Sergio Pitol - Cuentos
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Sergio Pitol
Cuentos
Los Ferri
Si alguno de ellos, no obstante el saber que tenían sus raíces cimentadas en el mal, llegase a sospechar la intensidad con que los detestaba, se hubiera quedado petrificado por el asombro. ¡Y a pesar del arraigo y la potencia de tai pasión le eran necesarios para existir! Todo contenido escaparía de su vida en el memento en que la familia desapareciera. Sin advertirlo, guiada por la pura corriente del deseo, se encontró discurriendo sobre las diversas posibilidades que podía abrirles la muerte en el viaje de regreso: una volcadura en la barranca, un derrumbe en la montaña, un cheque con otro vehículo, o de los dos automóviles entre sí; y ante la idea de la hecatombe se sintió recorrida por un acre escalofrío, pues sabía que el fin de ellos anunciaba definitivamente el suyo.
Varias muertes impregnaron su espíritu de una acerba y profunda pesadumbre, pero ninguna la hirió como la de Antonieta. Después del accidente que le costara la vida se había enclaustrado en su cuarto a llorar durante días y noches: porque Antonieta, de entre todos los Ferri, era sin duda la peor; hembra de placer como su madre, ávida de garañón con que pasear frente a su marido que se lo merecía por complaciente y servil; dominada por una inquietud y un nerviosismo que no le daban tregua, que la llevaban enloquecidamente de un lugar a otro, para de nuevo regresar con un lastre de fatiga y abatimiento, con unos ojos donde comenzaba a incubarse la demencia. Recordaba los regales que le hacía, abrigos, medias, pedrería, sedas, como si con ellos tratara de reforzar una relación de afecto que sólo existía en la imaginación de la otra, pues ella no hubo de ceder un ápice de su confianza y menos aún de su amistad, ¡no se diga ya de su cariño!, a aquella brillante expositora de la bribonería y el vicio. ¡Si tan sólo hubiera traído regales! Con la desvergüenza que heredara de la madre se complacía en corromper el aire de la casa con la presencia, las miradas, las carcajadas procaces, las muecas perversas de amigos hallados solo el diablo sabía dónde. Mujeres y hombres de comportamiento diferente a los que ella había conocido allá en su juventud, en los tiempos en que don José presidiera la familia y velara por el honor y el prestigio de unos techos actualmente ultrajados por la concupiscencia y la falta de temor al castigo de Quien todo lo sabe y lo ilumina. Y la tal Antonieta, esa perra, empedernido vaso de lujuria, que sumergía en el fango un apellido ilustre (el de hombres que a fuerza de puaos, de valor, de crueldad, habían logrado hacer de las tierras barrialosas del Refugio la gran hacienda que llevaba ese nombre), era de tal manera ilusa que creía que a cuenta de sus regalos y zalamerías ella la adoraba. Todos los Ferri, sin exceptuar a la misma Carolina, intoxicados por la vanidad y la soberbia daban en pensar, y no se medían para repetirlo a diestra y siniestra, que ella, Jesusa, los amaba como a sus propios hijos. Cuando Antonieta murió en aquel siniestro que tanto diera qué hablar a los vecinos, y del cual se ocupó hasta la prensa de la capital tratando de dilucidar si en verdad se trataba de un accidente o de una acción suicida, ella se refugió en un llanto inconsolable; después de unas cuantas semanas sus lágrimas cesaron, sus párpados se volvieron pedernales, y de sus labios no volvió a escapar lamento alguno, pero en su interior el rencor había ya rebasado todos los límites; era una sensación que desolaba y fortalecía; una constante angustia al palpar la ausencia de aquélla a la que había hecho objeto de su odio más decantado. "La pobre -comentaban está desesperada. Antonieta era su preferida y desde que murió no hace sino deambular por la casa como un alma en pena". Y, efectivamente, había pasado mementos sumamente tristes, ganada por un profundo pesar y desamparo, pero al poco se repuso, pues en la casa en que para su desdicha le había tocado servir no era Antonieta la única por quien pudiera interesarse; hasta llegó a juzgar desconsiderado y absurdo el que por esa joven, nacida para la voluptuosidad y los placeres, hubiese dejado un tanto al margen a los demás, que bien mirado eran iguales o peores que ella. Fue entonces, cuando salió de esa especie de postración en que la mantuviera la defunción de la ramera, cuando empezó a alimentar la sospecha (sospecha que más tarde se convirtió en una certidumbre absoluta) de que llegaría a sobrevivir al último de los Ferri. Había visto conducir rumbo al cementerio a siete de ellos. Representánbase a menudo el memento en que arrojaría un puñado de tierra al ataúd del último miembro de aquella familia maldita; entonces cerraría la casa, recogería sus bártulos e iría a reunirse con su prole al ranchito comprado con los ahorros de tantos años. Ya el tiempo se encargaría de cumplir con su destine. Soñaba con el que habría de ir un día a regodearse con el espectáculo de una casa ruinosa y abajada, de techos derruidos, ventanas sin cristales, y en el jardín, la maleza, que irrespetuosa, desenfrenadamente, se lanzaría triunfante a la invasión de la galería. Pero está visto que el Señor, con su sabiduría infinita, gusta de probar a sus criaturas y les hace desarrollar hasta más allá de lo indecible dotes de resignación y perseverancia, pues al parecer esas muertes no habían servido sino de poda a la sangre corrupta de los Ferri. Siguieron llegando al mundo, cada vez más ajenos, más turbios, menos parecidos a aquel hombre de galana barba, mirada noble y proceder severo que fue el último gran señor de la comarca; y, sin embargo, sabía que habría de estar aún sobre la tierra cuando ya de ellos solamente quedase el recuerdo. Sobreviviría a José, Pablo y Nina, los más pequeños, los de mirada más desconcertante y diabólica. El dolor se le adentraba en el cuerpo, pero ella, redescubierto el placer de permanecer en la cama durante las horas de trabajo, parecía no otorgarle ninguna importancia. El menor movimiento le hacía sentir las piernas cual si estuviesen al rojo vivo. En el recuento de los innumerables años transcurridos al lado de los Ferri, íbanse trasminando las sensaciones que su cuerpo afiebrado y doliente recogía.
A los primeros dueños no había llegado a conocerlos sino de oídas, a través de la rememoración infatigable que de sus hazañas hicieran su padre y su abuela. El mismo señor don Francisco había muerto cuando ella tenía apenas catorce anos, lo que no fue impedimento, como tampoco lo fuera la senectud de aquél, para que en las candentes noches de verano bajase a probar el frescor y la lozanía de su cuerpo. ¡Capaz a sus años de enloquecer de gozo a una mujer! En los de ahora, la casta y el vigor estaba diluidos del todo, cual si nada restase de la sangre de aquellos arrogantes patricios que hicieron florecer el erial y transformaron en una edificación imponente la modesta casucha con que se encontró el primer Ferri, convertida hoy en leonera, en sitio propicio para saciar de inmundicia los apetitos, para envilecer un nombre venerado por ella. Por eso ya nunca los acompañaba al Refugio, pues allí el pecado había tomado cabal posesión y se le sentía incrustado en las paredes, pendiente de los techos, flotando por los aires.
La última vez que los había visto en la hacienda se le reveló con mayor evidencia lo que eran: víctimas de una fuerza cuyo control no estaba en sus manes, de una sangre que les escocía en las venas, de una piel que los enloquecía. Sangre y piel que al ganar siempre los combates los arrastraba ineluctablemente a la violencia, a la caída. Cuando por las mañanas entraba en las habitaciones donde la víspera habían tenido lugar episodios amorosos, no dejaba de advertir que el olor percibido no era el de los cuerpos que se desean, no era el de la entrega, el de la búsqueda y el hallazgo imposible que en esos mementos dejara de insistirle la comparación con las noches en que se adormecía en los brazos de Francisco Ferri. Los niños de entonces, Carolina y Victoria, habían enfermado de paperas, y don Francisco le ordenó que se quedara a velarles el sueño. Doce años tenía apenas
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