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Sergio Pitol: El viaje

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Sergio Pitol El viaje

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Sí, en efecto, Sergio Pitol ha vuelto a recorrer algunos de sus territorios que suponíamos había perdido. En esta aparición nos confía algunos trozos de sus diarios de viaje. Concretamente uno que va de Praga al Cáucaso, a Tiflis, la capital de Georgia, pasando por Moscú y por la ciudad que entonces se llamaba Leningrado, en un aparente despertar de primavera.

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Otros cuatro o cinco pelagatos, todos encuerados, y, a mi parecer medio borrachos, estaban tirados como cochinos por la banca, mesa y suelo del billarcito. Como el cuarto era pequeño, y los compañeros gente que cena sucio y frío y bebe pulque y chinguirito, estaban haciendo una salva de los demonios, cuyos pestilentes ecos, sin tener por donde salir, remataban en mis pobres narices; y en un instante estaba yo con una jaqueca que no la aguantaba; de modo que no pudiendo mi estómago sufrir tales incensarios, arrojó todo cuanto había cenado pocas horas antes. A la ruidera de la evacuación de mi estómago despertó uno de aquellos léperos, y así como nos vio comenzó a echar sapos y culebras por aquella boca del demonio -¡Qué rotos tales de mierda! -decía-. ¿Por qué no irán a vomitarse sobre la tal que los parió, ya que vienen borrachos, en vez de venir a quitarle a uno el sueño a estas horas?

Januario me hizo seña de que me callara la boca, y nos acostamos los dos sobre la mesita del billar, cuyas duras tablas, la jaqueca que me infundieron aquellos encuerados a quienes piadosamente juzgué ladrones, los innumerables piojos de las frazadas, las ratas que se paseaban sobre mí, un gallo que de cuando en cuando aleteaba, los ronquidos de los que dormían, los estornudos traseros que disparaban y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos me hicieron pasar una noche de perros.

La mujer de la primera fila perdió su actitud marmórea. Cuando me referí a "los estornudos traseros y el pestífero sahumerio que resultaba de ellos", gritó enardecida: "¡Ese, señores, es el México que adoro!", y después cuando pregunté si alguien deseaba hacer una pregunta o un comentario, ella se anticipó a todos. "¡Coincidencia de coincidencias! -dijo-. Vine a la biblioteca para buscar unos folletos escritos por mi marido, Adam Karapetián, el antropólogo, occiso por desgracia desde hace veinticinco años en Medellín, Colombia, donde yo vivo, armenio de nacimiento, claro, el nombre lo dice. Son estudios inspirados siempre a cielo abierto sobre el país de usted escritos primero en 1908 y luego en 1924. En esa última fecha yo lo acompañé a la selva. Estaba por salir de la biblioteca hace un momento cuando vi el anuncio de una conferencia sobre México, la de usted, maestro. Si mi marido viviera se hubiera puesto de pie para abrazarlo, porque ustedes trabajan en la misma dirección, de eso me he dado cuenta. Busco esos opúsculos, algunos son muy raros de encontrar, en esta biblioteca no los tienen, pero estoy segura de que los hallaré en donde menos lo piense. El más importante se refiere a una fiesta del trópico, una fiesta religiosa con final pagano. A Karapetián sólo le interesaba como tema antropológico la fiesta, la fiesta en México, en Bahía, en la Puglia, en Nueva Guinea, en Anatolia. La que más le interesó fue una a mitad de la selva mexicana en honor a un santo niño cagón. (Risas.) No, no es para asustarse de las palabras, lo que hay que pensar es en qué circunstancias se celebró el festín. ¡Estaba allí, lo vi todo! ¡El sol a plomo y la tierra con vertida en mierda! ¡En veinte días no me quité de la nariz esa hediondez!" Y en ese momento se levantó, puso en mi mano una tarjeta y salió con aires de alta dignidad del salón. Al cerrarse la puerta todos soltamos una carcajada. La tarjeta decía: Marietta Karapetián, y abajo del nombre la inscripción: "Se pinta porcelana fina". No conozco aún a la traductora de mis Juegos florales. Esperaba conversar con ella después de la conferencia, pero no se presentó. Me encantaría salir a pasear un rato, pero le temo a la humedad. No me gustaría despertar mañana de nuevo resfriado. Esta noche acabaré Miguel Strogof, y luego a dormir.

21 de mayo

Antenoche, al llegar al hotel un joven me esperaba para entregarme de propia mano una invitación muy formal del presidente de la Asociación de Escritores de la URSS, Gueorgui Markov, para almorzar con él y otros miembros distinguidos de esa institución el 21 de mayo, es decir hoy. Por la mañana al desayunar me encontré a la misma persona. Lo primero que dijo era que había pasado algo terrible. El embajador mexicano había aceptado desde hacía días la invitación, pero de golpe se ha excusado, mandó decir que tenía otro compromiso a esa hora. Me pidió que tratara de convencerlo; con su presencia, la ceremonia adquiriría mayor relieve. Le dije, con muy buen ánimo, que nada de eso tenía importancia. "Ustedes en la invitación enviada a México señalaron que la visita no tenía carácter oficial; no me trajeron como embajador ni funcionario sino en calidad de escritor. Y les agradezco mucho ese detalle. Lo que más me interesa es la literatura." "Permítame usted que le informe -me interrumpió-, el presidente Markov es el anfitrión. Asiste en muy pocas ocasiones a estos actos. Su puesto, como usted sabrá, tiene el mismo nivel que el del ministro de Cultura, seguramente lo recuerda. Tendrá que venir el embajador. Puedo llevarlo a usted a la embajada…" "Pero, ¿cómo voy a pedirle eso? ¿No me ha dicho que tiene otro compromiso a esa hora?" "Eso mandó decir él, pero sabemos que no tiene ningún compromiso. A usted no va a decirle…" "No, mire, no los puedo ayudar. Sería una impertinencia imperdonable. Es un hombre muy ocupado, ocupadísimo, uno de los más ocupados que conozco y no quiero interrumpirlo. A mí lo que me interesa es hablar con los escritores; mejor dicho, que me cuenten qué ocurre, qué se escribe ahora, qué piensan los lectores. En Praga hay un entusiasmo enorme por este proceso. El gobierno se hace autocrítica todos los días y cada día se ven nuevos resultados. Una Resurrección, eso gracias a ustedes." Por supuesto no era cierto, en Praga las autoridades estaban desesperadas. Ya casi no mencionaban a la URSS en la prensa ni en la televisión, pero no resistí la tentación de mentir paródicamente. Su cara se frunció. Volvió a la carga. "Lo que usted me pide es imposible. Yo soy embajador, pero ésta no es mi plaza, y el embajador en Moscú podrá reportarme a México por intervenir en el espacio que sólo le corresponde a él. ¿Hacen cosas como éstas los diplomáticos soviéticos? Ustedes son quienes pueden convencerlo. Háblenle con dulzura, con tacto, ¿por qué no intenta que la agregada cultural intervenga y lo convenza?" Salió, mientras yo terminaba el desayuno, luego volvió y me dijo: "El ministro de su embajada representará, como encargado de negocios, al embajador. Gracias por sugerírmelo." Nos despedimos. Al mediodía llegaría alguien para recogerme. Salí a caminar por la Gorki durante un rato. Leí interesado las carteleras de los varios teatros de la zona. Compré periódicos en el Inturist, sobre todo los italianos, que cubren esta área mejor que ningún otro, y volví a mi cuarto a hacer algunas notas. Nunca conocí a ninguno de los altos jerarcas de la Asociación de Escritores. Ni siquiera cuando llegó alguna delegación importante, Juan José Bremer como director de Bellas Artes, Fernando Solana como secretario de Educación, Markov estuvo presente. Fui varias veces al restaurante de la Asociación, con el embajador, amigo mío de muchos años, Rogelio Martínez Aguilar, interesado en todos los aspectos de aquella sociedad, y por fortuna en particular del mundo cultural. Rogelio, como embajador, tenía derecho de reservar mesa allí e invitar a escritores, músicos o cineastas. Recuerdo una ocasión en que él y su esposa invitaron a cenar a un matrimonio de especialistas en cultura mexicana: Vera Kuteshikova, investigadora en literatura, y su esposo, Lev Ospovat, quien acababa de publicar una biografía de Diego Rivera, y a mí. La sala del restaurante estaba más animada que otras veces, en las mesas no se conversaba normalmente sino que parecían recorridas por una electricidad poco usual. Hacía una o dos semanas había explotado un escándalo literario. Eso era lo que ocurría. Un grupo de escritores prestigiosos, los más importantes si mal no recuerdo fueron los poetas Andréi Voznisievski y Bella Ajmadulina y los novelistas Vasili Axionov, tal vez Farzil Iskander y Bulat Okudzaba, editaron un almanaque literario. Cuando apareció el volumen estalló una tormenta. A los ideólogos del partido les pareció repugnante. Mijaíl Súslov, el Torquemada del Comité Central, expresó su rechazo: de ninguna manera esa literatura correspondía a la imagen soviética; era todo lo contrario, retrataba un mundo decadente y pervertido. Sobre la Asociación de Escritores, por descuidar el aspecto ideológico, cayó el golpe, y su dirección lo remitió con ferocidad a los escritores impugnados. Amenazaron a los más jóvenes con juzgarlos como pornógrafos. En todos los periódicos y revistas aparecían artículos con la consabida vileza, cartas a la redacción, escritas todas sobre un mismo modelo, expresando estupefacción, horror, ira, asco, ante los frutos venenosos de aquel nido de apatridas y degenerados que editaban sus escritos malignos a costa del dinero del pueblo trabajador. Eran mínimas (o ninguna) las diferencias de una pensionista de Arkangelsk, un militar pensionado de Le-ningrado, un ingeniero en Bakú, un grupo de trabajadores de la construcción en la zona norte de Moscú, un club de fotografía formado por viudas en la isla de Sajalín, unos maestros de Odesa, un club de cazadores de Omsk, una célula de pioneros de una isla del Ártico, todos exigían a las autoridades tomar cartas en el asunto e imponer el debido castigo al grupo descastado. Hubo castigos desde luego, dos de los más jóvenes, los calificados como pornógrafos, si mal no recuerdo fueron expulsados de la Unión de Escritores. Vasili Axionov renunció a su membresía en la Asociación y se marchó al exilio. Esa noche de marras en que los Martínez Aguilar nos invitaron a cenar, entró de repente una pareja, una mujer de cierta edad aún guapa, con una sonrisa muy hermosa, del brazo de un hombre joven que parecía más un galán de Hollywood o un deportista famoso que un escritor; todos fui mos susceptibles al asombro que causó la presencia de aquella pareja en el local. Hubo un minuto de silencio, y luego la bulla y un movimiento frenético. Vera Kuteshikova nos dijo que la mujer era Bella Ajmadulina, la ex esposa de Evtuchenko. La poetisa se detuvo a saludar a unos cuantos amigos, y de varias mesas se levantaron los asistentes para rendir homenaje a la pareja. Me imagino que debió haber rostros cargados de odio pero no recuerdo haberlos visto, no era ésa la tónica. "¿No era ella uno de los inculpados en ese reciente escándalo literario?", preguntó Rogelio: "Parece no estar preocupada, ¿no es cierto?", y Vera respondió: "¿Cómo va a estar preocupada si va de la mano del ministro de Cultura de Georgia?" Luego ella y su esposo explicaron que Georgia se estaba convirtiendo en un asilo para la gente de Moscú o de Leningrado. "Un pintor, un argumentista de cine, un dramaturgo, cualquiera que valga la pena encontrará protección en Georgia. Pero eso de que llegue aquí a la casa de los escritores el propio ministro de Cultura para apoyar a una mujer en desgracia, es cosa que no se había visto. Me parece que Ajmadulina tiene raíces en el Cáucaso, en Georgia seguramente; es una manera de protegerla." "Pero, ¿por qué en Georgia?", pregunté. "Porque los georgianos son la gente más formidable del mundo -me respondió-, aunque también pueden ser peores que el diablo, eso los rusos lo sabemos muy bien." Yo disfrutaba inmensamente del lugar. Era el antiguo Palacio de los Rostov, sí, de esos mismos, los Rostov de La guerra y la paz. Una de las escenas mejores de El maestro y Margarita, de Bulgákov, sucede también allí, precisamente en el restaurante; Walter Benjamin cenaba en ese sitio con frecuencia durante su estancia moscovita. En otras ocasiones fui invitado por escritores y traductores, o empleados de quienes me hice amigo, como Iuri Greyding, de la sección hispanoamericana, quien en varias ocasiones me llevó a recorrer barrios del Moscú antiguo poco conocidos, o a visitar a escritores que suponía me interesaban. En una ocasión, pasamos una mañana, que recuerdo como una de las más portentosas de mi vida, en casa de Víktor Sklovski, donde él, con sus más de ochenta años, nos habló apasionadamente del libro que escribía en esos días, La energía del error, "el que más me ha interesado escribir, y más placer me ha dado", nos dijo, y luego nos habló largamente de la mañana del día en que murió Tolstoi, cuando él era estudiante en Petersburgo. Se había dado órdenes a la prensa de no publicar nada, ni una sola línea, de esa muerte en los periódicos. Sklovski salió del portal de su casa y de pronto vio desaparecer a la gente, los negocios se cerraron en cosa de segundos, los coches de caballos se detuvieron. Hubo un silencio majestuoso, sagrado, como si el mundo hubiera muerto, como si el globo terrestre se hubiera detenido en su camino, y luego, de repente, por todas partes apareció una multitud desolada que lloraba, enferma de dolor, huérfana porque su Padre la había abandonado. Las iglesias habían cerrado las puertas para que nadie entrara en ellas; a Tolstoi lo habían excomulgado muchos años atrás. Pero la multitud las rodeaba, las ahogaba, las convertía en algo trivial ante el roble que había caído, la tierra había muerto, y Rusia lloraba. La visita a Sklovski es uno de los momentos más intensos, más líricos, más emocionantes que pueda recordar. Mucho tiempo después, en dos ocasiones, al hablar de Tolstoi ante mis alumnos, empecé a repetir las palabras de Sklovski, pero no pude terminarlas. Se rae nublaron los ojos, se me rompió la voz y tuve que sacar el pañuelo y fingir que me sonaba, carraspear, echándole la culpa a un resfrío, a una alergia, porque me parecía grotesco anunciarles que había muerto el escritor ruso y ponerme a llorar. A la una y media llegaron por mí. Desde hace años la Asociación ha estado dirigida por un puñado de estalinistas, cínicos, obtusos y rapaces. Fungen como brazo armado de la cúpula del Partido. Ahora bien, en la Asociación están registrados como miembros casi todos los escritores y traductores: los buenos, los malos, los pésimos, los nobles y los viles. Me recibió el capo, un hombre elegante, muy europeo, de unos sesenta y tantos años, con cinco "escritores" cuyos nombres yo no conocía. Esperamos más de media hora al ministro de la embajada, haciendo tiempo, hablando del clima, de mis experiencias en Moscú como consejero cultural, de los viajes en aquellos tiempos por algunas repúblicas soviéticas. Eran todos muy sociables, pero estaban fastidiados por la demora del diplomático mexicano. Llegó el momento en que pasamos a un elegante comedor privado en el que jamás había entrado, tomamos varias clases de vodka, todas excelentes, y le caímos con rapacidad a las mil maravillas -las zakushkas- que los rusos degluten como preludio a la comida de verdad. Un mesero quitó de la mesa el plato del invitante ausente. Varios detalles me hicieron entender que mi prestigio había caído al suelo por no estar acompañado de ningún funcionario de la embajada. Markov ni siquiera disimulaba su desprecio, apenas hablaba, y eso oblicuamente, con su gente, sobre asuntos de la Asociación. Creo que cuando yo decía algo él bostezaba. Los otros me preguntaron por mis escritores favoritos: cité a Gógol y Chéjov sobre todos los demás, y luego a Tolstoi, Bulgákov y Bély. Ellos hicieron los comentarios de rigor, prescindibles, intercambiables, y desgranaron las citas adecuadas. De pronto hubo un movimiento, alguien entró y era la joven agregada cultural mexicana, que se disculpaba por llegar tarde y qvie llevaba los saludos del embajador, del ministro y de todo el personal de la misión de México. El capo esbozó una sonrisa gélida, la saludó sobriamente y la congeló durante toda la comida. Poco a poco nos fuimos acercando al asunto del día. Fingí una inocencia absoluta, los traté como si fueran agentes fundamentales del cambio y compartieran con igual celo mi entusiasmo. Los felicité. "Es un gran cambio, el mundo entero lo aplaude. En Checoslovaquia, como en Europa toda, se festeja el valor de los soviéticos para dar un paso tan decidido hacia la apertura. Los checos me informaron de que esta Asociación ha jugado un papel notable en la transición." Seguí hablando, como si estuviera seguro de que la Perestroika y la Glasnost eran producto de ellos; como si sintieran que con los cambios observados su vida sería más plena, su trabajo más fecundo y la literatura, la amada literatura, su auténtica razón de ser. Ni un músculo se contrajo en sus rostros. Añadí que ayer en Moscú me comentaron que estaban en vísperas de un congreso de la mayor importancia, que daban por hecho que sería tan importante como el celebrado hacía poco, el de los cineastas. El director evidentemente estaba furioso, los otros se miraban entre sí, desconcertados, sin saber qué comentar. Al fin Markov respondió a mis provocaciones diciendo que en la URSS el cine y la literatura tienen ámbitos diferentes, su infraestructura no es la misma, tampoco su espacio de recepción. La literatura rusa no requería transformaciones, era muy rica en su forma y también en su contenido. El exterior había logrado introducir gérmenes de desenfreno, desfiguros, una nube de anarquía peligrosa para el país; pero falacias como ésas no prosperarían en ningún momento. "Por supuesto", recalcó con énfasis, "no defendemos lo anacrónico, la sociedad no lo permitiría; estamos al día, sabemos estarlo, pero a nuestra manera y no a la de otros que creen saber mejor que nosotros lo que necesitamos." Y ya verdaderamente furioso, añadió, dirigiéndose a los escritores que nos acompañaban, como si los amonestara, que por fortuna la delegación ucraniana sería la más numerosa, por eso estaba seguro de que la literatura soviética jamás se doblegaría, que mantendría su dignidad, su alta misión, sus compromisos con la nación, como en sus mejores momentos. Y allí dejamos de beber el café, se levantó, se despidió de nosotros con distante cortesía y se fue, acompañado por tres de su cortejo, ellos sí indignados, tanto que ni siquiera nos tendieron la mano al despedirse. Los otros dos nos acompañaron a la puerta. Uno de ellos me dijo que había escrito un libro sobre Gógol y que le había interesado que un mexicano se entusiasmara tanto por él, el más ruso de los narradores. "De Dostoievski, Tolstoi y Chéjov se podría entender: son rasísimos, claro, pero sus problemas son universales. Gógol lo es también, pero menos evidente; es como un caracol pegado al muro más recóndito del laberinto eslavo. El mejor libro sobre Gógol es el de Bély", añadió. "Lo publicó en 1933, fue un milagro que apareciera entonces, el año en que el realismo socialista se volvió imprescindible, y el libro de Bély, por fortuna, era todo lo contrario, un chisporroteo de imágenes, de descubrimientos. Ojalá -añadió- que ahora que comienzan a caer los tabúes, reaparezca ese libro." Nos despedimos muy a gusto. Me imagino que estos dos miembros de la dirección no se unirán a los ucranianos. Dormí una siesta. Desperté deprimido; tal vez fui demasiado mal educado. Si a alguien lo invitan a comer y acepta debe comportarse con educación. Si participa uno en un congreso, un coloquio, una mesa redonda, entonces uno está en su derecho de decir lo que piensa, aunque a los demás les resulte fastidioso. Pero luego recordé a Markov, esas carreras de inquisidores, de lucradores, de tiranuelos, los herederos de aquellos que torturaron y mataron a Babel, a Pílniak, a Mirsky, a Mándelstam, al gran hombre de teatro que fue Vsiévolod Méyerhold, y que persiguieron horriblemente a Pasternak, a Ajmátova, a Platónov, a tantos, y me sentí satisfecho de haber dicho lo que dije, y aún me pareció que fue poco. La Perestroika comienza a trabajarme.

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