Sergio Pitol - Cuentos
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María . -No para mí: yo ya tengo mi tiempo; mi vida se cumplió; se cerró mi ciclo; todo lo que después ha pasado, todo lo que se pueda presentar en el futuro, ya no cuenta; sólo quedan los dos años en que fui tu mujer.
Juan.-¿Ves?, todo lo vuelves confuso y complicado. ¿Por qué te obstinas en negarle continuidad a esa dicha?
María . -Porque un día te marcharías nuevamente. Tengo, por fuerza, que contar con eso. Una noche no llegarías, ni la siguiente, ni la otra; después me enteraría de que te habías ido al extranjero. Y esta vez ya no podría soportarlo. Me siento totalmente incapaz para enfrentarme una vez más con tu ausencia.
Juan.-Permíteme al menos que seamos amigos.
María ( titubeante ).-Bueno…
Juan.-¿Cuándo puedo visitarte?
María.-Cuando quieras. Después del trabajo vengo directamente a casa; casi nunca salgo por la noche.
Juan.-¿Puedo venir mañana?
María.-Sí… claro ( mira el reloj ). Ahora tengo que irme; no puedo llegar con retraso al despacho. Espérame un segundo y salimos juntos, voy a arreglarme ( sale por la puerta de la derecha ).
Juan ( recorre con la vista la habitación, camina por ella, se detiene aquí y allá, se busca algo en los bolsillos, luego en voz alta ).-María, me adelantaré para comprar cigarrillos; te espero abajo.
Marta ( se asoma. Su aspecto ha cambiado casi como por milagro. Tiene el cabello suelto. Su rostro se ha rejuvenecido y hay en sus ojos un alegre brillo. Ha vuelto repentinamente a ser mujer ).-Anda, no te haré esperar; en un minuto acabo de peinarme y bajo.
(Juan le lanza un beso con la mano; sale por la puerta de la izquierda. María ríe embriagada por la felicidad. Comienza a tararear una tonada al compás de la cual da unos pasos de baile, mientras se cepilla el cabello y el telón va bajando lentamente.)
De l encuentro nupcial
En Portinaitx, al norte de Ibiza, sobre un hormiguero de calas apenas vislumbradas, imaginadas casi, revisa las notas de un proyecto de relato esbozado meses atrás sobre una experiencia también apenas entrevista, tan oscura como el paisaje que se extiende bajo su balcón: un manto espeso, cuyo seno se descubre a veces por iluminaciones instantáneas: el fulgor de un relámpago revela que la oscuridad detenida tras los cristales es sólo la última de muchas capas de la misma sustancia, espesa como emulsión de plomo, que se pierde en el horizonte. No hay mar azul sino un agua sucia, tan sucia como el cielo.
Un poco por hastío comienza a revisar las notas de un último proyecto de relato. La necesidad de escribirlo había sido tan apremiante que durante unos días le fue imposible disfrutar de cualquier película, libro, cena con amigos, encuentro en un bar. Lo único que deseaba era sentarse ante un cuaderno y trazar su arquitectura. Por eso dejó de lado: aquella otra historia confusa con la que entonces se debatía: la de un hombrecito amedrentado que, vestido siempre con una camisa de terciopelo color violeta, recorría la ciudad de un lado a otro, de la Barceloneta a las laderas del Tibidabo, de Sans a San Andrés, tratando de escapar de un hipotético perseguidor, intentando protegerse bajo el ala del par de viejas a las que alternativamente guiaba por la ciudad; dos fantasmas de visita en una vieja morada, dos mujeres del todo diferentes salvo en la necesidad, la obsesión de aferrarse a una porción del pasado que poder enfrentar a la vejez que se desploma sobre ellas. El hombre cito se convertirá en su cicerone y a su lado encontrará algo de la protección que tan desesperadamente necesita. Una fue en otros tiempos corresponsal de guerra; volvió a España a consultar archivos y bibliotecas, más que nada a cotejar imágenes, a recordar, a cerciorarse de que no sólo ha perdido una -ésa- sino todas las batallas. El día de su despedida, el día en que el hombre de la camisa violeta va a volver a hundirse en su viscoso desamparo, lo lleva a una esquina de la Diagonal y le relata la salida de las brigadas:
– Estábamos seguros de que volveríamos dentro de poco. Parecía que toda la población nos acompañaba. Tenía que tratarse de una retirada estratégica, pensábamos. Era imposible, era demasiado cruel aceptar que hubiésemos perdido la guerra.
Ya para entonces la otra se había marchado. Había vivido en Barcelona de 1943 a 1945. Un día bebieron como locos. Ebria, comenzó a recordar a su marido. Se detuvieron en mil bares de medio pelo; al final pasaron a la parte severa de la ciudad, y en un momento, en una esquina, ante una puerta, exclamó extasiada:
– Aquí estaba la mejor casa de citas que he conocido en mi vida. No tienes idea del lujo con que la tenían montada. Por esta puerta entrábamos las mujeres; por aquélla, los hombres -luego, al advertir la sorpresa en los ojos de su protegido, estableció, apresuradamente-. Me citaba aquí con mi marido. Nos gustaba jugar; darnos ciertas sorpresas.
Pero ni las aventuras políticas de la una, ni las galantes de la otra lograrían liberarlo de su acoso.
Aquella historia, una novela corta, le había exigido demasiados esfuerzos, requería conocimientos mayores sobre la ciudad de los que poseía. De alguna manera la persecución debía fundirse con su visión arquitectónica de Barcelona con lo cual corría el riesgo de empantanarse en el folklore del Barrio Chino o en la parafernalia modernista, deslumbrado por las meras superficies. De cualquier modo, lo cierto fue que la historia del hombre perseguido y de las ancianas de cuyas faldas no osaba desasirse quedó arrumbada por la violencia de un nuevo sobresalto, una excitación que, por desgracia, corrió la misma suerte que todos los proyectos de los tres o cuatro últimos años. Cuando en Portinaitx relee los esbozos de la historia que desplazó a la del hombrecito piensa en la necesidad de aceptar su destino y conformarse con el modesto papel de comentarista literario que viene desempeñando.
En esa ocasión, como siempre, ha viajado con una maleta llena casi exclusivamente con sus mentidos implementos de trabajo: unos cuantos cuadernos -en varias ocasiones se le ha ocurrido la idea de escribir una crónica de viaje-, varios libros que no leerá, salvo la rutinaria novela policial de vacaciones, esa vez una de Van Gulik, y la carpeta llena de cartas por responder (ya el mismo día de la llegada le escribió a Victoria para contarle la alucinante experiencia de su noche en el barco, un auténtico ship of fools, ahíto de una juventud ante la cual se sintió como una momia, rodeado de guitarras, melenas y vistosos ropajes multicolores, en el seno de una ensordecedora Cruzada de los Niños que, recorridos los caminos de Europa, aborda la nave rumbo a Ibiza, último ancoraje antes del arribo a la Tierra Prometida. Lo que quizá más le impresionó durante la travesía fue la discrepancia radical entre las posibilidades de placer disponibles en su adolescencia y las que goza el enjambre al que con envidia contempla, acodado en una barandilla. Pasea la mirada por los distintos grupos reunidos en cubierta. Una alemana, que hubiera podido ser su compañera en la escuela de Mascarones, se pasea con ademanes marciales e inquisitivos entre la multitud. Por la adustez del atuendo y del semblante le recuerda a cierto personaje jocoso de sus años universitarios. El horror que la escena le produce rebasa la infamia cronológica; la diferencia no se reduce a y ni se explica por el solo transcurso de veinte años; se trata de algo más radical; la intrusión de un determinado elemento zoológico en la jaula de una especie distinta. Como si de repente, en el pabellón de las zancudas, entre flamencos, garzas blancas y rosadas, cigüeñas y gruyas, en medio de un lujo de plumajes sedosos y aceitados se hubiera colado una hiena, pero él necesita volver engullible esa experiencia pastosa y repulsiva; por eso, al escribirle a Victoria, prefiere comentar que tuvo la sensación de que un topo, un camello o, mejor, una liebre, había penetrado en la jaula de las garzas y, ¡qué se iba a hacer!, concluía, eran animales con el mismo derecho al paisaje, al mar, al sol). Escribe aquella primera carta poco después de instalarse en el pequeño hotel de un sitio descubierto al azar en una tarjeta comprada a los pocos minutos de desembarcar en Ibiza; en ella aparecía Portinaitx como un abigarramiento de bahías, calas y caletas. Su llegada coincide con el inicio de las lluvias. Tiene que permanecer la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto, igual, por lo visto, que los Rosas, la pareja de uruguayos a quienes conoció el día que llegó y a quienes le gustaría frecuentar un poco más, en el intento de evadirse de un grupo de holandeses cuya impertinencia no sólo le obliga a escribir varias cartas a Victoria, sino también a Isabel que lo lanzó a ese viaje, a Carlos, a varias tías, a muchos primos, a los Martinelli, a Miklos, sin detener ahí su actividad, ya que en los once días siguientes, dueño de una cantidad de tiempo como no había disfrutado en años, además de la novela de Van Gulik, lee varios de los libros apilados en la mesa de noche y hojea los cuadernos en que se suponía debía anotar sus impresiones de viaje, donde encuentra los apuntes, los distintos comienzos de aquel relato para el que tal vez un día logre encontrar la forma apropiada. Duda que llegue ese día. El tiempo de elegir ha pasado y él optó en un mal sentido. Además, en ese caso concreto, se ha esfumado la obsesión que durante unos días le impidió interesarse en todo lo que no fuera ese tema. En aquel entonces, obsesionado por las dos marcas que contempló en un pecho, trató de establecer una construcción literaria que no sólo lo librara de esa imagen, sino que se planteó, por mera curiosidad intelectual, ciertos problemas de técnica literaria. Hacer estallar la coherencia en los personajes, en el ritmo, en el desarrollo del tema, por ejemplo. Se le ocurría que los labios, los dientes, sobre todo, la risa del marinero eran elementos básicos en los que debía morosa-mente detenerse, hasta crear una gravedad que pesara en el resto de la historia.
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