cuestión, sin percibir que el soberano, desatento a su ponderación, se concentraba ahora en el proyecto de alzar la nueva mezquita, cuyo diseño le fuera entregado por la mañana. Le parecía oír otra vez el timbre del arquitecto asegurándole la magnitud de una construcción concebida por un soñador que erguía minaretes en la creencia de que volarían por sí mismos, desprendidos del impulso creador del artista.

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