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Sergio Pitol: El viaje

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Sergio Pitol El viaje

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Sí, en efecto, Sergio Pitol ha vuelto a recorrer algunos de sus territorios que suponíamos había perdido. En esta aparición nos confía algunos trozos de sus diarios de viaje. Concretamente uno que va de Praga al Cáucaso, a Tiflis, la capital de Georgia, pasando por Moscú y por la ciudad que entonces se llamaba Leningrado, en un aparente despertar de primavera.

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Sergio Pitol El viaje Introducción Y un día de repente me hice la - фото 1

Sergio Pitol

El viaje

Introducción

Y un día, de repente, me hice la pregunta: ¿Por qué has omitido a Praga en tus escritos? ¿No te fastidia volver siempre a temas tan manidos: tu niñez en el ingenio de Potrero, el estupor de la llegada a Roma, la ceguera en Venecia? ¿Te agrada, acaso, sentirte capturado en ese círculo estrecho? ¿Por pura manía o por empobrecimiento de visiones, de lenguaje? ¿Te habrás vuelto una momia, un fiambre, sin siquiera haberte dado cuenta?

Un tratamiento de choque puede lograr resultados inmejorables. Estimula fibras que languidecían, rescata energías que estaban a punto de perderse. Aveces es divertido provocarse. Claro, sin abusar; jamás me encarnizo en los reproches; alterno con cuidado la severidad con el ditirambo. En vez de ensañarme contra mis limitaciones he aprendido a contemplarlas con condescendencia y aun con cierta complicidad. De ese juego nace mi escritura; al menos así me lo parece.

Un cronista de lo real, un novelista, y si talentoso mejor, Dickens, por ejemplo, concibe la comedia humana no como una mera feria de vanidades, sino que a partir de ella, nos la muestra como un complejo mecanismo de relojería donde la extrema generosidad convive y participa con crímenes inmundos, donde los mejores ideales que ha concebido y realizado el ser humano no logran apartarlo de sus infinitas torpezas, sus mezquindades y sus perennes demostraciones de desamor a la vida, al mundo, a sí mismo; creará con su pluma personajes y situaciones admirables. Con la inmensa suma de imperfecciones humanas y la más reducida, y grisácea hay que decirlo, de sus virtudes, Tolstoi o Dostoievski, Stendhal o Faulkner, Rulfo o Guimaráes Rosa han obtenido resultados de suprema perfección. El mal es el gran personaje, y aunque por lo general resulte derrotado, no lo está del todo. La perfección extrema en la novela es fruto de la imperfección de nuestra especie.

¿De qué alquimia delirante habrán surgido los libros más perfectos que conozco: La cruzada de los niños, de Schwob; La metamorfosis, de Kafka; El Aleph, de Jorge Luis Borges, Movimiento perpetuo, de Monterroso?

Entre burlas y veras, me logré convencer de que mi deuda con Praga tenía algo de escandaloso. Permanecí seis años en esa ciudad con un cargo diplomático. Viví en ella desde mayo de 1983 hasta septiembre de 1988: un periodo determinante en la historia del mundo. Pensé escribir algunas reflexiones sobre esa época. No un ensayo de politólogo, lo que en mí sería grotesco, sino una crónica literaria en clave menor. Mis conversaciones con profesores de literatura, mis paseos en los balnearios imperiales: Marienbad, Karlsbad, en donde por varios siglos se encontraron durante los veranos las tres cortes augustas de la región en torno a sus respectivas majestades, el emperador de Austria, el zar de Rusia y el rey de Prusia, por las hermosas avenidas donde el tiempo parecía detenido a partir del fin de la primera guerra. Son los dos grandes spas de la región. Pasear por las calles entre los fastuosos sanatorios, los viejos hoteles construidos en épocas en que el turismo aún no era de masas, las villas elegantes de la nobleza y de los magnates financieros. Abundan las placas: en el lujoso palacete, al lado de mi hotel, donde Wagner compuso Tristán e Isolda, en la posada Los Tres Moros donde Goethe veraneó durante muchos años, en el pequeño teatro donde Mozart estrenó Don Giovanni, en el hotel donde se alojó Liszt, en la sala donde tocó Chopin, el departamento donde convaleció Brahms de sus males, y muchas veces Franz Kafka. Hay placas que indican por dónde desfilaron Nicolás Gógol, Marina Tsvietáieva, Iván Turguéniev, Thomas Mann, el duque de Windsor y la señora Simpson, entre otros. O describir en Praga el recorrido kafkiano, desde la casa donde nació hasta la tumba, o las características específicas del barroco praguense, o las riquísimas colecciones de arte existentes en Praga, o la energía cultural y social típica de la primera república checoslovaca en la literatura, en el teatro, en la pintura, en lo social, o uno especial sobre la arquitectura de aquel tiempo: las casas cúbicas de Adolf Loos, las del Bauhaus construidas por Mies van der Rhoes, y Gropius, en Praga, en Brno, en Karlovy Vary, la grisura y frustración del presente, los esfuerzos de los intelectuales para no enmohecerse, para no dejar de pensar, para impedir que sus estudiantes se convirtieran en robots, en fin, hacer un ensayo largo no especializado en nada, pero que se aproximara a una historia de las mentalidades. Debería revisar mis diarios de todo ese tiempo, como lo hago siempre antes de iniciar cualquier cosa, para revivir la experiencia inicial, la huella primigenia, la reacción del instinto, el primer día de la creación. Leí varios cuadernos, centenares de páginas y para mi estupor no encontré nada sobre Praga. Nada, sí, nada que pudiera servirme de pie para escribir un artículo, mucho menos un texto literario.

Me resultó -me lo sigue siendo- incomprensible. Como si por la mañana me acercara al espejo para afeitarme y no lograse contemplar mi rostro, no por falta de vista, sino por inexistencia de la cara. Una de esas noches tuve un sueño. Llegaba yo a un hotel de Veracruz, al Mocambo me parece. Me había instalado allí para terminar de escribir un libro. Había trabajado mucho tiempo en él, quizás años, me faltaba sólo la conclusión. En el restaurante, en la piscina, en los jardines encontraba amigos, mejor dicho conocidos de otros tiempos, parlanchines, bobalicones, siempre risueños, con frases siempre agradables en los labios. Yo estaba harto, me comían el tiempo; entonces los snobeaba, les hablaba a toda hora de mi novela, les decía que por primera vez me sentía satisfecho con lo que escribía, su elaboración me había llevado mucho tiempo, demasiado, pero que al fin sentía que me había vuelto un escritor, un buen escritor, un gran escritor, tal vez. Por eso no podía quedarme con ellos, tenía que apresurarme a darle fin a la obra maestra en la que me afanaba, les quedaría muy agradecido si me dejaban en paz durante esos días; les recalqué que perder tiempo era peor que si me robaran dinero. Unos me miraban con rencor, otros con sonrisitas de sorna. Llegó el día en que pude escribir la palabra: fin. ¡Qué dicha! Hice un viaje para entrevistarme con mis editores, con Neus Espresate en México o con Jorge Herralde en Barcelona, o con ambos. No quise llevar el manuscrito, pues necesitaba precisar algunas cosas; los contratos; el anticipo; la fecha de aparición, me imagino. Al regreso a Veracruz le daría la última lectura, mandaría a sacar fotocopias y las enviaría a las editoriales. Despviés: la gloria, los festejos, las medallas, los halagos, todo lo que en la vida real me perturba, pero con lo que mi inconsciente por lo visto sueña. De pronto se presenta una borrasca, una estática en el sueño, un apagón: no sé si regresé del aeropuerto a recoger alguna cosa olvidada, lo cierto es que no había salido de Veracruz, no del todo, sino que sólo estuve fuera unas horas, y luego volví al hotel; entré en mi cuarto y corrí, ¡liróforo celeste!, a abrir la maleta, acariciar el manuscrito, besarlo. Sólo que no había cuadernos ni papel alguno en la maleta, sino unos huevos enormes que al instante empezaron a resquebrajarse y de cuyo interior salían picos horribles y luego cuerpos, de aspecto aún más repugnante, de unos pájaros cartilaginosos, y supe, de la rara manera como sabe uno las cosas en los sueños, que eran avestruces: un nacimiento quíntuple de avestruces. Desesperado, abrí otra maleta y otra más y de ellas salían avestruces de distintos tamaños, y las primeras, las que había visto salir del huevo, eran ya de mi tamaño y algunas escondían las cabezas debajo de la cama, tras una puerta, en la taza del excusado, en donde podían, sin dejar de caer sus excrementos en el suelo y de poner huevos en cualquier lugar que les apeteciera.

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