Sergio Pitol - El viaje
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De ellos sólo Ariadna sobrevive y resiste con inconcebible energía los ocho años de campo de concentración. En 1948, al cumplir su condena, es liberada, para meses después ser arrestada otra vez y sentenciada de por vida a residir en una región atroz de la Siberia Boreal, en un clima donde los termómetros llegaban a registrar hasta cincuenta grados bajo cero, donde soporta aún seis años, hasta ser rehabilitada a la muerte de Stalin. En circunstancias infrahumanas, Ariadna comienza a establecer, desde aquel punto perdido en los mapas, contacto con familiares y amigos de su madre, escritores contemporáneos, editores, redactores, todos aquellos que pudieran tener conocimiento del paradero de los papeles de su madre. Tsvietáieva, antes de volver a Moscú había depositado en un instituto literario de Suiza algunas carpetas con escritos que podían poner en peligro a la familia, los poemas políticos en elogio de los blancos: Campamento de cisnes, Perekop, y los fragmentos de uno último aún no terminado: La familia del zar, o tan íntimos que le resultaría letal saber que hubiesen sido leídos por ojos enemigos, una mínima gota en el inmenso mar de su producción. Lo demás, todo, puede decirse, quedó desparramado en casas de amigos, o de gente que fue amiga y se volvió enemiga, o que le negó el acceso por miedo a comprometerse. Al volver del exilio, Ariadna hurgó las señas de redacciones de Moscú, Berlín, Belgrado, Praga, París, y se informó de ediciones difícilmente localizables y textos publicados en revistas y periódicos inexistentes desde hacía décadas, y también los inéditos. Gracias a la metódica y sacrificada actividad de su hija, el cuerpo de la obra quedó completo, salvo algunas astillas menores. Casi todo lo recuperado ha sido publicado. Ariadna, antes de morir, entregó en custodia a un Instituto de Literatura soviético varias carpetas que consideró inconveniente dar a conocer antes del año 2000. Este legado podrá darnos grandes sorpresas. Es posible que algunos enigmas queden aclarados. La respuesta a la obra de Tsvietáieva ha conocido en las dos últimas décadas un carácter de epifanía, una revelación inmensa e inesperada. Durante los años del comunismo de guerra, en época de hambruna, de caos, de incertidumbre, solas en un Moscú caótico, cuando Serguéi Efrón estaba fuera, adscrito al ejército regular zarista y luego al Ejército Blanco del general Wrangel, la pequeña Ariadna fue la amiga más cercana de su madre, su confidente. A ratos Marina se volvía niña y en cambio la hija se transformaba en un fenómeno raro que asombraba a todos; leía lo que leía la madre, hablaba como ella, declamaba a Rilke y a Homero; los amigos de Tsvietáieva se quedaban atónitos ante su presencia. Era la primera a quien la madre le leía sus versos, sus textos en prosa, las cartas a sus familiares, colegas, amigos. Y la niña opinaba como si estuvieran entre pares sobre el ritmo, o la eficacia de tal o cual efecto que podría perfeccionar su escritura. Una década más tarde, en Checoslovaquia, al nacer su hermano Gueorgui, llamado Mur desde la cuna en homenaje al fabuloso gato de Hoffmann, Ariadna quedó desplazada y durante algún tiempo estuvo en un internado para niños rusos en el campo checo. Al regresar a su casa, aquel fenómeno infantil que manejaba la retórica con virtuosismo inconcebible se había transformado en una niña al borde de la adolescencia, casi normalizada. Se aleja de la madre, para quien Mur lo es todo, y cada vez más se acerca al padre, ese ser melancólico, delicado siempre de salud, relegado por todos, impotente ante la vida, o al que quería ver así. A partir de entonces, vivió a su sombra, y aceptó sus ideas. Para Efrón los años pasados en el Ejército Blanco fueron una pesadilla; quedó traumatizado por ellos. Por parte de padre era judío; su madre, aristócrata, fugada muy joven de su casa, militante de sociedades terroristas, pasó varios periodos tras las rejas, y terminó suicidándose, igual que su hijo mayor, al final de un juicio del que con seguridad hubiese sido condenada. El antisemitismo era una enfermedad endémica en los sectores reaccionarios del país; en Crimea, en la Galitzia ucraniana los progroms estaban a la orden del día. Cortarles las barbas a los judíos, destrozarles sus comercios, golpearlos era algo normal, un alegre deporte, sin importar que las víctimas fueran viejos, mujeres o niños. Si alguno moría de la golpiza, Nuestro Señor no se enojaría por ello, es más, hasta podría añadir indulgencias para rebajarle algunos pecados al golpeador. Incorporarse y vivir durante años entre esa gente que con toda naturalidad odiaba a alguien como él, judío, enfermizo, literato, no retirarse a tiempo, fue una de las mayores equivocaciones de esta historia. Por supuesto, hubo muchas otras más.
Durante siete años parece que se vieron sólo una vez clandestinamente, o de algún otro modo se valió él para darle a Marina noticias de su vida y anunciarle que derrotado el ejército del zar se incorporaría al Ejército Blanco en Crimea. La movidísima vida de Marina en Moscú en este tiempo es muy conocida; ella la tiene registrada en magníficos ensayos autobiográficos. Pasó miseria y hambre, aunque no parecía notarse demasiado porque medio mundo vivía de la misma manera. Por gestión de un conocido, después de morírsele su segunda niña por falta de recursos, consiguió una credencial para recibir una pequeña mensualidad y bonos alimenticios. Escribió varios libros que contribuyeron a afirmar su presencia literaria. Tuvo una vida amorosa variada, atropellada, intensa, exaltada y desdichada al mismo tiempo. Escribió un libro sin posibilidades de edición que consideraba el mejor de los hasta entonces escrito: Campamento de cisnes, poesía civil, épica, el saludo a los mejores, los blancos, los combatientes contra la hidra revolucionaria de mil cabezas, los caballeros del bien entre quienes se contaba su amado Serguéi. En tantos años de no verlo, lo había convertido en una figura épica, era Sigfrido, era Parsifal y muy rara vez el pobre y enfermizo Serguéi, esa bella y dócil criatura con la cual había contraído nupcias en la adolescencia, de quien no sabía si estaba aún vivo, combatiendo contra el mal y por el bien de Rusia o enterrado en el sur en una tumba sin nombre. Al encontrarse por fin en Berlín, ella le presentó de inmediato a Andréi Bély, el gran simbolista ruso, presintiendo que se harían buenos amigos. Tsvietáieva escribió la escena: "Recuerdo la deferencia acentuada de Bély hacia él [Serguéi Efrón], la atención a cada una de sus palabras, la avidez particular del poeta por el mundo de la acción, una avidez con una pizca de envidia… no olvidemos que todos los poetas del mundo han amado a los militares". A Efrón nada le parecía más repelente que su reciente pasado militar; no lograba olvidar las humillaciones recibidas durante esos años, las crueldades con las que convivió. Le costó a Marina entenderlo, y más aún oírle decir que el movimiento político que se desenvolvía en Rusia era muy complejo y muy difícil entenderlo desde Europa, por eso los rusos cultos, como ellos mismos y sus amigos, no lograban comprenderlo; todos estaban educados a la europea, insistía. Rusia es sólo parcialmente europea, la otra parte de su espíritu es asiática. Cuando llegó a Berlín él leyó esos poemas ditirámbicos de su mujer a esos cisnes que sólo con la elegancia de su plumaje hubieran podido derrotar a los bolcheviques. Le dijo que nada de eso tenía sentido, ni estético ni ético. Publicar ese libro sería un error moral. Su prestigio quedaría manchado. Sería un agravio a los judíos asesinados por los cosacos, y a los mismos campesinos rusos despojados por los blancos, "sería un agravio a tu inteligencia y a la poesía", le dijo. "Lo mejor que puedes hacer", insistía, "es destruir, quemar esos papeles, y olvidarte de ellos. No son cisnes, Marina, son buitres, créeme." Marina se quedó muy perturbada, dejó de defender su obra en público porque Serguéi se lo impuso. Le encantó su tono militar, era una orden; pero no destruyó los poemas.
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