Arrodillado al pie del trono, el arquitecto, entre tímido y ufano, le había asegurado al Califa que las cúpulas doradas y centelleantes de la futura mezquita, en contraste con el cimborrio verde del palacio, serían apreciadas tanto por los que estuviesen en las márgenes del Tigris, o navegando sus aguas, como por los que entrasen a pie en Bagdad a través de los cuatro portones, rodeando antes las murallas redondas.
Con los ojos casi saltándole de las órbitas, el arquitecto preveía minaretes leves, traslúcidos, listos para brotar del patio central, imantados por el firmamento. Un milagro que habría de causar a los creyentes la sensación de ascender al paraíso prometido por el Profeta.
Comprobando la indiferencia del Califa, el Visir se arrepintió de la iniciativa. En los últimos tiempos, tal vez por la abusiva frecuencia con la que se aprovechaba de las intrigas palaciegas, se venían evidenciando sus desaciertos. Se hacía penoso convencer al Califa de qué iba el asunto, aun cuando se trataba de un pariente que quería usurparle el trono abasí en medio de las fanfarrias. Una acusación que el Califa simulaba no asimilar. Aunque semanas después, antes de que consumasen la traición, los abatiese sin piedad.
El hecho es que el desencanto del Califa con las tramas de la corte se había acentuado después de someterlo Scherezade a los efectos voluptuosos de sus relatos. Las peroratas de su ministro, aunque pertinentes, se desvanecían a sus ojos. Atraído por los relatos nocturnos de la joven, cavilaba, por primera vez, sobre la existencia de un tiempo que fuese capaz, un día, de preservar los encargos de la tradición y modernizar simultáneamente la visión de una posteridad hecha de anarquía y libertad peligrosa.
El Califa había heredado de su padre el aprecio por las oraciones laudatorias. Pero la lisonja del Visir, aunque bienintencionada, le sonaba ahora sin encanto si se la comparaba con las leyendas traídas al lecho por Scherezade. Leyendas que, posiblemente volátiles, superaban las arrogantes afirmaciones de los cortesanos, loando la inmutabilidad de la imperial vida cotidiana de los abasíes.
Pero lo que el Califa exigía en aquellos instantes era una realidad que fuese fuente de sorpresa y entretenimiento. Pues crecía en él la aspiración de adueñarse un día de la destreza de Scherezade y conmover a sus súbditos reunidos en el bazar, presentándose ante ellos como un personaje de dimensión universal, de la altura de Harum al-Rashid, abasí como él.
Estos delirios, felizmente, se eclipsaban, retomando su índole altiva, resistente a los cambios. Exigiendo que los acólitos, fámulos, áulicos reverenciasen a su majestad simbolizada en el turbante engastado en perlas y brillantes que, calado en la cabeza, le cubría parte de la frente, realzando su nariz ganchuda de águila.
Se despidió con prisa del Visir, tomando el rumbo opuesto al de los aposentos. Andaba al azar, siguiendo las vías de un laborioso laberinto que reproducía ciertas tramas de Scherezade, tendentes a volver al punto de partida, para desde allí proseguir hasta un lugar donde no había estado anteriormente.
Al avanzar por los interminables corredores, olvidado de observar las maravillas caligráficas impresas en las paredes a manera de mural, las palabras de Scherezade afloraban desprendidas de las historias. La brisa del anochecer traía al Califa la voluptuosidad de las fragancias silvestres provenientes de los jardines, seguida de una extraña languidez. Sus pasos, claudicantes con los años, lo obligaron a reducir el ritmo. Pero para que no notasen su fatiga, se apresura en dirección a los aposentos. Quizás el verbo de la joven lubrique su imaginación erótica, exacerbe el fuego de los genitales. Ante la simple idea, se ruboriza como un aprendiz de las artimañas de la carne. En unos pasos, afrontará la materia que Scherezade esboza con el propósito de atormentarlo.
A la entrada, Jasmine anuncia su venida, se anticipa al heraldo, a quien le incumbe esa tarea. La quiebra del protocolo inquieta a Dinazarda. El Califa, sin embargo, fingiendo no ver un acto merecedor de punición, se atusa la barba. Los efluvios, que emanan del ambiente, lo eximen de evaluar pormenores, de averiguar qué mundo se conforma a su sensibilidad. Se preocupa por seguir a Scherezade a los lugares que ella le va indicando mientras cuenta. Hasta la India, Damasco, a la orilla del Bósforo, siempre llevado por el don de transitar por estos escenarios. Cuando, seguro de haber ganado aletas, que Scherezade le había cedido aquella noche, él se siente nadar, surcando los mares.
Las horas conquistadas a la muerte imponen tensión al relato y una brevedad que Scherezade teme no controlar hasta el amanecer. Cada noche se hace más penoso defender la vida y la historia. Disimula, sin embargo, las vicisitudes que afronta, como si, liberada de los dispositivos impuestos por el Califa, dispusiese de condiciones privilegiadas.
Aunque somnolienta y afligida, su relato cobra sustancia al accionar los botones de la memoria del Califa. Al activar su cerebro, adecuadamente lubricado, para que acepte los impactos de su desgarrada narración.
Ambos copulan por obligación. La disimulada representación del amor, que practican sobre el principesco diván, es grotesca. Al fin y al cabo, la obstinación del soberano en entregarla a la crudeza de sus testículos le impide apreciarlo. Reconoce, no obstante, el talento del Califa en asimilar los hechos encadenados de las historias, la velocidad con la que visualiza la materia que ella, en obediencia a su instinto, exagera con el propósito de salvarse.
Confinadas en el palacio, las hermanas, ciertas tardes, con la ayuda de Jasmine, se divierten imitando a los cortesanos, los mercaderes de Bagdad, algún que otro visitante observado de lejos. Bajo este irresistible impulso lúdico, que les ahuyenta el miedo, ellas inventan situaciones inverosímiles, filiaciones raras, gracias a las cuales se proclaman, de repente, hijas de un sultán que, por su espíritu libertario, había permitido a las jóvenes radicarse en Bagdad, donde ambas adquirieron un suntuoso palacio fuera de las murallas redondas, en la otra margen del Tigris, en dirección a Karbala. Y que, justo aquel día, habían vuelto a la ciudad después de una prolongada temporada en el desierto de Gobi, en cuyas arenas montaron tiendas, con la esperanza de disfrutar de un inquietante veraneo. Pues, aunque afectas a las comodidades, eligieron el referido desierto como lugar ideal para una vida al azar de las vicisitudes, en la inminencia de descubrir cómo sería viajar, por el simple gusto de volver al hogar cuando se sintiesen hastiadas. Por ello estas princesas, sin duda frustradas después de algunas madrugadas en la región inhóspita, concluyeron que el placer del viaje consistía en regresar a casa, llevando en la litera y en las carrozas baúles abarrotados de recuerdos.
Scherezade reducía la agonía diaria engendrando historias, mientras que Dinazarda, pendiente de la fantasía que su hermana le prestaba, escondía el secreto anhelo de montarse en una alfombra mágica y sobrevolar con ella parajes desconocidos, yendo hasta el Golfo Pérsico, sólo para probar los peces de escamas plateadas. De vuelta a Bagdad, después de afrontar atropellos, aterrizaría por primera vez en el bazar, en el que absorbería una realidad excesivamente veraz. Pero no queriendo que en ningún momento se disipase la tenue fantasía que las tres jóvenes vivían en aquellos aposentos, Dinazarda, en lenguaje cifrado, reclamaba de su hermana datos que parecían faltar en la vida cotidiana.
Scherezade se repartía entre su hermana, que, a pesar de amarla, desarrollaba fórmulas de ambigüedad, y el Califa, dando cauce a su crueldad. En momentos temerarios, decía en voz alta los nombres de los personajes, para que no se apartasen de ella. Necesitaba la protección de estas figuras. Convocados, ellos se acercaban. Allí estaban Simbad, Alí Babá, Zoneida, todos alterados por la carnalidad reciente, dispuestos a rebelarse contra el escenario original de una historia que, muchas veces, los inmovilizaba.
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