Nélida Piñon - Voces del desierto

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Scherezade no teme a la muerte. No cree que el poder del mundo, representado por el Califa, consiga el exterminio de su imaginación.
Hace mil años Scherezade atravesó mil y una noches contando historias al Califa para salvar su vida y la de las mujeres de su reino.
Voces del desierto recrea los días de Scherezade y nos revela los sentimientos de una mujer entregada al arte de enhebrar historias cuyo hilo no puede perderse sin perder la vida.
En esta novela, Nélida Piñon reinventa la fascinación de Las mil y una noches y nos hace vivir las voces del desierto, de donde vienen y hacia donde van los sueños.

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24.

El pecho del Califa se vacía de esperanza. No ama a Scherezade ni a ninguna otra mujer. El frío en el pecho, que ahuyenta la emoción, se irradia hasta la mirada impenetrable. La crueldad, que adviene de su ideal de venganza, amenaza con envejecerlo.

Confiado en la eficacia de su juramento de eliminar a las jóvenes después de copular con ellas, regresa por las mañanas a la sala del trono sin liberar a Scherezade de sus votos. Se cierne sobre sus súbditos la certidumbre de que en breve repartirá su dosis diaria de justicia.

A pesar de tal propósito, tarda en encomendar la muerte de Scherezade. Le inquieta usar las historias de la joven como pretexto para mantenerla a su lado. Admite, en verdad, que la fantasía de aquella contadora le aceita el cuerpo, y sus palabras, a veces cultas, casi siempre de raíz popular, suspenden las nociones que había tenido hasta entonces de la realidad. Sin necesidad de abandonar el palacio o visitar el reino, la hija del Visir le lleva a los aposentos, a la sala de audiencias, al repertorio de su corazón, por donde, en fin, camine, la visión de seres grotescos, de tierras incógnitas, de aventuras que había ambicionado vivir desde la adolescencia, pero le había faltado el valor de abandonar el reino a cambio de la miseria humana, de la inestabilidad de la suerte.

Entrecierra los labios, suspira, contrae el pecho al seguir a Scherezade. Aunque no hable, va corrigiendo en el pensamiento una que otra palabra. Algunas, por iniciativa propia, las deja suspendidas en el aire, reservándolas para una emergencia, o para el instante en que se sintiese necesitado de ellas. Mediante estos ejercicios, que lo exaltan, el Califa olvida a la esposa que lo había traicionado con el esclavo negro. Una humillación hecha pública por su hermano, sultán como él, de visita a Bagdad, y que, por triste sino, había sido víctima de igual infamia.

Tan pronto se distancia de los aposentos, y de la magia de la joven, el soberano sucumbe a la visión de aquella esposa, muerta hace pocos años. Gracias a la fascinación de la traición conyugal, ella emerge vigorosa, mirándolo fijo a los ojos. En el curso de estas evocaciones, el fantasma de la Sultana, siempre arrogante, no esboza gesto de arrepentimiento, no se tira al suelo, mesándose los cabellos, rasgándose las vestiduras, no le pide jamás perdón. Al contrario, por medio de estos vagos recuerdos, ella quiere quitarle el turbante, lo vilipendia con actos y palabras obscenos. Lo insulta, maldice la hora en que lo conociera en Karbala, la ciudad santa, donde había nacido.

Aquella sombra asfixiante crece brutal y elocuente. Arranca al soberano del trono para arrojarlo a tierra, donde sienta de cerca el asombro humano, la vida sin el soborno del poder. Los abundantes senos de la Sultana, otrora fuente que por algunos días le diera leche y miel en dosis desmedidas, jadean bajo el delicado traje de seda.

Airada, ella exhibe desprecio por la corona de los abasíes, indigna a sus ojos. Blasfema como protesta contra la sentencia que le había impuesto la muerte de forma inexorable. ¿En nombre de qué poder el Califa se arrogaba el derecho de castigarla simplemente por disfrutar del goce que había encontrado en los brazos sudorosos y exuberantes de sus esclavos?

En él salón del trono, protegido de las intemperies humanas, los gestos del Califa son confusos. Quiere borrar el retrato de la mujer fornicando con el coloso negro, en su casa, a la luz del sol. En el patio, precisamente, ornado con árboles cuyas copas refrescan el aire, allí estaba ella, desnuda, feroz, espléndida, con las piernas abiertas, descoyuntadas, dispuesta a parir. Entregada a los cuidados de la criada que aislaba a los demás esclavos y acompañantes de la escena, la Sultana mugía como una vaca, resollaba como un carnero, un animal en celo.

También originaria de la ciudad santa, a la cual había vuelto cierta vez para rendir tributo a Hussein, nieto del Profeta, frente a su tumba de oro, la criada era de complexión menuda, pero de fuerza inesperada. Casi pegada al cuerpo de la Sultana, regía sus movimientos, impidiendo que sus alaridos, que estremecían los árboles, precipitasen la caída de las frutas maduras al suelo. O que atravesasen los muros, las paredes, los corredores, llegando a las dependencias del Califa, a la antigua medina, a los portones de las murallas redondas de Bagdad.

Él recuerda a la mujer traspasada por el falo del negro. La cautela con la que, prácticamente agónica, ella aparta la cabeza de su amante. No quiere beberle el sudor, que cae de la frente. Pero tal deseo mueve a las dos criaturas durante la cópula, que los hace chocar contra la fuente de piedra, cuyas aguas salpican sus cuerpos, sin refrescar los inextinguibles ardores.

La silueta femenina, como el Califa la evoca, exhibe furia, lujuria, reclama del esclavo un ímpetu ininterrumpido, que no debe enfriarse. Al servicio de la soberana, al hombre le cabe exhibir sin desfallecimiento la virilidad requerida. Y aunque está prohibido por el ceremonial dirigirle la palabra, la respiración desacompasada y salvaje del africano parece que habla, que pronuncia obscenidades.

La criada, figurante constante de la escena, y que acompaña a la Sultana desde los tiempos de Karbala, mantiene al esclavo bajo estricta vigilancia. Arrodillada al lado de los amantes, dispuesta a intervenir, ella se desembaraza de las convulsiones que amenazan con envolverla. Y, sin desfallecer, en el esfuerzo de impedir que las secreciones abundantes del africano maculen a su dueña, ella seca el cuerpo de la Sultana.

Los manjares llevados junto al trono, donde el Califa medita y sufre, son apenas tocados. Se atusa la barba con los dedos adornados de anillos. Nada borra el recuerdo de la Sultana haciéndole una señal a la criada, que inmediatamente interpreta su deseo. Sin otros cuidados, la sirvienta arranca al esclavo de encima del cuerpo de la mujer. Con el gesto, rudo e ingrato, ella desprende el miembro hinchado del hombre de la vulva de la mujer, y con él las secreciones que ambos han producido. Y, sin pérdida de tiempo, la fiel servidora limpia el cuerpo indolente de la mujer sobre el césped con una esponja perfumada con almizcle, originario del índico.

A la vista de la orgía, que aún ahora se le hace presente, la ira ciega al Califa. Quiere matarlos, detenido, sin embargo, por su hermano, su cómplice en la desgracia, que contiene su indignación. Convenía que el Califa, como su propio hermano en el pasado, conociese el límite del dolor. Que observase, para ello, cómo el miembro aventajado del esclavo, erecto como un obelisco, que actúa ajeno a su voluntad, había doblegado el cuerpo de la esposa, había penetrado en sus honduras, casi saliéndole por la boca que se retuerce entre muecas.

Este mismo africano, con movimientos sincronizados, en obediencia al ama, desliza por el cuerpo de la soberana un paño de lino empapado en aceite. Así él le recorre los senos, gira alrededor de las formas, señalando los detalles voluminosos. Y por haberle dejado el semen entre los muslos, con la misma tela friega el sexo abierto de la mujer. Urge borrar vestigios, olores, marcas, huellas, que su naturaleza había dejado en la Sultana.

La impersonalidad de tal escena impresiona al Califa, pero no lo consuela. Nada apaga la traición ni mitiga el ansia de reparar la ofensa sufrida con la cimitarra heredada de su padre. Su hermano lo había disuadido a tiempo. La tarea de golpear la carne impura de la mujer era del verdugo, que, no obstante, debía aguardar. Ambos saldrían de viaje, dejando Bagdad atrás.

Al regreso de tal periplo, hecho en compañía de su hermano, ordena la muerte de la esposa, no olvidando a la criada, al esclavo y demás partícipes de la orgía. Sabiéndose condenada, la Sultana le suplicó que la escuchase, tenía un secreto que revelarle. Atendiendo a su petición, el Califa permitió que la mujer, traída por el verdugo, lo viese antes de la ejecución de la sentencia. La Sultana, frente a la indiferencia del Califa, que la condenaba igualmente a callarse, vociferó, le soltaba improperios, un habla aprendida con los esclavos. Aun provocado, él no reaccionaba. Nada lo conmovía. Ni siquiera el rostro aterrorizado pidiéndole clemencia, al menos algunos días de vida, mientras el verdugo, decidido a silenciarla antes de que la muerte lo hiciese, la amordazaba sin señales de compasión.

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