Sergio Pitol - Cuentos
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"Un viento de tragedia griega -dijo muy pomposamente- ha soplado en el caso de Xavier Rubio y Amelia Otero." Declaró que los había conocido antes en México cuando niños, y que ya entonces había presentido el final. Eso fue todo lo que recabamos de aquel proceso que la llevó quince días a la cárcel para resultar absuelta: que un viento de tragedia griega había soplado en sus vidas, ¡hágame usted el favor! Y si salió libre, ¿qué debíamos suponer?, ¿que fue un suicidio?, ¿entonces por qué ni ella ni Concha lo dicen? Al salir de la cárcel se encontró sin marido y sin hijos; doña. Merced le entregó un sobre abierto en el que Julián le dejaba las escrituras de la casa y de unas fincas que tenía aquí cerca, por el rumbo de La Cuchilla. Las demás propiedades las malvendió Julián a don Cruz Vega. Amelia llegó a su casa, tapó puertas y ventanas y durante muchos, muchísimos años, permaneció oculta. Nada sabíamos de ella; yo, fantasiosa como soy, llegué a temer que hubiera muerto y que Concha nos ocultara la noticia; hasta que un día, unos quince años después ante el asombro general, sus ventanas se abrieron, y a los pocos días la teníamos nuevamente por las calles. Era como un espectro que nos recordara una época que todos queríamos olvidar. Era traernos nuevamente al corazón aquellos años de despojos, de saqueos, de atropellos, y lo más penoso, lo muy doloroso, es que nos recordaba también nuestro bienestar anterior en un tiempo amargo en que todos teníamos que vivir al día. También ella debía mantenerse entre grandes estrecheces; sus joyas habían ido a parar, su fiel Ramírez se había encargado de llevarlas, a casa de Nabor Quintero, el prestamista. Imagínese nuestro asombro al ver salir aquel fantasmón a la luz después de tantos años de absoluta incomunicación. Parecía que fuésemos espectadoras de una representación al aire libre. Dos rosas amarillas recién cortadas adornaban su cabellera rubia. No creo que la agitación alcanzara semejantes proporciones el día que sus vecinos vieron resucitar a Lázaro. No hubo un alma que no se asomara a los balcones o saliera a la calle, y así, con el pueblo entero haciéndole valla, reapareció en escena. ¿Se da usted cuenta? En la primera salida se dirigió al despacho del licenciado de la Peña para encargarle la venta de su finca en La Cuchilla, pues, según aclaró, eran tierras que no podía atender y le estaban haciendo falta unos centavos para algunos menesteres -menesteres que eran comer tres veces al día, me imagino-. Tendría entonces cerca de cincuenta años; ni una arruga en la piel, que se había vuelto de una blancura sobrenatural, ni una cana en el espeso cabello rubio, pero, le digo, ya no era hermosa; la soledad y el sufrimiento habían dejado marcada. Después de aquella primera salida empezó a hacer algunos paseos al atardecer y todas fuimos, poco a poco, volviéndola a tratar. Al principio sólo un furtivo saludo, luego nos le fuimos acercando, después la admitimos en nuestras casas, y así, cuando vendidas todas sus pertenencias se ofreció a dar clases de piano, a nadie le supo mal encomendarle a sus hijas, máxime que nunca hablaba del pasado ni, muchísimo menos, de sus extraños amores con aquel apuesto general guerrillero. Los años pasaron sin añadir novedades a su vida, a no ser esa misteriosa carta cuyo origen nunca logramos averiguar. Con la vejez se le han agudizado las manías. A veces se pasa noches enteras sentada en el balcón con la mirada fija en el parque, en aquella banca donde una noche de otoño había llorado su amado pocas horas antes de que una bala le penetrara en el corazón llueve, hace frío, y ahí la tiene, apostada en la baranda con sus setentaitantos años a cuestas; Inmóvil, como si esperara oír algo, como si pensara que de pronto iba a encontrarse con él, mientras sus ojos, alocados e irredentos, se lanzan desesperadamente a buscarlo. ¡La pobre…! No quisiera estar un solo minuto dentro de su piel, con esas cargas que debe llevar dentro, con esos pecados que deben lacerarle todo el tiempo las entrañas; no sólo el asesinato, si lo hubo, pues he negado a pensar que en este caso eso fue lo de menos, y que el vínculo que la unía a Xavier Rubio era más sórdido y terrible que el crimen mismo.
De pronto doña Carlota dejó de hablar. Algo visto a través de la ventana la sacó de aquella abstracción de médium en que se había mantenido a lo largo del relato. Me asomé yo también.
Una figura grotesca cruzaba la calle.
– Es ella -murmuró-. llevaba un vestido de principios de siglo, de grueso género verde; la cola larga y fluida parecía atorarla a cada momento a los guijarros de la calle, haciendo más penosa aún la marcha; un mantón desteñido y marchito se enredaba, con torpe gracia, a su cuello; se apoyaba al caminar en un bastón tosco de madera con puño amarillo; el cabello, desastrosamente teñido con reminiscencias de yodo, estaba recogido en la parte superior en una informe madeja. Parecía absurdo suponer que aquella estrambótica criatura, ridícula y grotesca, hubiera podido protagonizar un drama pasional tan intenso; pero cuando se acercó y pude contemplar sus ojos quedé sobrecogido. En ellos estaba fija una mirada salvaje y tierna que se paseaba por todos los registros e la pasión, y que de modo impresionante podía traslucirlos todos a la vez, de la ferocidad más animal a la más piadosa de las ternuras, del arrojo más decidido al más conmovedor de los temes.
Nunca más volví a San Rafael. Amelia Otero debe haber muerto; también Concha Ramírez, Su fiel sirvienta, y doña Carlota, la obsesiva relatora. Es posible que a la muerte de Amelia se hubiesen podido al fin conocer los pormenores de su tragedia, que hayan surgido cartas, papeles, diarios, pero también es posible que a nadie le hubiera ya interesado leer aquellos documentos. Muertos sus contemporáneos, moría su historia. Tal vez en la planta baja de su casa, los Alarcón -gente de afuera hayan abierto ya una discoteca.
México, 1957
La pantera
El sentimiento de aterrada ternura que su aparición me produjo fue la magia que más decisivamente penetró en mi niñez. Nada conocí que confundiera de tan cabal manera lo grandioso con lo bestial. En las noches siguientes imploré, casi con lágrimas, su presencia. Mi abuela repetía hasta la saciedad que de tanto jugar a los bandidos acababa por soñarlos y en efecto, sucedió que después de incesantes juegos en que la persecución y el simulacro de la villanía eran los únicos ingredientes, el coraje y la sangre visitaron mis noches. En aquel tiempo, por otra parte, ir al cine se reducía a ver una sola película con ligeras variantes de función a función: el invariable tema lo proporcionaba la ofensiva aliada en contra de las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite habíamos visto caer los obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego, la penumbra de los refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos raros y grandes, casas sin fachadas, y el mechón de Verónica Lake, impasible frente a la metralla nipona en tanto que un grupo de heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi alcoba, y que una multitud de cuerpos mutilados, cráneos de enfermeras, colegios y hospitales en llamas me lanzaran a la vigilia y a buscar protección en el cuarto de mi hermano.
Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie, ni siquiera a mí mismo, divertían. El acostumbrado antagonismo entre policías y ladrones o entre aliados y alemanes fue sustituido por el de otros fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras atacaban a los nativos, juegos de cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y rabia al ser perseguidas por los cazadores, juegos donde las panteras combatían encarnizada-mente con los caníbales. Pero ni eso, ni la contemplación reiterada de películas de la selva hicieron posible que la visión se repitiera.
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